Tres noticias biográficas

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En 2002 se publicaron en España 1101 biografías, un promedio de tres diarias. Entiendo que la estadística se ajustó a las reglas del juego canónico, es decir, se descontaron las biografías noveladas: el último W.G. Sebald no está en la lista, Vidas minúsculas tuvo que abstenerse. Tal vez la saturación televisiva de los reality shows en ambos lados del Atlántico, y el éxito mediático de cada experimento discursivo “basado en hechos reales”, justifiquen por extensión el alza en la demanda de leer pretendidas verdades escritas para agregarlas a la vida propia. Y cada uno por su lado conoce de memoria aquel sabichoso correctivo pronunciado por Eladio Linacero en la primera novela de Onetti: “Se dice que hay varias maneras de mentir, pero la peor de todas es decir la verdad, toda la verdad”. En las tres biografías de escritores elegidas para esta nota, a estos hechos de fácil comprobación se suma el hechizo de haber sido traducidas al castellano, ya que fueron escritas por biógrafos en posesión del mismo y extraño idioma en la que los biografiados escribieron. Sin contar que, leyes de la gramática inglesa aparte, las singulares vidas y milagros de Orwell, Woolf y Joyce, nacidos en un pueblo al norte de la India, en Londres y en Dublín respectivamente, transcurrieron en territorios lingüísticos comunes.

1.
En la solapa de autor se dice que esta biografía “se basa en un estudio minucioso de la nueva edición de las obras completas de Orwell, en entrevistas con la familia y amigos del escritor, y en indagaciones sobre el material inédito del Archivo Orwell en Londres, para arrojar una nueva luz sobre la personalidad del autor”. Meyers está más cerca del historiador documental que del imaginativo, sin duda una de las buenas modalidades de la tradición biográfica inglesa, pero su lector encontrará más a menudo derivaciones correctas que intuiciones fértiles sobre la obra y el hombre. A pesar de su presunto desapasionamiento, el biógrafo parece ceder a fáciles encerronas lapidarias, tan seductoras tratándose de un biografiado que escribió mucho y de forma muy gráfica de su propia vida, corriendo así el riesgo de convertirse en una parodia menor del estilo de Orwell. Pero creo que es algo de lo que no tiene que preocuparse el lector en español en cuanto verifique los créditos de la edición a la vuelta de la portadilla: el original de Meyers se titula Orwell: Wintry Conscience of a Generation? “Wintry” oscila de lo “invernal” a lo “tormentoso”, pudiendo resultar “¿la fría conciencia de una generación?” Entre la traductora y el editor se hunde el malabarismo de haber eliminado el signo de interrogación, reduciendo a sentencia la puesta en duda del original, máxime cuando nada más comenzar el prefacio sabemos que lo que su biografía cuestiona en principio es la frase (ahí citada) con la que V.S. Pritchett había definido a Orwell. El libro se deja leer como una acumulación de confirmaciones. Bautizado Eric Blair, Orwell sería su personaje mejor logrado. Eric era tímido y un solitario nato, George Orwell fue un contertulio mesiánico que creía en las sociedades justas. Queda claro a los lectores de Rebelión en la granja que manejó una de las escrituras más vibrantes de un siglo que vivió hasta la mitad, disfrazándola con buenas tintas extraídas de la conversación ordinaria. Queda claro que detestó las riquezas materiales, la vulgaridad del lujo y los ojos ridículos del éxito. No se entenderá por qué Meyers concluye que “en esencia, la vida de Orwell consistió en una serie de decisiones irracionales que en ocasiones lo pusieron en peligro de muerte”, perdiendo de vista que aun cuando hoy esté casi olvidada, la proverbial austeridad física y moral de Orwell tiene muchos expedientes en la historia racional y cristiana, y que tal vez esa búsqueda obsesiva de espiritualidad primitiva, en la que Dios no estaba implicado, haya sido la lógica vía de acceso a su errática y ciertamente errabunda existencia: desde fregar platos en París en 1933 (momento en que empezó a llamarse George Orwell) hasta que ya siendo rico, hacia el final de su vida, se alquilara una casita remota en la isla de Jura, en la que intentó sobrevivir de la pesca, la caza y del cultivo de verduras, agravando la tuberculosis que apresuró su muerte.
      
