Conozcan a Darwin

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La historia no ha sido benévola con las ideologías basadas en creencias evidentemente falsas sobre la naturaleza humana. El comunismo, por ejemplo, no se ve muy robusto últimamente. Desde un principio, los comunistas sostuvieron que el egoísmo humano, el gran verdugo de las utopías comunales, podía erradicarse, y conformaron la
teoría científica con base en ello. Marx insistía en que las cualidades adquiridas mediante la educación —como, digamos, una disposición más generosa— pasaban de padres a hijos por herencia biológica. Hasta 1964, largo tiempo después de que los genetistas occidentales habían desechado esta idea, todavía era una doctrina oficial de la biología soviética. De cuando en cuando los genetistas soviéticos que no lograban apreciar dicha doctrina acababan en prisión.
     Sería melodramático decir que en la actualidad el feminismo ocupa el lugar que ocupaba el comunismo a mediados del siglo XX. Aun así, resulta tentador. De nuevo, una ideología se ase a una doctrina que, para bien o para mal, no es verdadera —en este caso la idea de que el "género" es esencialmente una "construcción": que la naturaleza del hombre y la de la mujer son inherentemente más o menos idénticas. De nuevo, la falsedad de la doctrina es cada vez más evidente. Y, de nuevo, los seguidores de la ideología sólo pueden admitir esta falsedad bajo cierto riesgo —tal vez no el encarcelamiento, pero sí una recepción en extremo fría por parte de sus correligionarias.
     Por supuesto, existen las controvertidas "feministas de la diferencia". Pero incluso ellas no creen —o, por lo menos, no admiten creer— que hombres y mujeres sean inherentemente diferentes. Guardan silencio en torno a los orígenes de tales diferencias, o bien los ubican en influencias sociales tempranas.
     Mucho se ha hablado sobre la fragmentación del feminismo moderno. Además de las feministas de la diferencia (la psicóloga Carol Gilligan o la lingüista Deborah Tannen), existen las "feministas radicales" (Catharine MacKinnon o Andrea Dworkin), las liberales "feministas de la igualdad" (la juez de la Suprema Corte Ruth Bader Ginsburg o la escritora Katha Pollitt) y varias otras. Sin embargo, por muy diversas que parezcan estas pensadoras, las une un rasgo común: ninguna se interesa por el estudio bien fundamentado de la naturaleza humana, de las mentes del hombre y la mujer.
     Por "estudio bien fundamentado de la naturaleza humana" no quiero decir únicamente "fundamentado de la forma en que yo pienso que el estudio de la naturaleza humana debería estar fundamentado" (aunque, por supuesto, quiero decir eso). Me refiero a fundamentado en la comprensión del proceso que diseñó a los seres humanos: la selección natural. En particular, el campo de investigación que recomiendo a las feministas, y el cual se resisten a explorar, es una ciencia llamada psicología evolutiva. La psicología evolutiva reconoce (entre otras cosas) ciertas diferencias claras entre las mentes del hombre y la mujer. Estas diferencias no son del todo inmutables. Las feministas de la diferencia tienen razón al percibir que la cultura es importante: somos una especie bastante plástica. Aun así, muchas de las diferencias entre hombres y mujeres están más determinadas  de lo que muchas feministas quisieran, y complican la búsqueda —e incluso la definición— de la igualdad social entre los sexos.
     La aversión feminista al estudio darwiniano de la diferencia está tan relacionada con el darwinismo como con la diferencia. Después de todo, la derecha ha esgrimido tradicionalmente el darwinismo con más fuerza. Las feministas temen que una vez más se lo utilice para justificar la opresión como algo "natural", "propio de nuestros genes" y que se encuentra fuera de nuestro control. Cierto, esto es un peligro, mas no inevitable. Y por otro lado, no es necesariamente peor que el peligro alternativo: que el feminismo, como el comunismo, sucumba bajo el peso de sus absurdos doctrinales, y que los ideales loables que le dieron vida comiencen a languidecer por falta de un apoyo honesto, en lugar de alcanzar un compromiso resuelto con la realidad.
     Un típico repudio comienza mofándose de la observación darwiniana de que, en todas las especies, "las diferencias entre los sexos dependen de casi exactamente las mismas reglas; los machos son casi siempre los que cortejan…" La hembra, "con excepciones muy raras, se muestra menos ávida que el macho… Es reservada… El ejercicio de alguna elección por parte de la hembra parece una regla casi tan general como la avidez del macho". Esta es una observación vital, pues implica una lógica evolutiva (que no se comprendió hasta un siglo después de Darwin) en la que se sustentan muchas diferencias psicológicas entre hombres y mujeres.
