El enemigo invisible

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"Ahora todos somos estadounidenses", proclamó el periódico francés Le Monde en reacción a los ataques del 11 de septiembre. Menos de un año después es inconcebible que una de las voces más destacadas de la izquierda europea repita esta declaración de solidaridad. ¿Qué pasó en tan breve periodo para que la expresión de semejante sentimiento haya perdido vigencia?
Durante un corto periodo después del 11 de septiembre, algunos observadores creyeron que el gobierno de Bush limitaría su tendencia a la acción unilateral al reconocer la necesidad de tener aliados para ganar el nuevo tipo de guerra que afrontaba. Estos ilusos se habrán percatado muy pronto de su error, cuando Washington decidió cómo llevar a cabo la guerra en Afganistán. Nunca hubo una posibilidad realista, desde luego, de que Estados Unidos aprovechara el apoyo de que gozaba en el Consejo de Seguridad, para emprender el conflicto armado bajo la autoridad de las Naciones Unidas. Semejante deferencia ante el organismo internacional le resulta abominable a muchas de las principales figuras del gobierno de Bush. Pero había otra posibilidad. Inmediatamente después de los ataques terroristas contra Nueva York y Washington, la OTAN declaró en forma unánime que estos también eran ataques contra todos sus Estados miembro. Así manifestó su disposición de ir a la guerra en Afganistán la poderosa alianza que había conducido, con éxito, la guerra de Kosovo apenas dos años y medio antes. Washington también rechazó esta oportunidad. A los oficiales del Pentágono les había molestado la necesidad de consultar a sus aliados de la OTAN sobre temas como los objetivos de bombardeo en Serbia. En vez de tener que aguantar de nuevo esta clase de intromisiones, Washington decidió ir solo a la guerra. Los británicos y otros que quisieran unirse eran libres de enviar a sus ejércitos, pero no tendrían voz sobre las acciones de Estados Unidos en Afganistán.
     Muchas personas previeron que la guerra de Afganistán se empantanaría. Después de todo, señalaron los incrédulos, ni el Imperio Británico logró someter a las feroces tribus afganas, y Afganistán había sido, para la Unión Soviética, un fracaso tan desdichado y costoso como Vietnam para Estados Unidos. Si desplegaba gran número de tropas de infantería, sufriría intolerables bajas y, como había pocos blancos de bombardeo —se decía—, una guerra aérea como la realizada contra Irak, Bosnia y Kosovo tendría poca eficacia. Estas predicciones resultaron estar lejos de la verdad. Los talibanes se habían hecho muy impopulares por la represión que ejercían, y pronto los echaron. La decisión de Estados Unidos de ir solo a la guerra se reivindicó mucho antes, y con mayor decisión de lo que habría podido esperar el gobierno de Bush. El efecto ha sido reforzar en Washington a los responsables de lo que Chris Patten, comisario de la Unión Europea para Relaciones Exteriores, llamó una "marcha unilateral".
     Uno de tantos ejemplos que cabría citar es la decisión de Washington de no suscribir el tratado para la creación de un tribunal penal internacional, lo que constituyó un arrogante rechazo a aceptar la obligación de Estados Unidos de sujetarse a las normas de esa corte. Aunque Estados Unidos ha sido el principal promotor de la creación de tribunales penales internacionales especiales para la antigua Yugoslavia y Ruanda, ha amenazado con utilizar la fuerza para rescatar a cualquiera de sus ciudadanos que fuese retenido para que se lo sometiera a juicio ante el tribunal penal internacional que comienza a funcionar en 2003 en La Haya. Este reiterado desdén por las instituciones y la opinión internacional, aparentemente agudizado desde el 11 de septiembre, es lo que hace parecer tan falta de vigencia la declaración de solidaridad de Le Monde.
     Si bien la izquierda europea ya no manifiesta su simpatía por las víctimas estadounidenses del terrorismo, en Europa la traducción de ese cambio de actitud no es tan espectacular como en otras partes del mundo. En los países árabes la oposición a Estados Unidos probablemente es hoy más intensa que nunca. Claro que la causa principal es el apoyo absoluto de Washington a Israel en la sangrienta lucha actual.
     Un periodista palestino amigo mío me señaló que los noticieros de la televisión de los veintitrés países árabes cada vez son más sofisticados. Anteriormente un anunciador leía las noticias teniendo como fondo un mapa. Ahora ya no. Ahora los noticieros de la noche de todos los países árabes están por completo ocupados con imágenes transmitidas por satélite en las que se ve al ejército israelí enfrascado en el pandemónium contra los palestinos. El efecto buscado es acumular un odio febril contra Israel, y contra Estados Unidos por ser su poderoso aliado. En medio de todo esto, la descripción que hizo el presidente Bush de Ariel Sharon como "un hombre de paz" estará presente en el mundo árabe durante mucho tiempo. Washington ha seguido en el Medio Oriente una política de aparente desdén no sólo de la opinión árabe, sino también de las actitudes de los europeos, que consideran a Sharon un instigador de la actual violencia.
