El juicio

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Aquí, en la soledad de mi calabozo, quisiera demoler a golpes los muros y las rejas, para poder salir a la calle y alertar al pueblo cubano sobre la terrible noche que le acecha. Quisiera decirle la verdad de lo que está pasando y también poder refutar las calumnias que el líder de la Revolución lanza contra mí. Pagaría gustoso con
mi vida por esa oportunidad. Pero el pueblo está fanatizado. Las multitudes entusiastas van hundiéndose en la oscuridad y yo no tengo fuerzas para romper los barrotes. […]
     La familia está firme a pesar de saber que me encuentro en la antesala de una condena a muerte. El apoyo de ellos me reconforta. […]
     Fidel tiene el monopolio completo del juicio. Me juzgará un tribunal militar seleccionado por él mismo en el que todos sus miembros le son incondicionales. También escogió al fiscal y a los funcionarios a cargo de las tareas auxiliares. Tribunal, testigos, lugar y público. Pero él será el verdadero fiscal y también se reserva el papel de testigo acusador. Él ordenará la sentencia al tribunal para que la comunique públicamente. […]
      
     Es el día 11 de diciembre de 1959.
     […] Callados, entramos en el cine-teatro. Fidel ha dispuesto que el juicio sea presenciado por una gran parte de la oficialidad de las fuerzas armadas, es decir, del ejército, de la marina y de la fuerza aérea. Las lunetas, quizás unas mil quinientas, están ocupadas. Los han traído para que experimenten un escarmiento, es el teatro de los Castro. Quien se les enfrente correrá la misma suerte. Hay en el ambiente un clima de expectativa y temor.
     Observo el tribunal, constituido por cinco comandantes. Preside Sergio del Valle, oficial a cargo de la Dirección de Operaciones del Estado Mayor, un hombre que no se destacó en la lucha ni después de ella, sino uno de esos personajes del régimen que Fidel coloca donde más le conviene. Otro es Universo Sánchez, jefe con poca historia y utilizable al máximo por quien todo lo dispone. Veo a Derminio Escalona, actual jefe del Distrito Militar de Pinar del Río, aquel teniente de guerrilla que conocí al arribar a la sierra cuando era agredido verbalmente por Fidel, sin capacidad de reacción ni caudal moral para defenderse. Hay un caso distinto en el tribunal, el de Guillermo García, un comandante competente y valiente, al que respeto mucho desde los días de la guerra pero que también se encuentra bajo la presión de los Castro. Completa este tribunal de incondicionales Orlando Rodríguez Puerta, jefe de la escolta de Fidel. El fiscal es Jorge Serguera, más conocido como Papito, un oportunista sin otros méritos que ser un cortesano en la piñata de Raúl Castro. Actuará como acusador en un juicio contra hombres honrados que han tenido una participación decisiva en las luchas contra la dictadura. […]
     Cuando me preguntan:
     —¿Jura decir la verdad?
     Respondo, ante la sorpresa del presidente y demás miembros del tribunal:
     —Sí, como no. Es a lo que he venido, a decir la verdad. No solamente como acusado sino también como individuo que ha sido difamado por representantes del Estado cubano. Sí, me interesa decir la verdad más de lo que ustedes creen. […]
     Afirmo ante el tribunal y ante el público que mi posición es diáfana; que en la etapa revolucionaria estuve, desde el comienzo, donde las circunstancias lo exigieron para dar fin a un gobierno como el de Batista. Con el respaldo de todo el pueblo, asumimos la obligación de restablecer la libertad en el país; fue así como los rebeldes logramos liberar a Cuba de aquel poder despótico y corrupto, llevando la Revolución a etapas transformadoras fundamentales para impregnarla de humanismo y democracia. Pero puesta en marcha la que suponíamos nuestra revolución, ha tomado otro rumbo. Afirmo que hay engaño a las esperanzas populares; cito las páginas leídas en el periódico del ejército, Verde Olivo, y señalo las designaciones que el Estado Mayor ha hecho en mi provincia, que evidencian la penetración comunista. ¿Para qué se hizo la Revolución desde la sierra Maestra y en todas las calles de los pueblos de Cuba? Por el triunfo de la libertad, la independencia y la justicia social; para crear escuelas; para