     La observación de Darwin ha sido ridiculizada por Carol Tavris en su tan elogiado (por feministas) libro The Mismeasure of Woman. Tavris la llama "el mito de la hembra reservada". Afirma que el patrón que Darwin creyó ver no existe en realidad. Ya no podemos explicar los papeles de los sexos "apelando a la universalidad de tal comportamiento en otras especies" porque "las otras especies no cooperan".
     De hecho, sí lo hacen. Sin duda, existen muchas especies cuyas hembras no son monógamas devotas. Incluso hay especies cuyas hembras son tan agresivas sexualmente como los machos, o incluso más. Lo que Tavris parece no reconocer es la forma en que esta variedad puede reforzar específicamente nuestra creencia en una base genética que sustenta la regla general de la relativa reserva sexual de la hembra.
     Para observar este punto crucial, primero hay que ver la explicación darwiniana moderna de dicha reserva. Una hembra puede reproducirse con mucha menor frecuencia que un macho, pues lleva a cuestas la absorbente tarea de gestar y dar a luz, y quizás incluso de educar a los vástagos. Así, resulta comprensible desde el punto de vista darwiniano que la hembra evalúe cuidadosamente la calidad de los aspirantes machos —tanto su calidad genética como su capacidad y disposición de ayudar a mantener a los hijos luego del nacimiento, y esto en especies con una "elevada inversión paterna", como la nuestra. Este control de calidad ayuda a evitar que la hembra desperdicie alguno de sus pocos y arduos periodos de reproducción generando una progenie con pocas oportunidades de supervivencia.
     En contraste, para un macho la reproducción puede ser un asunto frecuente y de bajo costo; entre más parejas sexuales, más oportunidades tendrá para introducir sus genes en la siguiente generación. De allí el hecho, masivamente documentado, de que los machos de nuestra especie, al juzgar las oportunidades meramente sexuales (no maritales), sean en promedio menos exigentes que las hembras. (La documentación incluye los gustos de hombres y mujeres respecto a la pornografía y la prostitución, así como el hecho a menudo señalado de que los hombres homosexuales son, en promedio, más promiscuos que las lesbianas; ambas culturas homosexuales son un experimento de facto sobre cómo se comporta un sexo cuando no tiene que comprometerse con el otro.)
     Ahora bien, ocurre que, en ciertas especies excéntricas "de sexo invertido", los machos asumen gran parte de la carga de gestar y dar a luz. Los hipocampos tienen una bolsa en donde las hembras depositan los huevos. De hecho, estas "excepciones" ostensibles cumplen con la lógica darwiniana y la refuerzan. Son una evidencia más para afirmar que el sexo que puede reproducirse con mayor frecuencia será típicamente el más lujurioso. Constituyen una razón más para creer que las hembras humanas, cuyos periodos de reproducción son escasos y arduos, en verdad tienen una inclinación genética a ser más discriminadoras sobre sus parejas sexuales que los machos.
     La feminista Anne Fausto-Sterling, autora de Myths of Gender, no logra comprender el punto cuando menciona a los falaropos, con sus papeles sexuales invertidos, y dice sarcásticamente: "Elija su especie animal y pruebe su argumento político." Elija su especie animal y ésta cumplirá con la teoría evolutiva. La política tendrá que ajustarse a ello.
     Resulta que las hembras de nuestra especie no son, por naturaleza, del todo reservadas ni del todo monógamas. Existe evidencia fisiológica para decir que son "naturalmente" propensas a la promiscuidad y a la infidelidad bajo ciertas circunstancias. De este modo, si bien Tavris tiene cierta razón al decir que "el mito de la hembra reservada" ha muerto, se equivoca en la misma medida al implicar que esto significa que las mujeres no son por naturaleza más reservadas sexualmente que los hombres, o que la zoología reciente debilita la confianza en la comprensión darwiniana de la mente humana.