     Si bien el gobierno de Bush parece inclinado a proseguir políticas que producen un sentimiento de oposición a Estados Unidos, está anotándose muchos éxitos en la guerra contra el terrorismo. El rápido derrocamiento del gobierno talibán no sólo elimina la guarida y centro de capacitación de Osama Bin Laden y sus seguidores, sino que probablemente también sea un poderoso factor de disuasión para todo gobierno al que se le ocurriera permitir usar su territorio a fin de organizar ataques contra Estados Unidos. La reciente actitud de colaboración del Sudán, anterior base de Bin Laden, indica que han aprendido la lección. Al Qaeda probablemente no esté acabada y podría reproducir su estructura orgánica deteriorada, pero a partir de ahora le resultará mucho más difícil lanzar sus ataques.
     También parece muy poco probable que nadie pueda reproducir la utilización de aviones secuestrados como misiles contra edificios públicos. El refuerzo de la seguridad en los aeropuertos, la protección del acceso a la cabina de los pilotos, la preparación de éstos para resistir y la probabilidad de que los mismos pasajeros traten de frustrar a los secuestradores se conjugan para hacer muy difícil que alguien repita lo que diecinueve hombres perpetraron el 11 de septiembre. Quizá estemos a salvo de la repetición de esa catástrofe.
     Sin embargo, mientras escribo, el gobierno de Bush no cesa de reiterar que pueden reproducirse los ataques terroristas. Algunos estadounidenses están modificando sus hábitos a causa de la ansiedad. Muchos más prosiguen como siempre su vida cotidiana, con cierta resignación a la posible repetición de esos ataques, y viendo que es imposible prever el momento, lugar y modalidad en que ocurrirían, consideran que no tiene caso modificar sus costumbres por tratar de protegerse. Casi todos aceptan que habrá más incidentes terroristas. Aunque ahora pueda ser difícil secuestrar aviones, siguen siendo una amenaza los carros bomba, los camiones bomba o las armas almacenadas en contenedores de carga. Y destaca la vulnerabilidad de Estados Unidos, y la incapacidad de un pueblo tan consciente de la seguridad y en agudo estado de alerta como son los israelíes para impedir los atentados suicidas de personas que llevan mochilas o cinturones atestados de explosivos.
     Parece probable que muchos de los blancos de los futuros ataques terroristas sean los estadounidenses que vivan o anden de viaje fuera de Estados Unidos. Por supuesto que ya se han dado estos casos: marineros en el Yemen, empleados de embajadas en el África oriental, soldados en Arabia Saudita, gente que asistía a una iglesia y un periodista en Pakistán, entre otros. (Otros occidentales también han sido víctimas de este tipo de ataques, como sucedió en mayo en Karachi, cuando un coche bomba explotó al lado de un camión y mató a catorce personas, incluidos doce ingenieros franceses que trabajaban en un proyecto para el gobierno de Pakistán.) Lo que no habíamos visto hasta ahora son ataques con la repugnante frecuencia de los atentados suicidas en Israel, en los que una cifra desproporcionada de víctimas son jóvenes y niños. Para que suceda algo de este tipo uno se imagina que el requisito principal es cierta dosis de lo que hay en los territorios palestinos: una comunidad que se siente profundamente herida y humillada, y que alienta y apoya a los que están dispuestos a ser "mártires" y a sus familias, y califica la despreciable acción de asesinar a civiles inocentes como acto heroico. Otro ingrediente necesario para que se dé ese tipo de terrorismo parece ser un profundo resentimiento contra aquellos a quienes se identifica directamente como agentes de la persecución debido a su raza, religión o nacionalidad, o como culpables no inmediatos de ella debido al respaldo que el gobierno de su país de origen le otorga.
     Desgraciadamente no escasean los pueblos que se reconocen como víctimas. Ni faltan los que atribuyen su sufrimiento y el de sus semejantes al gran Satanás, es decir,  a Estados Unidos. Con el poderoso ejemplo de los jóvenes palestinos, que superan el gran poder militar de Israel con sólo entrar en los mercados, autobuses, centros comerciales y cafés con explosivos atados a la cintura, uno se pregunta cuánto falta para que se utilice la misma táctica contra el coloso de América.
