Noches en vela: 2002 y 2016

Traductores de la utopía relata cómo la izquierda de Nueva York se enamoró de la Revolución cubana. Una lección que ayuda a analizar el entusiasmo que sigue despertando en otras latitudes.
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Retomo una historia conocida por los lectores de Letras Libres. En 2002, con motivo de la presentación del número cubano de la revista en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, los presentadores mexicanos –Roger Bartra, Julio Trujillo y el de la voz– sufrimos en carne propia aquello que en la isla se conoce como un “acto de repudio”. Entre los cubanos a quienes les tocó sufrir ese tratamiento endémico estaban el novelista José Manuel Prieto y el historiador Rafael Rojas. Siguiendo las instrucciones de Bartra, viejo lobo, los agredidos nos mezclamos entre los agresores, resignados a sus insultos y diatribas, más mesurados gracias al cara a cara, contra lo que habría yo supuesto.

El secuestro duró hora y media pues la entonces directora de la feria, castrista complaciente como lo son numerosos mexicanos, presenciaba el numerito desde el fondo de la sala. Armada de un arcaico wokitoki, se las agenció para que las puertas, situadas a nuestras espaldas y por las cuales habríamos podido salir, permanecieran cerradas durante nuestro escarmiento a manos de los militantes de la Unión de Jóvenes Comunistas de Cuba y del comité solidario con la dictadura en aquella ciudad. El 26 de noviembre de 2016, ni veinticuatro horas después de la muerte de Fidel Castro, algunos de aquellos agresores habrán escuchado a Raúl Padilla apelando al juicio de la historia para el fallecido Inmorible e inaugurado su exitosa feria con una frase inimaginable en 2002: “Las ideas no pueden florecer en el totalitarismo.”

Lo de 2002, en efecto, para mí fue “un numerito”. Nada tuvo de heroico. Al día siguiente de los hechos, la enérgica protesta de Enrique Krauze, director de Letras Libres, obligó a la FIL a organizar una suerte de desagravio. No era la primera vez que me ocurría algo parecido. Dos años antes, en Monterrey, durante el encuentro anual de escritores, califiqué de “pornográfico” que se invitase a una delegación oficial cubana a una reunión destinada, según recuerdo, a discutir la libertad del escritor. Los castristas –encabezados por Miguel Barnet, quien ya lleva sus añitos al frente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, la funesta uneac– pidieron que el encuentro condenara mis palabras oprobiosas y se deslindara de mí como réprobo. La directora del encuentro tuvo la gallardía de aclararle a Barnet y a su séquito que en mi calidad de ciudadano mexicano gozaba yo de libertad de expresión. Eso sí, nunca más me invitaron a esos encuentros. Lástima, eran divertidos. Al día siguiente, la escritora argentina Luisa Valenzuela se negó a compartir conmigo la mesa del desayuno. Me retiré y la dejé con sus camaradas.

La impunidad de aquellos reventadores no se debía al capital ya menguante, hace quince años, del poder cultural cubano sino a la servidumbre de su afición local. Son quienes se desgarran rutinariamente las vestiduras ante los crímenes, reales o imaginarios, del Estado mexicano al tiempo que lloran la muerte del tirano Castro, en cuyo reino la mayoría de ellos no habría sobrevivido ni un mes, a menos de que fuesen reclutados como soplones o como carceleros.

Rafael Rojas (Santa Clara, 1965) es un hombre cordial, es decir, regido por el corazón. Es uno de los intelectuales latinoamericanos más respetados y se ha empeñado en documentar la historia cultural y política de la literatura cubana, lo mismo que el derrotero del liberalismo y el conservadurismo entre nosotros. Vive en México desde 1996 y su último libro, Traductores de la utopía, lo dedica a contar cómo la élite marxistizante de Nueva York se enamoró y se desenamoró de la Revolución cubana.

Antes de entrar en materia vuelvo a Guadalajara en 2002. Tras el incidente, Rafael Rojas, si recuerdo bien (pues no he tenido la osadía de preguntárselo), debía reunirse con su hermano –hasta la fecha un alto funcionario cultural de la isla y probablemente uno de los organizadores del acto de repudio–, con el cual acaso abrió un paréntesis familiar, quizá no. Aquel desvelo mío en la Guadalajara del invierno de 2002 se debió a la pregunta de cómo vive “un alma bajo el totalitarismo”, parodiando el título de Oscar Wilde, pues esa sociedad se ceba tanto en quien expulsa como en quien encierra. No soy, me consuelo, el único en carecer de respuesta ante cuestiones tan espinosas. François Furet, excomunista, y Jean-François Revel, viejo socialista, concordaban en su abominación del bolchevismo pero diferían en las razones que tenían los intelectuales franceses –habiendo vivido en democracia buena parte de su vida– para enamorarse, contra todas las evidencias surgidas del horror concentracionario, de la urss y su sistema satelital.

