Ayer por la mañana me propusieron escribir un artículo explicando por qué hay que leer. Nunca he entendido por qué debo hacer apostolado de la lectura. Escribí con cierto malhumor, a lo largo de la mañana, el artículo solicitado. Y casi sin darme cuenta acabé recomendando no leer. Expliqué que la compañía de un buen libro es muy peligrosa, pues precisamente porque la literatura nos permite nada menos que comprender la vida, nos deja afuera de ella. Dije que hay días en que no recomendaría leer ni a mis peores enemigos.
Por la noche, en un coloquio, alguien me preguntó si era capaz yo de explicarle para qué sirve leer. Parecía que aquel fuera el Día Mundial de la Lectura. Entonces, a pesar de lo que había escrito aquella mañana, estuve a punto de enojarme por el desprecio hacia los libros que parecía contener aquella pregunta. “Para nada”, iba a contestarle iracundo, “no sirve para nada leer del mismo modo que la literatura no ha servido nunca para nada. ¿Satisfecho?”
Pero la noche no es la mañana, decían en una canción ligera de mi juventud. A diferencia de la mañana, me encontraba yo en aquel momento de buen humor y decidí, más que enfadarme, evangelizar a aquel indígena del país de los analfabetos. Tal vez porque la guerra lo contamina todo, se me ocurrió hablarle al indígena de la fotografía de una biblioteca hecha en 1940 durante los bombardeos sobre Londres durante la Segunda Guerra Mundial. Es una fotografía que ha sido bastante divulgada y que muestra los restos de una biblioteca medio derruida por los bombardeos. A través del tejado hundido, se ven edificios fantasmales. Pero las estanterías de la biblioteca permanecen en su lugar y los libros alineados en ellas parecen intactos. Tres hombres están de pie entre los escombros y se dedican a fatigar los anaqueles, los tres están absortos en la tarea de escoger un libro para leer. No están olvidándose de la guerra ni parecen ajenos a la destrucción del paisaje que los acoge. Están mirando libros. Simplemente, tratan de que la vida continúe, buscan seguir adelante. Están afirmando el derecho de todos a preguntar, pensar, saber, tratar de entender.
Le describí la fotografía de la biblioteca de Londres al indígena y después le dije que, cuando me preguntan si la lectura sirve para algo, siempre suelo contestar que una de las grandezas de la literatura estriba en que ésta muchas veces puede ser algo así como un espejo que se adelanta, un espejo que, como algunos relojes, tiene la capacidad de adelantarse. Estaba pensando en Jordi Llovet, que ha dicho algo parecido recientemente. Y no sé cómo fue que decidí pasar a dirigirme al público en general. Kafka se adelantó, les dije, fue el más perceptivo de los escritores, pues vio hacia dónde evolucionaría la distancia entre Estado e individuo, singularidad y colectividad, masa y ser ciudadano. Por eso seguramente le gustaba tanto Bouvard et Pecuchet, donde hay un certero diagnóstico de cómo la estupidez avanzará imparable en el mundo occidental. Kafka percibió nada menos que aquello en lo que ahora estamos. ¡Para que luego pregunten por qué hay que leer o para qué sirve hacerlo!
Otro asombroso ejemplo de percepción lo hallamos en el Joseph Conrad de Nostromo, escrita en 1904, donde se nos habla de los hombres de negocios americanos de la Concesión Gould, unos tipos belicosos que consiguen, sin demasiada resistencia, transformarse en un imperio dentro del imperio, en el clásico Imperium in imperio: “Cuando le llegue su hora al país mayor del Universo, tomaremos el control y la dirección de todo: industria, comercio, legislación, prensa, arte, política y religión, desde el Cabo de Hornos hasta el Estrecho de Smith y más allá si hay algo que valga la pena en el Polo Norte. Y entonces tendremos tiempo para extender nuestro predominio a todas las islas remotas y todos los continentes del planeta. Manejaremos los negocios del mundo entero, quiéralo éste o no. El mundo no puede evitarlo…”
Dejé de hablarle al público en general y volví a dirigirme exclusivamente al indígena para preguntarle si, en tiempos de destrucción y guerra como los que vivíamos, seguía pensando que leer no servía para nada. El hombre me miró con la media sonrisa del ignorante y no dijo nada. Todos vivimos, le dije, en el régimen y el orden que, como un reloj que se adelanta, percibieron perfectamente Kafka y Conrad, y las cosas no hacen más que empeorar, lo que no significa que debamos renunciar al humor, sepa usted que a Kafka y Conrad les sobraba humor, el mismo que le falta a la máquina devastadora del poder, esa máquina especializada en aplastar al ciudadano.
Pero nos rodean los libros, la risa y la imaginación, concluí. Y poco después, salí a la calle. Era un noche clara y fresca, algo despejada por el viento. Es verdad, pensé, lo que decía la canción: la noche no es la mañana. Y me sentí de un humor todavía más infinito que el de las estanterías con los libros que no hemos leído ni leeremos nunca y que se extienden hasta la oscuridad del espacio más remoto de la biblioteca universal. ~
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