     Además de librar una guerra contra los talibanes y Al Qaeda en Afganistán y mejorar la seguridad en los aviones, Estados Unidos ha hecho una serie de cosas desde el 11 de septiembre para proteger a sus ciudadanos del terrorismo. Ha incrementado su gasto militar, incluso en cuestiones como la defensa contra los misiles. Ha fortalecido su alianza con diversos gobiernos, como Rusia, China, Uzbekistán y Pakistán, con los que antes mantenía relaciones más bien frías, en parte al menos por las prácticas represivas de sus regímenes. De manera equivalente, Estados Unidos ha intensificado sus denuncias contra otros gobiernos, como Irak, dejando clara su intención de ponerle fin al régimen de Sadam Hussein. Ha fortalecido lo que hoy se denomina su "defensa doméstica" con nuevas medidas de seguridad en el país. Y ha adoptado otras providencias que limitan las libertades civiles en el propio Estados Unidos, entre las cuales destacan los nuevos poderes para detener a los extranjeros sin mayores trámites judiciales.
     Incluso antes de los incrementos posteriores al 11 de septiembre, el gasto militar de Estados Unidos excedía el gasto conjunto de los catorce siguientes países más ricos y representaba más del 40% del total mundial. Aunque sea difícil ver la relación entre gastar en defensa contra los misiles y las amenazas actuales contra la seguridad de Estados Unidos, como las que plantea el terrorismo, la hegemonía militar de la que hoy disfruta Estados Unidos fue evidentemente un factor que intervino en la rápida victoria contra los talibanes y en la tarea de disuadir a otros países de proteger a grupos como Al Qaeda. A este respecto, por lo menos, la decisión del gobierno de Bush de incrementar todavía más su gasto militar parece racional en la situación actual.
     Desde este punto de vista son más problemáticas las alianzas fortalecidas de Estados Unidos con diversos regímenes represivos. Por una parte, era una obvia ventaja para Estados Unidos contar con la colaboración de los regímenes de los presidentes Musharraf de Pakistán y Karimov de Uzbekistán para emprender la guerra en Afganistán. Por otra parte, estos regímenes son objeto de gran hostilidad por parte de algunos sectores de su propia población, misma que hoy, por extensión, toca también a Washington, lo que sólo intensifica la inseguridad de Estados Unidos.
     La demonización de los tres países que componen el llamado por Bush eje del mal, y la insinuación de que están relacionados entre sí, también ha venido a ser un problema. El régimen de Saddam Hussein en Irak sin duda es el peor del planeta. Ha perpetrado crímenes contra la humanidad en perjuicio de grandes sectores de su propia población, como los kurdos del norte, los chiitas del sur y los árabes de los pantanos del sudeste; ha exterminado implacablemente toda disidencia interna; invadió el país colindante de Kuwait; ha utilizado gases venenosos contra sus enemigos externos e internos, los iraníes y los kurdos, y ha violado los acuerdos de las Naciones Unidas relativos a la inspección de sus armas de destrucción masiva. El que sea una buena idea emprender una guerra contra Irak es discutible, pero no cabe duda de que hay bases para calificar de maligno el régimen de Saddam y tratar de derrocarlo.
     La situación es mucho más complicada con Irán y Corea del Norte. En Irán existe una lucha interna desde hace muchos años entre el régimen fundamentalista de línea dura y los reformistas que apoyan en general al presidente Khatami. Si bien la línea dura ha venido predominando, su ejercicio del poder se ve limitado por la conciencia de que Khatami y los reformistas disfrutan de un gran apoyo popular. Al echar a Irán en el mismo saco que Irak como regímenes del mal se fortalece a la línea dura y se atiza de nuevo el resentimiento nacionalista contra Estados Unidos. Aquí también es cuestionable esta estrategia para combatir el terrorismo.
     Respecto a Corea del Norte, aunque alguna vez patrocinó el terrorismo principalmente contra Corea del Sur, nada indica que haya mantenido esta trayectoria en los últimos años. La inclusión de Corea del Norte en el eje del mal ha limitado el intento del gobierno de Corea del Sur del presidente Kim Dae Jung de lograr una apertura del régimen más cerrado del planeta. Dado el carácter estrambótico e insular del gobierno de Pyongyang, eso está lejos de ser fácil. Complicar más los esfuerzos de Kim no parece una muy buena forma de combatir el terrorismo.
     Por último, el gobierno de Bush no ha demostrado que haya conexión alguna entre los regímenes de Irak, Irán y Corea del Norte. Etiquetarlos de "eje" parece ser un mero recurso retórico.
     Es evidente la necesidad de nuevas medidas de seguridad en Estados Unidos, del tipo que dificulten que los terroristas tengan acceso a materiales peligrosos o a lugares donde pueden hacer mucho daño. Claro que es inevitable que esas medidas causen inconvenientes a los demás, y siempre se corre el peligro de que su ejecución despierte resentimiento por sus definiciones raciales. En la vida contemporánea es necesario hacer esfuerzos concienzudos por promover la seguridad nacional, siempre que se tenga cuidado de reducir las causas de esas quejas. Respecto al establecimiento de nuevos mecanismos para coordinar mejor las actividades de diversas instituciones, a fin de ocuparse de los distintos elementos de la seguridad en el país, no está en duda su necesidad.