Según Furet, siguiendo la interpretación opiácea de Raymond Aron, se trataba de una ilusión pública o de una alucinación colectiva. Para Revel fue, llanamente, vileza humana: emulación de licantropía contra el semejante, excitación criminal por confiscar lo ajeno, empezando por la vida del otro. Algunos, sin duda, concedía Revel, fueron tontos útiles o ignorantes consuetudinarios. La mayoría no: eran militantes al tanto de las carnicerías y las justificaban impávidos gracias a las célebres “aventuras de la dialéctica” (Merleau-Ponty). Admiraban a quienes estaban en condiciones de saltar al bosque como hombres lobos del hombre.

En el acto de repudio de 2002 vi gente en ambos estados de ánimo. Durante un rato era evidente que, sobre todo los mexicanos adherentes, nos habrían linchado si las circunstancias históricas se lo hubieran permitido. Pero cuando abrieron las puertas y “los enemigos del pueblo cubano” fuimos liberados, la ilusión –en efecto– se disipó como un sueño, pesadillesco para nosotros y gozoso para ellos: una guapa muchachita cubana organizó varias rondas de fotos del satisfecho grupo repudiador. Cayó el telón para Bartra, para Trujillo y para mí. El ánimo con que Prieto y Rojas se dirigieron a cenar con propios o extraños, o a mal dormir, debió ser otro.

¿Qué clase de amor le profesaron los neoyorquinos a la Revolución cubana? Averiguarlo es la única manera de entender su distanciamiento posterior y hasta su indiferencia, si entiendo bien la filosofía liberal y hasta “socialista” –calificación entonces moral antes que política– de John Stuart Mill, tan presente en toda la obra de Rojas.

Como le suele suceder al “liberalismo” estadounidense, muchas de sus simpatías por el llamado Tercer Mundo o de sus vergüenzas por los crímenes de la república imperial obedecen a necesidades sentimentales de hacer ajustes internos con su no tan supuesta no historia y con su obviada tradición revolucionaria. Hubo de ser Hannah Arendt (que venía de Heidegger y huía del nazismo) quien hiciese una comparación sesuda entre la fundación revolucionaria de los Estados Unidos y la Revolución francesa, a la que precedió trece años, dato olvidado con frecuencia y aún más molesto para los ingleses, quienes ya ni siquiera se toman la molestia de recordarles a los continentales que su Gloriosa Revolución fue en 1688.

Rojas toma nota de que en On revolution (1963), escrito por la tía Hannah durante la crisis de los misiles, fue ofrecido de origen como ponencia para un seminario de Princeton inaugurado precisamente por el joven héroe revolucionario Fidel Castro en abril de 1959. En aquel ensayo, la filósofa, bastante indiferente de todo lo que se alejase de Berlín, Moscú o Nueva York, no se ocupa de Cuba ni de su revolución. Sí lo hizo otro judío de origen alemán, Waldo Frank, nacido en Nueva Jersey diecisiete años antes que ella, autor de un libro por encargo titulado Cuba. Isla profética (1961). Frank, uno de esos estadounidenses cuya buena voluntad suele ser desastrosa, cobró el dinero pero su trabajo nunca se publicó en La Habana. Los hechos lo tornaron anacrónico y resultó ridícula su hipótesis de que aquella revolución era el destello de un nuevo humanismo hispanoamericano.

Empero, la inteligentísima Arendt nutrió a otros “humanistas”, como Carleton Beals, ese amante de la Revolución mexicana (cuyas relaciones, no tan armoniosas como se cree, con su hija cubana podrían ser un libro próximo de Rojas), de un concepto de “totalitarismo” incubado en el primer castrismo. Todavía en 1970 (murió en 1979), este famoso liberal gringo soñaba con un orden social cubano distinto al soviético. Aún menos tiempo de calibrar su entusiasmo tuvo C. Wright Mills, el autor del bestseller Escucha, yanqui, cuyo encendido apoyo a la Revolución cubana terminó precozmente, junto con su propia vida, en 1962.

