“Me dedicaba a salvar vidas. Así de fácil”, nos dice en la primera línea de la novela el narrador y protagonista de Los príncipes nubios. No como los bomberos o los socorristas, añade, porque ellos en todo caso salvan cuerpos. “Yo me dedicaba a buscar la belleza, a introducir las manos en el fango y sacar algunas joyas a las que limpiaba, adecentaba y preparaba para que cobrasen el valor que merecían. Me desplazaba allá donde la miseria escondía algunas de esas preseas. Con paciencia indomeñable las buscaba y las rescataba. A eso llamo salvar vidas”.
Las buscaba y las rescataba en las playas del sur de España o en las comisarías y dependencias donde son confinados los inmigrantes ilegales que llegan a la Península en pateras si sobreviven a la travesía emprendida y los descubren; en las chabolas de los vertederos que rodean casi cualquier gran ciudad de Centro o Suramérica; en el Buenos Aires devastado por la crisis económica argentina; en el Mali amenazado por la hambruna; en los sucesivos escenarios donde se representan matanzas étnicas o religiosas, o en cualquier otro de los muchos infiernos creados en la tierra.
Aquellas vidas cobraban su valor en el boyante mercado del sexo de los prósperos países occidentales, entrando a ejercer como modelos en el exquisito Club Olimpo con sedes en París, Tokio, Nueva York, Londres y Barcelona, al que acudían clientes de toda laya para gozar de seres que habían alcanzado la perfección de una máquina: una máquina de placer. Para lograr esa transformación del despojo humano en una formidable fuente de ingresos, el Club, como una multinacional cualquiera, tiene una “filosofía”, que afecta por igual a modelos y cazadores y que se traduce en una serie de reglas. Así, por ejemplo, a éstos les está prohibido “andarse con chiquilladas, enamorarse y esas tonterías” y les conviene “tener buenas, muy buenas relaciones con la pasma”.
Si quieren, vuelvan a leer ahora las palabras del protagonista citadas al inicio. ¿Será casualidad que se llame Moisés y se apellide Froissard? No lo creo. Una ironía altamente corrosiva y un profundo cinismo recorre el relato de un personaje que al final de su periplo confiesa haber aprendido o descubierto, al menos, dos cosas: la capacidad de potenciar el ensimismamiento que tienen las pipas de girasol, y que la versión actual del superhombre nietzscheano “no podía ser en nuestros días el enfadado con el mundo que se deposita a sí mismo en las entrañas de una montaña y afila su rabia sobre el lomo de las mañanas arrojando greguerías para fomentar su seguridad en sí mismo, sino alguien como yo, al que los dolores y miserias de los otros no conseguían afectar, que había sabido ponerse a recaudo de las sombras y mezquindades que le rodeaban y las aprovechaba en su provecho sin que luego la conciencia le exigiera un peaje”.
He leído por ahí el estupor que un canalla y un cínico de tal envergadura causaban al crítico lector, como si estuviésemos ante una criatura impar. No es que cuestione la singularidad del personaje que Juan Bonilla ha creado con una fuerza y una “integridad” irreprochables, pero ¿no estamos acostumbrados a verlos, no nos resulta hasta familiar ese lenguaje sucio? ¿No abundan los canallas que miran despectiva y hasta sardónicamente el mundo humano, demasiado humano, que pulula a sus pies o agoniza bajo sus botas, según? Este Moisés Froissard es “un héroe de nuestro tiempo” (recuerden la criatura de Lermontov, una de las primeras expresiones del nihilismo moderno), pero, eso sí, un héroe sin afeites ni máscaras; un héroe que, además, habla, desvela y aplica su mirada vitriólica en primer lugar a sí mismo y después a los distintos pilares de la sociedad (también muy deliberadamente aludo a Grosz), sea la prensa, los veladores del orden o el capital.
Nótese además el “Me dedicaba a” con que empieza su relato porque, en efecto, alude a un tramo de su vida ya pasado y hay en su relato algo de confesión, pero sin que conlleve moralina ni arrepentimiento expresos; más bien una confesión al modo de la que nos ofrece el pícaro (¡ojo! Lázaro de Tormes, no Guzmán): dar cuenta de unas andanzas, incluidas las cornadas recibidas, es lo que motiva la narración, ya que “lo fundamental de una historia, de cualquier historia, es lo que empuja a alguien a narrarla: eso es más importante que la sustancia de la propia narración”, sostiene el narrador al principio de la misma. Y es que el personaje, en tanto que narrador, también se reviste de ironía y sarcasmo, con jugosos comentarios metaficcionales.
Los príncipes nubios se sostiene magníficamente sobre un doble juego que, sin poner nunca en peligro el ritmo ágil y vivo del relato, bascula entre el pasado inmediato y el presente: breves evocaciones de la vida del personaje (en clave bufa si referidas al orbe familiar o íntimo) y la reconstrucción de su aventura como cazador (que no se nos dan ordenadas cronológicamente sino que más bien afloran de un modo azaroso, como imprevistos o simples ocurrencias mentales) alternan con una intriga de corte detectivesco que cubre el presente narrativo y cuyo desenlace explica el final de este cazador cazado o atrapado.
Moisés Froissard tiene además la habilidad de sacar a flote lo peor de cada persona, de servir de espejo deformante de todo aquel que se le acerque, de modo que a la visión del desorden general del mundo en que se mueve se suma la pestilencia que emana de las personas que están a su alrededor, entre las que destacan la Doctora (su jefa y gestora de la sede barcelonesa del Club) y Luzmila (ex modelo olímpica y ahora cazadora) como dos personajes muy fuertes Venus mecánicas de hoy y redondamente trazados, que contribuyen a subrayar la pertinaz y sistemática degradación que recorre el mundo apresado en estas páginas, del que la imagen de una Málaga invadida por la basura tras una prolongada huelga de basureros sirve de espléndida metáfora: “Pude ver allá abajo cómo la basura se había apropiado de la arteria principal que corre paralela al paseo marítimo, donde cientos de coches habían quedado aprisionados. En el paseo marítimo también había miles de bolsas de basura rotas, mierda desperdigada por todas partes […] una ciudad enterrada en su propia basura”.
Ahora bien, “todo relato debe contar una transformación, una metamorfosis”, sostiene el narrador. La de este joven le llega justamente al contemplar el amor y al descifrar una voz que le llama canalla. Claro que, antes de despedirse del lector, rubrica: “y aprobando el insulto, pronuncié: Moisés Froissard Calderón, La Florida 15, tercero B, canalla. Casi daban ganas de hacerse una tarjeta de visita con esas señas”. ~
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