     Las medidas que limitan las libertades civiles son algo por completo diferente. En su mayor parte, no es evidente que fomenten la seguridad. Un ejemplo es la detención secreta de muchos cientos de extranjeros desde el 11 de septiembre. El gobierno de Bush ha resistido tenazmente los esfuerzos desplegados en los tribunales para obligarlo a revelar la identidad de los detenidos o permitir el acceso del público a las audiencias en las que se revisa su condición migratoria. En ninguno de esos casos se ha explicado en qué forma la reserva promueve en efecto la lucha contra el terrorismo, y la relación no es evidente. Esas limitaciones de la vida civil producen inevitablemente oposición de los directamente afectados, sus familias y amigos. Es más, actos como la negativa de aplicar la Convención de Ginebra a los prisioneros capturados en Afganistán, y la detención aparentemente perpetua de cientos de ellos en una suerte de limbo jurídico en Guantánamo, ponen en tela de juicio en todo el mundo la defensa que proclama Estados Unidos de los derechos humanos. También en esto parece que las acciones del gobierno de Bush estuvieran calculadas para acrecentar el resentimiento contra Estados Unidos sin ningún beneficio de compensación.
     Claro que sería ridículo sugerir que el terrorismo es producto del resentimiento contra Estados Unidos por cuestiones como la definición racial de las detenciones secretas. Lo que sea que motive a los que efectivamente participan en el terrorismo —especialmente de la manera hoy en boga, que incluye el suicidio de los perpetradores—, probablemente no pueda describirse fácilmente. Pero si se piensa que la existencia de una comunidad de simpatizantes incrementa la probabilidad del terrorismo, es del interés de Estados Unidos hacer todo lo razonablemente posible por privar a los terroristas de ese apoyo. Asegurarse la buena voluntad de Le Monde y la izquierda europea, a cuyo nombre habla ese periódico, es importante, porque algunos terroristas, incluidos algunos de los piratas aéreos del 11 de septiembre, aparentemente desarrollaron su ideología religiosa y política durante su estancia en Europa. Quizá algunos también fueran parte del público que veía los noticieros en árabe que muestran tanques israelíes destruyendo casas palestinas. Entre los futuros terroristas podría haber amigos o parientes de algún prisionero político que esté siendo torturado en una prisión uzbeka. Mientras se identifique a Estados Unidos con el villano de esas circunstancias, crece el peligro para sus ciudadanos.
     Durante la Guerra Fría, Estados Unidos a menudo consideró que le convenía establecer alianzas con regímenes indecorosos porque estaban de su parte en la lucha mundial contra el comunismo. Sobre esas bases, Estados Unidos apoyó a gobernantes como Marcos y Suharto en Asia, Mobutu y Moi en África, y Pinochet y Somoza en América Latina. En esa época se discutía acaloradamente la sensatez de esa política, pero hasta sus críticos más encendidos tenían que reconocer que tenía una base lógica. Así como Occidente se había aliado a Stalin para derrotar a Hitler, podía alegarse que es necesario pasar por alto las deficiencias de los socios o aliados mientras se emprende otra lucha de vida o muerte.
     Como lo demostró el 11 de septiembre, la lucha actual es por completo distinta. Estados Unidos apoya decididamente a Arabia Saudita y Egipto. Pero la mayoría de los piratas aéreos del 11 de septiembre eran sauditas, y su dirigente, Mohammed Atta, era egipcio. El respaldo estadounidense a sus gobiernos no logró impedirles que cometieran esos actos terroristas, y puede incluso haber contribuido a su decisión de suicidarse en forma tal que infligiera la mayor cantidad posible de dolor a Estados Unidos, país al que puede convenirle hacer alianzas con gobiernos represivos mientras emprende una guerra como la de Afganistán. Pero esas alianzas no sirven, y aun pueden ser nocivas, para tratar de impedir que los ciudadanos de esos mismos países cometan actos terroristas.
     Al hacer una lista de las medidas tomadas desde el 11 de septiembre para reducir el riesgo de sufrir ataques terroristas, brilla por su ausencia cualquier intento de ganar la batalla de la opinión pública. Por el contrario, muchas de las acciones de Estados Unidos durante los últimos meses parecerían diseñadas para atizar más todavía el antagonismo de la población de muchos países. Quizá el factor que más profundice el resentimiento en todo el mundo es el desprecio por las instituciones y las reglas internacionales. Es posible que Estados Unidos no pueda hacer nada por modificar el pensamiento de los que llegan a considerar su propia muerte con tal de dañar a los estadounidenses. Pero se puede hacer mucho por modificar el clima de la opinión en las comunidades de donde esas personas obtienen la convicción necesaria para proceder así. ~
     — Traducción de Rosamaría Núñez

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