     2.
Quentin Bell fue hijo de Clive Bell y Vanesa Stephen, hermana de Virginia Woolf. Publicada en 1972, la edición recién salida de la imprenta es en realidad una reimpresión de la traducción realizada por la escritora Marta Pessarrodona en 1979, con un prólogo suyo de 2002 y una nota introductoria de Bell fechada en 1996, año en que murió. Quien haya visto Las horas, película de la novela homónima de Michael Cunningham, recreación y triple fantasía temporal de la vida de Virginia a partir de Mrs. Dalloway (Las horas iba a ser su título), y se haya quedado hasta después del final a curiosear los créditos, se habrá sorprendido de ver “Quentin Bell” entre sus personajes. En retrospectiva recordará que hay una escena fugaz en la que Virginia desvaría en voz alta, dirigiéndose a su hermana Vanesa desde un sillón, y hay dos chicos sentados en un sofá frente a ella, riéndose con sorna de los delirios que dice. Por la fecha (1923-24), uno de los chicos desternillados debe ser Quentin, nacido en 1910, es decir, justo con esos trece o catorce años que tienen los únicos chicos que aparecen en toda la película. Es una estampa de familia demasiado idiosincrásica para atribuirla a la libre invención del novelista o del guionista. Pero en cualquier caso es un perfil llamativo, porque leyendo esta biografía (según cuenta, se la sugirió su tío Leonard Woolf en 1964) no es difícil sentir que su motivo es antes un cumplido de familia que un cabal cumplimiento literario. En la “Nota del autor a la edición de 1996” dice: “Al final, acepté escribir la vida de mi tía porque no me gustaba la idea de que la biografía autorizada la escribiera alguien que no fuera yo mismo”. Y como proclamando que su candidatura proviene de su candidez: “Hay en el corpus de sus escritos mucho material que es claro como el día, pero hay pasajes difíciles en las novelas, y, en ocasiones, su intención no es obvia”. Y por si quedaran dudas, escribe: “el propósito del libro siempre ha sido puramente histórico, presentando hechos que no se conocían con anterioridad [sic] y procurando lo que fue, confío, una revelación clara y verídica del carácter y desarrollo de mi sujeto”. Y en otra parte: “De ninguna otra forma hubiera podido contribuir personalmente a la crítica literaria de Virginia Woolf”. Supongo que será lo “puramente histórico” (la biografía de Bell propició la publicación del diario que Woolf escribió desde 1915 hasta su suicidio en 1941; fue la campana que anunció la publicación de seis volúmenes de sus correspondencia, y de un hasta entonces inédito diario fechado entre 1897 y 1909) lo que mueve a la traductora cuando anota que “Bell no sólo nos acerca a la artista sino que confiere carne y sangre a la persona, la hace vivir entre nosotros; de ahí su inmenso éxito y, en cierta manera, su clasicismo”. Repleta como está de sugerencias o juicios triviales sobre la información privilegiada del mundo cotidiano de su tía, soy incapaz de adivinar los criterios que llevan a la prologuista a decir de esta obra: “A nuestro parecer […] este Virginia Woolf de Quentin Bell es el vértice superior y aún no superado de la pirámide Bloomsbury y del arte de la biografía en general”. Por el contrario, finalizado el libro, nada añade a la imagen que tengo de una de las inteligencias más delicadas de la historia literaria, de la inapelable y ambiciosa Reina Victoria de las Letras Inglesas. Y poco añade sobre la mujer aterrada y brutal que concibió Orlando y Las olas (The Waves), o de la rabia mundana que casi le puedo oír leyendo en esta entrada de uno de sus Diarios (no incluida en esta biografía): “Terminé Ulises y pienso que es un disparo fallido [‘a misfire’]… El libro es difuso. Es nauseabundo [‘brackish’]. Es pretencioso. Es vulgar [‘underbred’], no sólo en el sentido obvio, sino también en el sentido literario. Un escritor de primera categoría, quiero decir, respeta demasiado la escritura para ser un tramposo.”

3.
Oriundo de Michigan, Richard David Ellmann dedicó su vida y su obra a la vida y las obras de Yeats, de Wilde y de otros escritores ingleses o irlandeses, pero sobre todo se dedicó a estudiar la vida y la obra de James Joyce (1882-1941). Antes de convertirse en el más lúcido perseguidor del autor del Ulises y Finnegan’s Wake, Ellmann había estudiado en la universidad de Yale, en la inescrutable década de 1940. Varios críticos y escritores de la época fueron dobles agentes, poseedores de una práctica discursiva que hacía compatible las armas del espionaje y el espionaje de las letras. Importantes oficiales de la oss (Oficina de Servicios Estratégicos), en particular de la x-2, que era su sección de contrainteligencia, compartían en círculos donde eran habituales T.S. Eliot, Benjamin Britten, Graham Greene, E.M. Forster, Elizabeth Bowen y un larga lista de otros. Uno de los reclutados fue Richard Ellmann. Imposible indagar por cuánto tiempo, ni en qué misiones. Pero si alguien quisiera encontrar huellas de su calidad como espía quedará satisfecho con la lectura de su James Joyce. Esta edición es una reimpresión en formato de bolsillo de la primera edición de la misma casa realizada en 1991, que a su vez es la traducción de la edición original de 1959, corregida y ampliada por el autor, publicada en 1982, año del centenario de Joyce. Me consta que la traducción es un prodigio de excelencia en sus cuidados. No sé si ha sido a propósito que en la portada “Richard Ellmann” aparezca en un mayor cuerpo de letra que (y por encima de) “James Joyce”. Pero es un acierto. Sin Ellmann, la cofradía mundial de los lectores de Joyce no sentiría la misma felicidad al escuchar su música de cámara y distraerse con los empeños de su memoria analítica, igual de ariscas a los sentidos del más despierto. Con el Ellmann que sale de Joyce, igual que con el Boswell que sale de Johnson, se constituye un patrón biográfico que funde el arte de la distancia y de la lupa en un género de dos artífices. Hoy, una lectura a tientas de Joyce sin leer a Ellmann es casi impensable, y no será un disparate decir que la obra de Joyce se puede partir en dos: antes de que él cumpliera los cien años y después de esta segunda aparición de la biografía de Ellmann. El instinto de las astucias aprendidas por el joven espía se aplican aquí sin tregua: dónde encontrar datos del mundo exterior, cuándo aceptar confidencias ajenas, cómo sería la cara más sencilla de un objeto. –

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