Frank, Beals y Mills creyeron en el Castro anticomunista o tercerista de 1959 y es probable que hasta pensaran en ese entonces que el futuro dictador no era realmente un marxista-leninista, a diferencia de su hermano Raúl, hoy heredero absoluto del desvencijado trono. La conversión de la Revolución cubana primero al socialismo en 1961 y luego al sovietismo, fatal cuando Castro respaldó la invasión de Checoslovaquia en 1968, interrumpió la creencia de los viejos humanistas en el carácter lincolniano, digo yo, de la transformación isleña. Tras el fracaso de los “confederados” en Bahía de Cochinos, la Cuba que se arrancaba las cadenas de la esclavitud hubo de ser examinada por aquella vieja guardia liberal desde la óptica de la Guerra Fría. Quedaba la culpa. ¿Se habrían arrojado los barbudos a los brazos, al final blandengues, según Guevara, de Nikita Jruschov, por culpa de la endémica y grosera codicia yanqui por la Cuba-Casino?

La izquierda radical, sobre todo la de origen trotskista que dio pie a los originales “New York intellectuals” de Partisan Review, ya se había mudado si no al anticomunismo al menos al antiestalinismo, periplo que la guerra de Vietnam descarriló. El desprecio que Mary McCarthy sentía por su propia democracia la volvió ciega ante el régimen de Hồ Chí Minh. Ponía por delante la atrocidad de la aventura estadounidense en Indochina, aunque, según cuenta el malévolo Paul Johnson –tras haberse tomado un café con Mary en París en 1968–, era del todo ignorante, como si sus años trotskistas no hubieran servido para nada, de la naturaleza del comunismo vietnamita. En ese sentido, la diferencia de títulos entre la versión de Princeton y la del fce del libro de Rojas tiende al equívoco. No son propiamente “the New York intellectuals” los personajes del historiador cubano-mexicano sino sus hijos, como Michael Walzer y su Dissent o Susan Sontag, quien heredó la alcurnia de Partisan Review.

Todavía en 1969, al tanto Sontag de que Cuba cumplía ya con casi todas las características soviéticas, la escritora confiaba en que los dirigentes cubanos, subraya Rojas, estaban obligados a corregirlas porque el socialismo en el trópico tenía que ser, por imperativo categórico, distinto. Es más propio el título en español que alude a “la nueva izquierda de Nueva York” como traductora para el público de esa ciudad al principio tan entusiasta de aquella utopía. Kennedy y Castro, según decía entonces el habitualmente sagaz Norman Mailer, acabarían compadreando tras dar por finiquitada la Guerra Fría.

Humanistas, trotskistas o anticomunistas, a los viejos intelectuales les importó poco la Revolución cubana en sí. Pusieron al imperio frente a su propio espejo: la deriva totalitaria de Cuba era uno más de los dramas interiores de la culpígena vida imperial. Y algo similar ocurrió con los otros procubanos, que asociaron a la isla con la contracultura y hasta con el jipismo, con Allen Ginsberg como estandarte, que se hizo expulsar de la puritana Cuba de 1965 por haber sido el primero en comprobar lo dicho por Cabrera Infante de que los homosexuales eran los judíos de Castro. El libro de Rojas es, necesariamente, más sobre Nueva York que sobre La Habana, cuya cercanía –para mi sorpresa–, en vez de excitar a los liberals y a los radicals gringos durante los años sesenta, los ahuyentó hacia el remotísimo Vietnam. En Indochina no había ninguna duda de quién era David y quién era Goliat.

Cuba, probable campo de prácticas para la balística atómica de los rusos, resultaba muy peligrosa, en cambio, para las élites neoyorquinas al tiempo que enigmática para los flower children californianos. Solidarizarse con la revolución aun en casa propia, como lo intuyeron Jean Guéhenno o Daniel Halèvy, suele ser un esnobismo pasajero padecido por los intelectuales, a menos que se convierta, con los comunistas en el poder, en asunto de vida o muerte. Así ocurrió en Praga, Varsovia o La Habana. Además, el ícono global, Ernesto Che Guevara, murió oportunamente en octubre de 1967 y no se libró de que Andy Warhol lo convirtiera, en lo que concierne a la Unión Americana, en algo más bien inofensivo.