darle tierra a los campesinos; para hacer valer los derechos del cubano… Y ahora resulta que todo eso a lo que contribuí de corazón se va transformando en un proceso diferente: en algo perjudicial y desleal para el pueblo de Cuba. Como no me pareció procedente ponerme a conspirar o sublevarme en los cuarteles con los hombres que me hubieran seguido, consideré lo más honesto enviarle una carta privada a Fidel Castro, en la que le digo que si tengo que plegarme a directrices que van en contra del rumbo original de la Revolución, lo consecuente es que no respalde esa situación con mi presencia y me vaya para mi casa. No quiero responsabilizarme, ni ante mi conciencia ni ante el pueblo cubano, con el rumbo que va tomando la Revolución. […]
     Se dice que he estado frenando la reforma agraria. Es del conocimiento público que la reforma agraria en Camagüey es la más avanzada en todo el país. Mucho antes de que se aprobara la ley existía ya en la provincia una oficina de la reforma agraria y un mecanismo provisional que permitió poner a producir terrenos inactivos, o de antiguos propietarios que huyeron de Cuba por su vinculación con la dictadura de Batista. El Ministerio de Recuperación de Bienes Malversados puso esas propiedades en nuestras manos y las empresas que allí establecimos duplicaron su producción, como es el caso de la cooperativa de arroz Ignacio Agramonte. […]
     He hablado larga y pausadamente. Pero falta aún la conclusión y ésta la expreso en forma precisa y con la mayor serenidad:
     —Esta ha sido mi actuación en la Revolución Cubana y esta verdad está avalada por los hechos, a pesar de las inculpaciones que se me hacen. No obstante, si la Revolución o sus representantes entienden que para que se cumpla el programa nuestro, todo lo que prometimos, que la libertad sea un derecho en plena vigencia y que no se persiga a nadie por sus ideas; que los campesinos reciban en propiedad la tierra a través de la reforma agraria; que los niños puedan asistir a escuelas donde se preparen para la vida y se capaciten como ciudadanos libres; que nuestra nación disfrute y ejerza su independencia y su soberanía, sin mengua y sin ataduras con ninguna metrópoli; que los trabajadores gocen de sus derechos como corresponde en un Estado donde las leyes se basan en principios de equidad y justicia social; que nuestro pueblo disfrute de condiciones de vida aceptables, como el verdadero dueño de su destino, si para que todas estas promesas revolucionarias se plasmen en realidades hace falta que yo entregue mi vida, ¡bendita sea mi muerte!
     La audiencia, formada en su amplia mayoría por militares que integran lo más selecto de la oficialidad cubana, responde con un aplauso cerrado.
     Los miembros del tribunal se sorprenden por la reacción. […]
      
     Día 13 de diciembre de 1959.
     Finalmente aparece Raúl Castro. Viene decidido a neutralizar el ambiente favorable que tenemos entre la oficialidad presente y el poco significado que han tenido las acusaciones de otros testigos de cargo. Todos esperan de él una acusación por lo menos coherente.
     Acudiendo a un recurso pueril, Raúl ataca a mi abogado defensor, el doctor Francisco Lorié Bertot, un profesional experimentado que no muestra temor alguno ante sus ataques. El trasnochado argumento de Raúl se basa en que el abogado fue agregado de la embajada de Cuba en México en los tiempos de Batista. Muestra unos papeles sin trascendencia para probar su afirmación. Dice que el defensor no tiene ninguna autoridad para participar en un proceso que se ventila en el Consejo Superior de las fuerzas armadas.
     —Comandante Raúl Castro, el acusado es el comandante Huber Matos, a quien yo vengo a defender. El ataque contra mi persona no es lo que venimos a discutir aquí. Usted desvía la cuestión medular de este juicio porque no tiene argumentos válidos contra el acusado. […]
     Raúl tiene los ojos encendidos de odio, la habilidad de mi abogado es más de lo que puede soportar. En un momento de su poco coherente exposición levanta un saco de nylon transparente con muchos papeles adentro. Lo agita ante el tribunal y ante el público y grita que tiene mucho que decir contra Huber Matos, que lo que le sobra son testigos y pruebas contra mí.