     El espacio de este artículo no me permite tratar de convencer a los escépticos de que los hombres son "naturalmente" menos discriminadores sobre sus parejas sexuales que las mujeres —o que hombres y mujeres difieren inherentemente en otras formas que a continuación examinaré. En lugar de ello, limitaré gran parte de mis afirmaciones sobre la naturaleza humana a creencias aceptadas ampliamente dentro de la psicología evolutiva —doctrinas apoyadas, entre otros, por muchas mujeres (y hombres) darwinianas que se denominan feministas. Cuando me ocupe de teorías más especulativas, las calificaré como corresponda.
     Curiosamente, dada la (confusa) asociación histórica del darwinismo con la derecha política, la psicología evolutiva presta cierto tipo de apoyo a algunas de las feministas más radicales, como MacKinnon y Dworkin. Ambas han derramado mucha tinta para decir genuinos disparates (como la insinuación teatral de Dworkin de que todo acto sexual entre heterosexuales es una violación) que desafían todo intento de justificación. Pero ambas tienen otras posiciones, de un extremismo más mesurado, que pueden justificarse mejor, de poder justificarse, en términos darwinianos.
     Consideremos el acoso sexual. MacKinnon ayudó a establecer la prueba del "ambiente hostil" para casos de acoso, y su definición de dicho ambiente es amplia; de acuerdo con sus cálculos, dos terceras partes de las mujeres que trabajan han sufrido acoso sexual. Si bien algunas feministas consideran el de Anita Hill un caso limítrofe de acoso (aunque fue una clara denuncia en contra del carácter de Clarence Thomas), MacKinnon emprendió una defensa vehemente de Hill. Comprendo por qué: se sostiene que un hombre con poder sobre Hill le hizo insinuaciones sexuales persistentes, si no es que explícitas. Es natural que Hill se sintiera amenazada. Pero sólo puedo aceptar esta opinión considerando a Hill como mujer, con el tipo de mente que la selección natural diseñó para ella. Un hombre podría sentirse incómodo ante una proposición sexual comparable por parte de su jefa, pero sería extraño que se sintiera amenazado.
     De nuevo, la lógica regresa al hecho de que las oportunidades de reproducción para la mujer son muy preciadas. Así pues, durante la evolución resultaba costoso (desde el punto de vista genético) que la mujer tuviera relaciones sexuales con un hombre con quien no quería tenerlas —a menudo un hombre que: (a) evidentemente no tenía genes propicios para generar una progenie viable y fértil, o (b) no tenía una inclinación evidente para quedarse y ayudar a mantener a la progenie. La aversión que sienten las mujeres a tener relaciones sexuales con hombres que les parecen poco atractivos es una expresión de esta lógica.
     El caso de los hombres es diferente. Tener relaciones sexuales obligadas con una mujer: (a) no era un problema durante la evolución, pues los hombres no pueden tener relaciones sexuales a menos que estén fisiológicamente excitados, y (b) no habría tenido efectos negativos amplios: el peor resultado posible para el hombre (en términos genéticos) era no conseguir el embarazo. Y pasar quince minutos sin lograr embarazar a una mujer difícilmente puede considerarse un tropiezo darwiniano importante. No existe razón para que la evolución haya inculcado en la mente del hombre una aversión a tener relaciones sexuales forzadas con mujeres.
     Así es, en efecto; yo diría que Anita Hill fue acosada sexualmente. Estuvo bajo una presión coercitiva, aunque sutil, para tener relaciones sexuales. Pero esa opinión se basa en que su mente es de mujer, y en que posee una vulnerabilidad propia de las mujeres.
     Muchas feministas, aun sin la ayuda de Darwin, han percibido esta tensión: entre más protección se les quiera dar a las mujeres, más difícil resulta argumentar que no necesitan, por naturaleza, una protección especial; entre mayor sea la frecuencia con que se las vea como víctimas, más poderosas serán las implicaciones de que son, por naturaleza, víctimas, y más débiles que los hombres. Por ello, algunas feministas se resisten a aceptar las definiciones más amplias de MacKinnon sobre el acoso sexual y la violación, así como su parecer en torno a la pornografía como agresión en contra de las mujeres. Por ello hay quien la llama una feminista "víctima" —y no sólo conservadoras como Christina Hoff Sommers, sino también feministas más cercanas a la izquierda, como Naomi Wolf. La juez Ruth Bader Ginsburg, quien como feminista liberal de la igualdad manifiesta buscar sólo un tratamiento equitativo para las mujeres, dijo tras haber escuchado hablar a MacKinnon: "Esa mujer tiene un mal karma."
