También la todopoderosa industria editorial gala tiene en nuestros días sus outsiders, sus fran-cotiradores y sus espíritus libres. Son quizá autores aún minoritarios, aún marginales, pero que se nos antojan cada vez más necesarios para mantener cierta cordura frente al maremágnum de títulos biodegradables y efímeros.
Uno de esos autores de referencia, uno de esos auténticos artesanos de la palabra, uno de esos bienaventurados resistentes más allá de las modas y del mercado es Pierre Michon (Cards, 1945) y sus libros, al fin, acaban de instalarse entre nuestras atiborradas mesas de novedades literarias.
No se descuiden. Retengan éste nombre: Pierre Michon. Búsquenlo y disfruten ya de su primera traducción editada aquí, Rimbaud el hijo. Y permanezcan atentos porque la buena racha va a continuar durante los próximos meses con nuevas entregas de este sobresaliente nombre propio de la actual narrativa francesa.
La feliz aventura de leer a Michon en nuestro país era, hasta hace algunos meses, una opción remota y difícil, una quimera tan sólo accesible a ese cada vez más reducido club que integran los afrancesados y los francófonos. Ahora, gracias a la traducción de María Teresa Gallego publicada por Anagrama, podemos embelesarnos con el primero de los nueve libros publicados por un escritor que supone una de las aportaciones más valiosas y singulares de la literatura elaborada por nuestros vecinos del norte durante las últimas décadas.
Michon es un escritor al margen, nacido en el seno de una pequeña región un tanto olvidada del centro de Francia como es el departamento de la Creuse. Por si fuera poco este relativo aislamiento geográfico, nuestro protagonista también ha sido un autor tardío: no publicó su primer libro hasta los 37 años. Pero esa obra, Vidas minúsculas, no iba a pasar inadvertida. Al contrario, constituyó un auténtico aldabonazo creativo en un panorama editorial algo anodino y ensimismado. Entre tantos libros clónicos y rutinarios, entre tantos textos sin alma ni sentido, aquel volumen sin género definible obtuvo pronto la condición de obra de culto y, por fortuna, sus admiradores no han cesado de crecer desde que viera la luz en 1984.
Pero Michon no ha querido, ni entonces ni ahora, saber nada de los oropeles y las glorias de la sociedad literaria parisina. La suya es la tarea de un exiliado interior, de un raro. Un nómada cuya última residencia conocida es Nantes y que ha vivido siempre, en Clermont-Ferrand, Annency, Caen, París y Orleans, del mismo modo: por una mujer y con ella. Y todo ello sin urgencias, disfrutando de los pequeños placeres, de los viajes y de la geología, sintiéndose un privilegiado orfebre de la escritura. Un poco Bartleby también, pues Michon suele declarar, para impaciencia de su editor Verdier, que no trabaja plenamente en sus libros más allá de dos meses al año.
Como ha subrayado su traductora en un reciente y certero artículo, Rimbaud el hijo es una necesaria aproximación al mítico autor de El barco ebrio. Máxime porque, mediante este libro puzzle, se nos presenta a un Rimbaud "en contexto" y a través de una galería de personajes que resultan imprescindibles para alcanzar la meta final: conocer a fondo al protagonista. Porque Michon nos retrata magistralmente a un Rimbaud que trasciende su insoslayable condición de héroe de la modernidad poética y del malditismo literario. Y nos lo presenta no con una biografía novelada al uso, sino mediante un conjunto de "relatos reales". Gracias a ello descubriremos en Rimbaud no sólo al célebre y turbulento héroe tardorromántico capaz de personificar la poesía sino, sobre todo, al hijo de su época.
Si les fascina esta prosa alucinógena y vertiginosa, incontenible y airada, que muestran las páginas de Rimbaud el hijo prepárense para la ya próxima edición en España de Vidas minúsculas. Es su obra maestra. La que supuso la alternativa de Pierre Michon como prodigioso alquimista del idioma, capaz de transformar "la carne muerta en texto, el fracaso en oro". Un magistral e innovador ejercicio narrativo capaz de dar voz a los sin voz a través de ocho historias que permiten a Michon mostrar el orgullo y el desarraigo del ser humano, reinventando destinos a partir de una anécdota, de un objeto o de algunas líneas. Michon se une a esos desdichados protagonistas del pasado y, de alguna forma, al narrar sus peripecias, comparte su destino y se confunde con ellos. Ellos no son sino su mejor autorretrato porque, según declaró en una entrevista publicada en Lire a finales de los 90: "No me gusta inventar totalmente los personajes. Inventar es clonar […]. Prefiero los fantasmas, resucitar a los verdaderos muertos, prefiero los archivos."
Y esto no es todo. El editor prepara ya las traducciones de otros títulos de la factoría Michon: El rey del bosque, Vida de Joseph Roulin y Amos y sirvientes. Todo un festín. ~