(Estaba leyendo Traductores de la utopía cuando murió Castro. Pido la venia del lector para introducir este apunte lírico tomado de mi diario: Murió Fidel Castro, dictador de Cuba. Me habría gustado que viviese para verlo escrito en mármol Guillermo Cabrera Infante, exiliado en Londres donde murió. La única vez que lo vi me dijo: “Ojalá, chico, no tengas la desgracia de tener a un tirano al cual aborrecer toda la vida.” O Severo Sarduy, a quien la rive gauche le aconsejó apaciguar su anticastrismo y que soñó en París con volver a la isla, un par de noches, a despedirse de su madre moribunda, como el antiguo Heredia. O Reinaldo Arenas, a quien conocí rodeado de guardaespaldas en Madrid, temeroso de un demonio transubstanciado, decía, en la enfermedad que lo mató. Otros súcubos impidieron al alcohólico Heberto Padilla, muerto en vida, rehacerse en ese destierro temido como la peste por Lezama Lima, el genio sofocado, para hablar únicamente de los muertos. Son un puñado los amigos cubanos vivos sobre los que podría escribir, pero solo recordaré a un par. Fueron los primeros exiliados cubanos, ambos judíos, que conocí en una época donde llamarlos “gusanos” era la norma incluso entre la gente decente en México: años después, el dialogante José Kozer leerá a Wallace Stevens mientras la migra castrista espera órdenes para dejarlo entrar solo unas semanas a la isla tras 45 años en el exilio. La otra es la implacable Nedda G. de Anhalt, que hizo de cada disidente cubano un émulo de su ejemplar Alfred Dreyfus. Algunos amigos míos, intachables en su anticastrismo, desconfían, empero, de los actuales escritores disidentes cubanos que entran y salen de la isla como si para ellos no hubiera situación más perfecta y heroica que la pocilga o el cadalso, etc. Son los mismos a los que se les caía la baba escuchando las idas y venidas de los clandestinos chilenos bajo Pinochet, habilidosos revolucionarios, frente a los cubanos quedados, sospechosos de colaboracionismo. Sin duda, algunos han pactado esto o aquello. ¿Y qué chingaos? Las transiciones, y en Cuba la habrá, se hacen con ellos, con los que conocen a su policía. Enrique Lihn, que lo padeció, lo llamaba el “deshonor del exilio interior”.)

Los Panteras Negras se cocieron aparte y a ellos sí les fue políticamente útil la lección guevarista emanada de Cuba y apartada de ella por Castro, ya condecorado como un jerarca comunista estándar, que la envió hacia el Congo o Bolivia donde famosamente ocurrió el martirio del argentino. Gracias a la antológica Negroes with guns (1962), cuenta Rojas, la negritud rebelde abandonó la no violencia de Martin Luther King, Jr. y se enfiló hacia la violencia revolucionaria. Sin la Revolución cubana no podría explicarse Malcolm X, con quien Castro se entrevistó en el Hotel Theresa en 1960 y a quien el entonces premier (alguien llamado Osvaldo Dorticós fungió como presidente de Cuba hasta 1976 y después se suicidó) le abrió la puerta al ecuménico tercermundista. Las nuevas amistades que Castro le presentó a Malcolm X provocaron, en 1965, su asesinato a manos de sus antiguos compañeros de la Nación del Islam.

Los negros radicales identificaron la agresión contra Cuba con la que ellos sufrían, perseguidos por el fbi aunque su tentación islámica (que Frantz Fanon consideró irrelevante para el futuro planetario) les impedía calibrar el anticapitalismo que los cubanos esperaban de ellos. Tuvo que crecer la influencia de Sartre y ocurrir la presentación en sociedad de su nueva estrella, el psiquiatra martiniqués Fanon, autor de Los condenados de la tierra (1961), para que se pusieran al día. Tras Malcolm X vino Eldridge Cleaver, cuya Alma en el hielo (1968) no alcanzó a convertirse en la biblia del nacionalismo negro, pues ese mismo año, en julio, Stokely Carmichael llamó a la rebelión armada de los negros contra los blancos en Estados Unidos. Faltaba un mes para que el Partido Comunista de Cuba aplaudiese la entrada de los tanques soviéticos en Praga. Como dice el dicho, “el comandante mandó parar” y las Panteras Negras fueron desautorizadas, junto con otras cepas de los odres guevaristas, por La Habana. Había que construir el socialismo en una sola isla.

No quisieron ver aquellos héroes trágicos de la negritud que el de la Revolución cubana era uno más de los regímenes criollos y racistas de la isla. Desolados ante la ortodoxia estrenada por Castro, nos dice Rojas en Traductores de la utopía, veneraron a Mao o vagabundearon en el tercermundismo árabe o africano. Cleaver murió mormón y reaganita. El mejor recuerdo que los intelectuales de Nueva York guardaron de la Revolución cubana no fue el compromiso de Sartre, sino la ruptura de Ginsberg, apunta, lúcido, Rojas. Cuando el poeta del Aullido dejó ver en Castro a un símbolo homoerótico y lo descubrió como el caudillo machista que había sido capaz de clausurar Lunes de Revolución (1959-1961), la onda cubana esfumóse de Greenwich Village.

