Cuando me enteré del fallecimiento de Robin Williams, dudé en hacer pública mi anécdota con el actor. ¿Qué podía aportar mi fugaz encuentro con Williams al alud de tributos de sus mejores amigos y colaboradores, en entrevistas, talk shows, blogs, tumblrs, posts y tuits? Finalmente decidí dejar este granito de arena. Creo que es significativo.
Era una noche brumosa en Los Ángeles. Iba a dar una plática sobre Lubitsch en la Universidad Loyola Marymount, titulada “Lubitsch y yo: un romance en la butaca”. Por desgracia, un almuerzo de tacos espurios me impidió salir de mi cuarto por varios días. Eventualmente, tomé fuerza y, tras zamparme una cantidad industrial de Pepto Bismol, caminé al Walgreens más cercano, en busca de Gatorade, cigarrillos y revistas. Me encontraba en el pasillo de golosinas y bebidas, dubitativo, sin saber qué color de Gatorade tomar, cuando de pronto vi a Williams. Vestía gabardina de lana y unos pantalones de mezclilla aseñorados, similares a los míos. Lo único que ocultaba su rostro era una boina, ajustada a la mitad de la frente. Escogía shampoos y (por lo que escuché cuando llamó a un dependiente de la farmacia) también buscaba un peine. Me sorprendió la dulzura de su voz y la gentileza con la que trató al joven hispano que se acercó a ayudarle. Al final, añadió un “por favor” y, cuando le indicaron dónde hallar el mejor peine, inclinó la cabeza con un gesto dócil y reverencial.
Anonadado por su amabilidad, tomé un Gatorade azul (después me arrepentiría de no haber escogido un sabor más neutro, como naranja o lima limón) y seguí a Williams, con sigilo, por la tienda. Era tarde y no recuerdo haber visto otros clientes ahí. Lo vi escoger un peine y un cepillo. Examinaba las cerdas con detenimiento: pasó sus dedos a través de ellas y después las examinó contra la luz. Quizás buscaba un cepillo más suave. No sé. Hasta la fecha me lo pregunto.
Lo seguí a la caja. Por su caminar deduje que Williams era un hombre a la vez luminoso y lúgubre, alegre y melancólico. Antes de pagar, me adelanté para estar frente a él. Anudé mis agujetas antes de formarme y Williams me rebasó, no sin antes musitar un “con permiso”. Lo dijo con simpatía y naturalidad, como solo los grandes dicen “con permiso”. Conmovido, tomé aire, y lo vi esperar a que la cajera lo llamara, mientras hojeaba un ejemplar de la revista People. Había angustia en su mirada: prueba de cómo los carroñeros de la prensa pueden lastimar a un alma tan noble. Quizás en el fondo no quería la fama.
Williams dejó la revista en un estante y caminó a la caja, donde se acomodó la boina y colocó su peine, su cepillo, su shampoo y una bolsa de cacahuates sobre el mostrador. La chica que lo atendía no lo reconoció (¡!), pero esa indiferencia no pareció molestar a Williams, quien sacó su cartera (una cartera modesta, común y corriente) y pagó en efectivo. Lo admito: pensé que pagaría con tarjeta, pero no fue así. Williams no era un hombre de desplantes.
Salió de la farmacia, dejando una estela de calor a su paso. Aunque no lo había reconocido, era evidente que haberlo tratado por un instante suavizó el carácter de la cajera, que me ofreció unos chicles (en promoción) por solo un dólar extra. Los compré y regresé sonriendo al hotel, dándole gracias a la vida por regalarme ese momento inolvidable. Después me encerré en el baño hasta la madrugada.
Profesor adjunto de Cinema Studies en la Universidad de Edmonton. Autor de Kinesis o no Kinesis: ¡Cinema Verité!