     Sin embargo, las feministas de la igualdad —al igual que MacKinnon— no han logrado resolver la tensión entre proteger a las mujeres y ser condescendientes con ellas. Consideremos la decisión unánime de la Suprema Corte en el caso más reciente de acoso sexual. Involucraba a una mujer que trabajaba en una compañía de elevadores de carga y a su siniestro jefe. Él solía bromear acerca de los senos grandes, o pedirle a sus empleadas que buscaran monedas en las bolsas de sus pantalones, etcétera. La gota que derramó el vaso fue preguntarle a una subordinada si había arreglado sus cuentas citando a su cliente en un Holiday Inn.
     Al fallar a favor de la trabajadora, la Suprema Corte trató de sustentar una definición amplia del "ambiente hostil". A decir de la Corte, la víctima no tenía que probar que había sufrido un daño psicológico —sólo que "razonablemente" había encontrado los comentarios hostiles. No obstante, cediendo ante Ginsburg y las feministas de la igualdad, la Corte dictó su fallo en términos de una "persona razonable" y no de una "mujer razonable".
     Esto simplemente no se sostiene. ¿Qué siente una "persona razonable" sobre la insinuación de que él o ella cerró un trato acostándose con un cliente? La mujer promedio se siente insultada, mientras que el hombre promedio se siente entre ligeramente insultado y bastante halagado. A ella la están llamando prostituta, mientras que a él lo están llamando seductor.
     Resulta tentador desechar estas etiquetas de valor como el residuo de siglos de patriarcado, o como ecos de la dicotomía victoriana entre la Madonna (la Virgen María) y la prostituta —patologías culturales efímeras ante las que la Corte no debería condescender. Pero existe una explicación más: estos juicios morales podrían tener una base genética.
     Para empezar, los hombres tienden a considerar una historia de extrema promiscuidad como una característica muy poco deseable en una esposa, y esto encaja perfectamente con el pensamiento darwiniano. Entre más promiscua sea la esposa, menos probable será que los hijos en los que el esposo invierte su tiempo y energía lleven en realidad sus genes. En otras palabras, es más probable que los genes que incitan a los hombres a repudiar parejas duraderas promiscuas pasen a las generaciones siguientes a prevalecer sobre genes menos discriminadores. La lógica no es la misma para las mujeres, puesto que los niños que dan a luz siempre llevan sus genes (o, por lo menos, durante la evolución, antes de la alta tecnología —y eso es lo que cuenta).
     Esto no quiere decir que los hombres no consideren sensuales a las mujeres fáciles. Desde un punto de vista darwiniano, estas mujeres son, de cierto modo, fabulosas parejas sexuales, porque son fáciles de conseguir —y, recordemos, para propósitos de la proliferación genética de un hombre, entre más mujeres se puedan conseguir, mejor. Pero una mujer fácil no es genéticamente óptima para enamorarse de ella, pues invertir en sus hijos es poco recomendable. Los hombres muy rara vez admiten esto ante las mujeres —sean del tipo que fueren—, y en ocasiones ni siquiera lo admiten ellos mismos. Pero si los escuchamos cuidadosamente hablar entre ellos, notaremos  esta actitud.
     Así pues, no resulta sorprendente que la mujer promedio se resista a ser clasificada públicamente como "fácil", sin importar su grado real de promiscuidad. Durante la evolución, esa etiqueta habría acabado con las posibilidades de que un hombre invirtiera en tener hijos con ella. (Un tema general de la psicología evolutiva es el hecho de que todos pulimos nuestras reputaciones de manera natural y por todo tipo de medios, sin importar que el brillo se refleje o no en nuestro comportamiento real.)
     La idea de una distinción mental masculina, con una carga inherente y moral, entre mujeres fáciles y difíciles es sólo una teoría. Y si bien quizás impone cierta lealtad mayoritaria dentro de la psicología evolutiva (aunque sólo con matices que el espacio no me permite exponer aquí), no está tan sólidamente establecida como, digamos, la idea de diferencias sexuales en la promiscuidad. Incluso más hipotética resulta la idea de que las mujeres presentan cierta aversión natural ante las acusaciones de una licencia sexual extrema (aunque ciertamente las mujeres, en general, las rechazan más que los hombres). Aun así, entre más de cerca veamos la evidencia, más prometedora resulta esta teoría. Varios antropólogos culturalmente deterministas, en especial Margaret Mead, sostenían haber encontrado culturas exóticas en donde las mujeres eran tan propensas a la promiscuidad como los hombres, y a nadie le importaba. Tales afirmaciones se han derrumbado tras un segundo examen. El ejemplo favorito de Mead, Samoa, presentó una obsesión prácticamente masculina con la virginidad de sus parejas.