Otros grupos retratados por Rojas son menos interesantes, como el equipo de Monthly Review (Paul Baran, Paul Sweezy, Leo Huberman), cercano al triste Partido Comunista de los Estados Unidos. Deseosos de releer a Marx sin la interferencia soviética, estos marxólogos anglosajones fueron alejándose de la órbita cubana, que mucho les interesaba hacia 1960, aunque sus teorías económicas contribuyeron al desarrollo posterior del dependentismo latinoamericano. A mitad de la década, leemos en Traductores de la utopía, un viejo conocido nuestro –entonces argentino y mexicanizado en la cárcel de Lecumberri a donde fue recluido en 1966–, Adolfo Gilly, polemizó con la gente de Monthly Review, ya entonces más abierta al trotskismo y al maoísmo, defendiendo las ideas económicas antisoviéticas de Guevara: desmonetización, cooperativas agrícolas y autonomía obrera. Al final, debe decirse, aquella polémica no sirvió de nada: ni Castro industrializó la isla a la soviética ni aplicó las herejías guevaristas. Les endulzó, con el monocultivo de azúcar, el té a los rusos y vivió de prestado hasta 1991.

Más nutricio resultó el fracaso de Pa’lante, revista de la chicana Elizabeth Sutherland Martínez y del cubanoamericano José Yglesias, ayudados por un marxista judío que los relacionó con quienes persistían en la izquierda entre los viejos “New York intellectuals”, como Alfred Kazin. El trío intentó la fusión moral entre Jefferson y Castro, acercándose a los beatniks de San Francisco, con el poeta Michael McClure como mascarón de proa. Igualmente se amigaron con la trinchera de la nueva izquierda en la isla: Pensamiento Crítico (1967-1971), revista que no resistió el impacto del caso Padilla. En 1969, Martínez e Yglesias, siguiendo al poeta beatnik, encontraron que el machismo, la homofobia y el racismo de la nueva Cuba no eran una reminiscencia del pasado burgués, sino un elemento idiosincrático del régimen burocrático impuesto por Castro contra el difunto Guevara. Esa desilusión la compartía The Village Voice de Nueva York.

La conclusión de Traductores de la utopía es melancólica. La Cuba revolucionaria recibió mucho de Nueva York y de su contracultura, escribe Rojas. En vez de emanar de Manhattan, el hongo nuclear soñado por Guevara se dispersó con el viento y hacia el sur, dotando a la isla de un repertorio crítico que abonará en beneficio de esa socialdemocratización de la isla que Rojas desea con el optimismo de la voluntad. Prefiero el pesimismo de la inteligencia, si de ponerse gramscianos se trata, pues la calidad libertaria de aquella nueva izquierda de los años sesenta me parece bastante dudosa.

Más triste aún es escuchar a Rojas decir, esta vez implacable con su cubanía, que aquello que la revolución isleña le dio a la otra isla, la de los rascacielos, fue más bien poco: la indiferencia de Arendt, los libros de buena voluntad de los viejos liberales, los extravíos momentáneos de Mailer y Sontag, la transformación de LeRoi Jones en Amiri Baraka, el desempleo militante de las Panteras Negras o el objetivismo cinematográfico admirado por el fotógrafo Leroy McLucas, quien retrató la mutación de los cubanos en una especie muy distinta al hombre nuevo guevarista. Pese a la buena voluntad de los marxistas del Monthly Review no pudo impedirse la sovietización de Cuba. La Revolución cubana llenó de culpa a los intelectuales de Nueva York. Pero, gente del imperio al fin y al cabo, se la sacudieron y pasaron de aquella frivolidad a otra.

Regreso a Guadalajara. Es medianoche del sábado 26 de noviembre de 2016 y Fidel Castro ha cumplido más de veinticuatro horas de muerto. Gustavo Guerrero y yo llegamos al bar del Hotel Hilton en busca de algún bocado para no irnos a dormir con el estómago apenas aplacado por las botanas cocteleras. En la barra, haciendo como que miran un partido de beisbol o de futbol americano, están Rafael Rojas y su mujer Ailyn. Lucen exhaustos, apuran sus tragos y, tan pronto nos saludan, se despiden. No parecen estar festejando nada como si otra vez lo que el mundo nos traduce fuera ininteligible. Pasé otra noche en vela en Guadalajara, como en 2002, meditando, un poco ocioso, acerca de qué estaría pasando por el alma del hombre bajo el totalitarismo. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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