El descarriado por la soledad

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Lo más probable es que las galeradas que a finales del 74 transporté de Barcelona a París fueron las de Prosas apátridas, artefacto literario que con el tiempo se convertiría en uno de mis libros favoritos. Beatriz de Moura, su editora en España, me dijo que ya que iba a París pasara por la casa del peruano Julio Ramón Ribeyro y le entregara esas galeradas. Creo que no había oído hablar nunca de Ribeyro, pero la misión que me habían encargado me la tomé muy en serio, como si fuera la primera responsabilidad que tenía en mi vida. Busqué al llegar a París la dirección de metro más cercana a la plaza Falguière y emprendí un largo viaje hasta la casa del escritor. Subí por una empinada escalera, llamé al timbre y Ribeyro, que estaba jugando con su hijo en el recibidor de la casa, abrió esa puerta en el acto. Yo era muy tímido. Ribeyro, por lo visto, también. “Le traigo esto”, dije. Luego he sabido, por su diario personal —La tentación del fracaso, acaba de publicar Seix Barral en España este extraordinario documento, un gran libro—, que para Ribeyro había un paralelismo entre la actividad de su hijo y la suya, entre el juego y la escritura: “El estado de ánimo que a mi hijo le conduce a los juguetes es similar al que me sienta frente a mi máquina. Insatisfacción, aburrimiento, deseo de ceder la palabra al otro o los otros que hay en nosotros mismos…”
     Ribeyro cogió las galeradas y me observó en silencio. Era alto y enjuto, me pareció que de ambigua fragilidad. “De parte de Beatriz”, añadí bastante nervioso. En los segundos que siguieron estuve esperando a que él dijera algo. Cuando me pareció que iba a decirlo, huí de allí, y lo hice a causa del pánico que mi timidez y la suya habían provocado en mí. Bajé a gran velocidad las escaleras y cuando me hallaba ya en la primera planta y sentía que iba a alcanzar pronto el aire fresco y liberador de la calle, oí de repente la voz del escritor llegando, amortiguada por la risa feliz de su hijo, desde lo alto del hueco de la lúgubre escalera.
     —Sosiéguese —oí perfectamente que me decía.
     Es paradójico. Ha pasado el tiempo y ese tímido, fugaz y frío encuentro lo recuerdo muy cálido. Ignoro de dónde viene ese calor que llega de tan lejos y llega tanto tiempo después. El caso es que el peruano tímido que aquel día me aconsejó sosegarme era alguien que, andando por el bulevar Saint-Michel, se daba cuenta de que su marcha determinaba no sólo la de las personas que venían inmediatamente hacia él —y que tenían que esquivarle— sino la de aquellas que se encontraban cinco, diez, o cien manzanas más lejos. Bastaba que él modificara su andar o que se detuviera ante un escaparate para que toda la circulación de peatones sufriera de inmediato una modificación en apariencia mínima, pero cuyas repercusiones eran literalmente infinitas. Un movimiento de aceleración o de retraso podía determinar que a cinco o diez manzanas de allí, un peatón perdiera la luz verde y tuviera que esperarse o fuera atropellado por un coche. Pero también se daba cuenta de que a su vez su marcha estaba determinada por la de las personas con las que se cruzaba o tropezaba, y vio que en realidad si él en parte dirigía, también era dirigido.
     Conoció muchos días de lluvia, muchos días extraños. Se pasó la mitad de su vida —tal como cuenta Santiago Gamboa en su prólogo al diario— sentado en las terrazas de los cafés, sobre todo cuando estaba en París, mirando a la gente a la que luego en cuerpo y alma trasladaba a sus extraordinarios cuentos en torno a personajes desdichados, sin energía, individualistas, marginados, solitarios hallados en los bulevares periféricos de la vida. También había espiado en Múnich, cuando vivió en esa ciudad una larga temporada, pero ahí de una forma angustiosa: “Aniquilado. Cerca de un mes que no recibo cartas ni de casa, ni de C., ni de París. He pasado toda la semana con la cara pegada a la ventana, espiando la evolución del cartero. El tiempo ha cambiado. Llueve”.
     Solitario con amores, hombre de ambigua fragilidad y de cara pegada a una ventana, hombre que colaboraba con su andar errante en la modificación del tránsito en los bulevares, Ribeyro sentía la tentación del fracaso, lo que le llevaba a una sensación continua de descontento y a una dura interrogación sobre si lo que estaba escribiendo tenía valor. Y al mismo tiempo a un furioso deseo de no realizar una obra maestra, por temor a que le condenara a no hacer nada más, algo que no habría podido soportar nunca, pues —tal como dice en su diario— sólo se sentía bien cuando escribía.
     Náufrago de sí mismo, vivió en el temor a la obra perfecta mientras se preguntaba si tenía valor lo que escribía. Y de este contradictorio y artístico desasosiego es testigo el magistral diario que ahora se publica, un diario de fatigas de esa frágil y al mismo tiempo poderosa figura que fue Ribeyro, especialista en llegar sin avisar, como ha ocurrido ahora con la publicación de las páginas de su diario: escritor capaz de quedarse quieto y descarriado en la terraza de un café y al mismo tiempo moverse por los bulevares modificando el ritmo del mundo. Ribeyro, tímido y genial al mismo tiempo. Y, como él mismo decía, hombre descarriado por la soledad. Nada se aprende de la soledad, opinaba Brecht. Pero, ¿podría también decirse que nada se crea en el estudio del solitario? No hay duda de que la soledad creó el diario de Ribeyro. Una soledad, como el diario, muy grande. Y es que ella siempre tiene mucho sitio en su casa, es muy hospitalaria. Todos sabemos que la soledad no es sólo espiar al cartero. ~

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