     Todo esto explica lo que para muchos es la reacción de sentido común ante el caso del elevador de carga, aun cuando pocas feministas lo admitan: la razón por la cual el comentario sobre el Holiday Inn resultó ofensivo fue porque iba dirigido a una mujer.

Lo que la psicología evolutiva sugiere es que esta relevancia del género en la ley no es una creación efímera de la cultura; los juristas bien podrían tomarla en consideración. A fin de cuentas, el problema con la formulación de Ginsburg sobre la "persona razonable" no es que conduzca a una definición limitada del acoso sexual, sino que no conduce a ninguna definición.

La verdad general que aquí se sugiere es que podemos ofrecer a las mujeres una amplia protección contra el acoso sexual basada específicamente en cierta comprensión de la mente de la mujer, o bien podemos pasar por alto las diferencias sexuales y proporcionarles una protección mucho menor.
     La tendencia de la psicología evolutiva, en el sentido de proporcionar al menos cierto apoyo para el feminismo radical, va más allá del acoso sexual. El punto de vista de Dworkin acerca de que "la deshumanización es una parte básica del contenido de toda pornografía" es característicamente exagerado, pero a la luz del darwinismo está lejos de ser un disparate. Sin duda, gran parte de la pornografía se concentra en la "prostituta", no en la "Madonna", como parte de la mente del hombre. Las fotos en Hustler no son de mujeres que un hombre querría desposar. Son mujeres cuyo atractivo no tiene nada que ver con conocerlas mejor. De hecho, son mujeres que resultan excitantes en parte porque su apariencia no exige un mejor conocimiento: parecen dispuestas a ser tratadas como carne, como objetos sexuales de una eficiencia óptima.
     Decir que los hombres ven como objetos a las mujeres fáciles no quiere decir —¡lástima!— que nunca hagan lo mismo con las felices receptoras de su afecto duradero. La tendencia masculina de proteger de manera "posesiva" a sus parejas contra las insinuaciones de sus rivales podría ser más que una mera metáfora. Para los hombres, "los mismos algoritmos mentales se activan al parecer en las esferas marital y mercantil", escriben los psicólogos evolutivos Martin Daly y Margo Wilson. De nuevo, la razón parece residir en los altos costos genéticos que la infidelidad conlleva para la víctima masculina. Como han mostrado los psicólogos evolutivos, la mujer promedio no se siente tan amenazada como el hombre promedio por la infidelidad puramente sexual de su pareja, en apariencia porque ello no constituye una amenaza tan inmediata para sus genes.
     Incluso las definiciones de violación más amplias de las feministas radicales tienen cierto mérito darwiniano. Una de las afirmaciones más moderadas de MacKinnon sobre este tema es la siguiente: "Políticamente, considero violación cuando una mujer tiene relaciones sexuales y se siente violada." Desde el punto de vista psicológico se podría afirmar lo mismo. Cuando una mujer tiene relaciones sexuales con un hombre que le ha prometido su afecto duradero (traducción darwiniana: le ha prometido un compromiso para con su progenie) y que después nunca vuelve a llamarla, la fuente evolutiva de su angustia es igual a la angustia que resulta de la violación: la mujer ha tenido relaciones sexuales con un hombre que considera (de manera inconsciente) poco digno de sus óvulos, aun cuando en este caso la consideración ocurrió después del acto, una vez que la evidencia de la indignidad del varón se puso de manifiesto.
     Sin embargo, si realmente se quiere exigir un ámbito tan extenso de protección moral para las mujeres, tendría que admitirse que éstas son diferentes del hombre y que, en cierta manera, presentan una vulnerabilidad única. Después de todo, los hombres virtualmente nunca se sienten "violados" por tener relaciones sexuales con una mujer. Un hombre puede sentirse abrumado si la mujer que ama lo abandona, pero en verdad es raro el hombre que se arrepiente del acto sexual.
     Dworkin distingue entre violación y seducción como sigue: "En la seducción, el violador se molesta en comprar una botella de vino." Otra feminista opina que la violación forma parte del comportamiento sexual normal del hombre. Algunos darwinianos estarían de acuerdo. Dirían que la violación es algo que los hombres hacen cuando fallan otras formas de manipulación. Tal comportamiento podría ser "natural" cuando los hombres con una manifiesta incapacidad para obtener una pareja de manera legítima recurren al sexo con violencia. De allí el perfil del típico violador: alguien falto de los recursos materiales y personales para atraer a las mujeres.
     Dworkin escribe: "Un hombre quiere lo que una mujer tiene —sexo. Puede robarlo (violación), convencerla de dárselo (seducción), rentarlo (prostitución), arrendarlo a largo plazo (matrimonio en Estados Unidos) o poseerlo llanamente (matrimonio en la mayoría de las sociedades)." Por muy deprimente que sea, esto le parecería a algunos darwinianos un buen bosquejo de la situación. Lo que no significa que los hombre piensen así de sus objetivos (en general, las feministas radicales atribuyen demasiada intencionalidad a los hombres); pero es un análisis funcional bastante apropiado de las emociones que sienten los hombres —desde la lujuria hasta el amor y hasta la evaporación selectiva del afecto tras la conquista.
     Francamente, la resonancia entre el feminismo radical y el darwinismo no sólo consiste en que la descripción implícita que hace el segundo de la vulnerabilidad femenina esté explícita en el primero. El darwinismo también describe a los hombres como algo semejante a los animales en que los convierten MacKinnon y Dworkin. Los machos humanos son por naturaleza cerdos opresivos, posesivos, obsesionados con la carne. No están fuera del alcance del mejoramiento cultural, gracias al hecho de que el amor, la compasión, la culpa, el remordimiento y la conciencia son partes desarrolladas de la mente, así como la lujuria y los celos iracundos. Aun así, MacKinnon y Dworkin quizá tengan razón al sugerir que el clima cultural actual ayuda poco a que los hombres mejoren.
     Esta aversión por el "determinismo biológico" (nombre incorrecto) es común a todas las ramificaciones principales del feminismo. Ni siquiera las feministas de la diferencia quieren hablar sobre las diferencias profundas. El bestseller de Tannen You just don't understand, y su reciente libro Talking from 9 to 5, dicen que los hombres, en general, se preocupan más que las mujeres por la posición y la jerarquía. Este hecho innegable se debe colocar sobre su propia base darwiniana. A lo largo de la evolución, un status elevado parece haberle ganado al macho un mayor acceso sexual a las hembras (como sucede en muchas especies, incluidos nuestros parientes más cercanos, los chimpancés). Este hecho darwiniano se ha documentado en las sociedades de "cazadores y recolectores", el modelo viviente más cercano al contexto social de la evolución humana. Dada esta relación distintivamente masculina entre el logro social y la proliferación genética, es por lo menos admisible que millones de años de evolución hayan dotado a los machos de una característica sed de poder.
     No obstante, Tannen formula su explicación para tal ambición en términos culturales. La tendencia infantil de "abrirse camino hacia el centro del escenario, desafiar a quienes lo consiguen y evadir los desafíos" es algo que "aprenden" los niños y no las niñas, porque los grupos de niños "tienden a ser más obviamente jerárquicos". En efecto, el aprendizaje tiene mucho que ver, y cada niño posee un rango de flexibilidad cuyos límites todavía no se conocen con precisión. La cultura es importante. Pero ¿explica eso por qué los grupos de niños son siempre más jerárquicos en primer lugar? El avasallador énfasis que Tannen pone en la cultura tendría más sentido si pudiera señalar una sola de las 1,200 sociedades del registro antropológico, y mostrar allí a la mujer promedio buscando una posición social y un poder político de manera tan feroz y oportunista como el hombre promedio. No puede hacerlo.
     Es lógico que las feministas liberales temieran la idea de unas diferencias innatas entre los sexos en cuanto a la ambición, pues esto pone en peligro dos principios legales del feminismo liberal. Uno es la discriminación sexual —en particular, la afirmación de que la terrible minoría de la mujer en los empleos bien pagados es en sí una prueba de discriminación. Esta lógica supone no sólo que los hombres y las mujeres están igualmente calificados, sino que buscan empleos o promociones con la misma intensidad. Si los hombres son en promedio más ambiciosos que las mujeres, esta suposición se tambalea.
     La segunda doctrina legal amenazada por la psicología evolutiva es la acción asertiva a favor de las mujeres. En ocasiones (no siempre) se justifica con bases similares: de no existir la discriminación, hombres y mujeres podrían estar representados de igual forma en los niveles más altos de la vida corporativa y gubernamental. Pero si los hombres en general trabajan más duro en cuanto al avance personal, este fundamento no funcionaría.
     Como Ridley apunta en The Red Queen, existen otros fundamentos posibles para la acción asertiva. Nuestro incipiente conocimiento de las diferencias entre hombres y mujeres podría conducirnos a favorecer cuotas para las mujeres, con base en que son menos propensas que los hombres a sacrificar el bienestar de la organización a favor del provecho personal. En otras palabras: si, según la meritocracia, la gente asciende de acuerdo con el valor real que representa para el jefe, entonces se necesitaría de la acción asertiva para hacer que el sitio de trabajo se convirtiera en una meritocracia.
     La psicología evolutiva sugiere que, si la acción asertiva para la mujer ha de estar basada en una lógica coherente, el tema de las diferencias de sexo tendría que entrar en escena. De nuevo: si las mujeres quieren una protección amplia, pueden buscarla de manera más convincente como mujeres, y no como personas.
     La fuente profunda de la aversión feminista ante el darwinismo es más amplia y vaga que los temas de política específicos. La psicología evolutiva parece presentar un panorama generalmente sombrío del orden "natural". Algunos de los hechos más horribles del mundo —los mismos hechos que atizaron la indignación feminista moderna, en primer lugar— tienen raíces biológicas. Éstas incluyen el "patriarcado" masculino que las radicales ven por doquier, y los intentos del hombre por controlar la sexualidad femenina. Incluso la hipocresía masculina, clásicamente denigrada, sobre la promiscuidad —el "doble estándar"— parece ser una herencia de la selección natural. Los hombres no sólo son naturalmente propensos a engañar a sus parejas: también son propensos a aborrecer, y por tanto condenar ferozmente, la infidelidad de su pareja. Las mujeres comparten ambas inclinaciones, pero en forma menos notoria que la versión masculina. En realidad, una mujer podría de hecho reforzar el doble rasero cuando siente que es capaz de perdonar la infidelidad sexual de su esposo, a fin de evitar lo que para sus antecesoras constituía una amenaza mucho mayor: el abandono por parte del macho, con todo y sus recursos.
     Nada de esto son buenas noticias para las feministas (ni para la humanidad). Pero tampoco son tan malas como parece. Aclarando lo que la palabra natural quiere y no quiere decir, podemos aislar las partes de la psicología evolutiva que más deberían preocupar a las feministas.
     Inferir que lo "natural" es moralmente "bueno" es un error lógico elemental, bautizado como "la falacia naturalista" por el filósofo británico George Edward Moore (1873-1958). De hecho, yo iría más lejos. El darwinismo no sólo no nos dice que el doble rasero sea moralmente correcto: nos dice que cualquier sensación intuitiva que el hombre tenga sobre su rectitud no es digna de confianza. Esta sensación es un mero vestigio de la selección natural, moralmente arbitraria hasta donde sabemos. A mi parecer, una lección central de la psicología evolutiva es que deberíamos ver con cautela nuestras intuiciones morales en general (incluida, por ejemplo, la idea de que la paga es justa); son voces no de Dios, sino de nuestros genes: ecos de nuestro creador amoral, la selección natural. Lo que es natural puede o no ser bueno, pero ciertamente no lo es en virtud del hecho de ser natural.
     Otra cosa que no quiere decir "natural" es "inmutable". Existen culturas en las que el impulso masculino "natural" de controlar la sexualidad femenina se expresa mediante la mutilación genital ritual. Existen culturas en las que un hombre puede castigar la infidelidad de su esposa cortándole una oreja. Pero también existen culturas, como la nuestra, en las que los hombres no hacen semejantes cosas. Y no existe razón alguna para pensar que hemos alcanzado el límite biológico de la maleabilidad masculina.
     Hasta aquí las buenas noticias. Las malas noticias son: (a) el patán promedio que bebe cerveza y engaña y golpea a su esposa no va a cambiar sus opiniones morales tras recibir un ejemplar del Principia Ethica de George E. Moore. Es más probable que vea el darwinismo moderno como una conveniente aceptación divina de su patanería. Y (b) la gente, aunque maleable, no es sencilla e infinitamente maleable.
     Aquí es donde la palabra natural adquiere un segundo sentido que no se desecha tan fácilmente como el primero, y que puede resultar incómodo para las feministas. Aquí podemos esperar que los hombres volteen las cosas y utilicen su psicología evolutiva para hablar de su vulnerabilidad, para formular peticiones de un tratamiento especial con base en su peculiar predicamento biológico. Así, por ejemplo, un hombre podría argumentar a favor del doble rasero diciendo: (a) que es difícil controlar su propia infidelidad, y (b) que es más "vulnerable" que su esposa al dolor de la infidelidad sexual de su pareja.
     Obviamente, se trata de un argumento autocomplaciente. Y se lo puede combatir en dos formas: destacando los costos sociales de la infidelidad masculina (que, a mi parecer, son extremadamente altos en el ambiente social actual), y señalando que "difícil de controlar" no significa "imposible de controlar".
     Los hombres que buscan poner de relieve su posición de víctimas también pueden argüir que se los ha considerado "objetos", al igual que las mujeres. Las feministas se quejan de que la belleza y la juventud de las mujeres sean tan importantes para los hombres. Pero los hombres podrían quejarse igualmente de ser vistos como carteras vivientes —por el hecho de que las mujeres valoren tanto la posición social o la riqueza de su pareja, o ambas cosas. (También este énfasis parece un legado de la evolución, un profundo impulso estético que sobrevive luego de que su lógica quedara rota por obra de un mundo moderno en donde una mujer puede ganar su propio dinero y posición.) Una razón por la que ya no se ventilan estos agravios masculinos está en que los hombres de baja posición no logran fácilmente que sus quejas se escuchen: no son un grupo muy prominente.
     A fin de cuentas, el papel adecuado del darwinismo en el discurso moral no consiste en apoyar afirmaciones simplistas sobre algún orden natural supuestamente bueno o supuestamente inevitable: más bien radica en sustentar argumentos sobre los costos y beneficios sociales de normas nuevas, a la luz de la naturaleza humana, con una conciencia intensificada sobre qué grupos pagan los costos y cuáles reciben los beneficios. El problema de qué es "natural" entrará al debate, pero por sí mismo no debería conferir justificación alguna.
     El temor de las feministas ante la palabra natural, y su renuencia concomitante a enfrentar las diferencias sexuales, ha dejado abierto un abismo intelectual muy hondo. Tal vez por justicia poética, el vacío lo está ocupando parcialmente el azote del feminismo "de marca", el de la temida Camille Paglia. Al menos Paglia se confiesa darwiniana: habla de "impulsos instintivos" y dice cosas fundamentales como "el crimen sexual significa un regreso a la naturaleza". Aun así, es obvio que no entiende la teoría evolutiva y que prefiere una explicación literaria libre.
     A pesar de sus excesos espectaculares, Paglia afirma unas cuantas verdades simples y crudas sobre las diferencias sexuales, y esta es una de las razones que la han llevado al lugar que ocupa hoy (la otra son los excesos espectaculares). Si a las feministas de marca no les gusta el giro moral que Paglia da a su darwinismo de caricatura, existe una solución: que aprendan darwinismo real y le den su propio giro moral. Sin duda pueden dársele giros; como todas las teorías del comportamiento humano, la psicología evolutiva no tiene conclusiones morales inherentes: simplemente limita el ámbito del discurso realista moral y político. Dentro de la arena, definida de esta manera, contenderán los grupos de interés, cada uno tratando de conformar los códigos morales y legales según sus fines. Y los grupos que no entren en la arena perderán.
     Sin duda alguna, ni las feministas de la diferencia ni las radicales están cerca de ver el cuadro completo. Las primeras suelen destacar las formas en que las mujeres son buenas, y las segundas siempre recalcan las formas en que los hombres son malos; ambas tienden a pasar por alto la maldad femenina y la bondad masculina. Además, claro está, ambas escuelas le niegan cualquier papel importante a la biología. Aun así, por lo menos el proyecto más amplio de las radicales y, en especial, de las feministas de la diferencia, está erosionando discretamente dicha negación; la correspondencia entre la teoría darwiniana y la realidad social que están documentando es demasiado evidente para pasar inadvertida. El hecho de que estas feministas sean enfáticamente no darwinianas hace de su información una corroboración objetiva más valiosa.-— Traducción de Adriana Santobeña
Reproducido con la autorización de The New Republic

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