     —Aquí traigo unos cheques firmados por Matos, que por su importancia como elementos probatorios de la conducta del acusado presento como pruebas en este juicio…
     Como sé bien que si pido la palabra para refutarlo no se me concederá, me pongo súbitamente de pie y trato de imponer mi voz sobre la suya, mientras él termina diciendo en medio de mi protesta:
     —… porque, señores del tribunal, aquí hay cosas fuera de orden…
     —Lo único fuera de orden —le grito— son las alteraciones que ustedes pueden haber hecho; las falsificaciones que ustedes hayan introducido para hacerme daño. Guardo copias de todos los cheques firmados por mí y otras pruebas de mi limpio proceder. ¡Ustedes harán lo que les dé la gana! ¡Los datos que yo poseo sobre mi actuación son más convincentes que todas esas mentiras suyas!
     Mis aclaraciones en voz alta ponen frenético y pálido a Raúl, que, con un rencor incontenible, me ataca diciendo que yo, en una oportunidad en que se celebraba una reunión del Estado Mayor, quise discutir las bases doctrinales de la Revolución, pero que el asunto aquella vez se pospuso. Él considera que este es el momento para que yo retome el tema y ponga sobre la mesa los puntos críticos que veo en los principios de nuestra causa. Es una trampa para desviar el debate hacia un tema en el que cree que le será fácil lucirse, apelando a su retórica demagógica.
     No le doy tiempo para que se adentre más en el asunto, ni oportunidad para obligarme a ir adonde él quiere.
     —Comandante Raúl Castro: cuando estábamos más o menos en igualdad de condiciones en las fuerzas armadas, yo planteé la necesidad de discutir esas cosas y usted rehusó hacerlo. Ahora que estoy arrestado, ahora que usan la fuerza contra mí, usted pretende discutir estos asuntos en un lugar y en un momento que no vienen al caso. Esto revela su concepto del valor personal: cuando estuvimos en condiciones de equidad, yo cuestioné algo y usted lo interpretó como un reto al debate y lo esquivó. Ahora que me tienen preso y quieren triturarme, viene a proponer ese debate. Sin duda alguna tiene usted una pobre idea de eso que se llama hombría. […]
      
     Día 14 de diciembre de 1959.
     […] Avanza la tarde. La sesión lleva varias horas de trabajo. Hay indicios de que Fidel se dispone a arribar a la sala del tribunal de un momento a otro. Instalan un micrófono para la red nacional de emisoras cubanas y se nota la presencia de algunos de sus escoltas. Las cosas han llegado a un punto delicado para el gobierno y es necesario que venga Fidel a impresionar. Entra con sus guardaespaldas, no mira para donde estoy y comienza una extensísima perorata de varias horas.
     Con poses olímpicas, y sabiendo que nadie se atreverá a contradecirlo, cuenta la historia de mi actuación en el Ejército Rebelde, refrescando las disputas que tuvimos en la Sierra Maestra y presentándome como un hombre oportunista, irresponsable e ingrato. Luego trae a colación una serie de argumentaciones sobre la Revolución y afirma que "la nuestra no es una revolución comunista. En Rusia habrán hecho una revolución comunista. Nosotros estamos haciendo nuestra revolución y nuestra revolución es una revolución humanista, profunda y radical".
     Las mentiras que dice ante la audiencia que colma el salón del tribunal me hacen salirle al paso. Su cinismo deforma los hechos. Cuenta a su manera algunos de los problemas que tuvimos en la sierra y relata el episodio de la ametralladora que Duque tenía que devolverle y que él creyó que yo había tomado para la Columna 9, pero lo describe falseando la verdad, silenciando datos y palabras; va añadiendo o inventando a su conveniencia para suplantar la verdad y exhibirme como un hombre carente de principios e inclinado por mi propia naturaleza a la traición. Me enfrento a él y a sus mentiras. En un momento afirma con el mayor descaro:
     —Huber Matos tuvo que retractarse.
     A lo que respondo:
     —¿Y por qué no prueba eso que acaba de decir presentando mi carta de respuesta? Usted ha venido con unos cuantos papeles.
     —No, esa carta no la traje, creo que se ha extraviado; no sé.
     —Es de lamentar que no la haya traído para respaldar su afirmación; no la trajo porque evidenciaría mi condición de hombre honesto y de principios, todo lo contrario de lo que usted está diciendo.
     Fidel se molesta con mis interrupciones y reclama al presidente del tribunal que se le respete el uso de la palabra. Pero no puede impedir que yo, durante su interminable diatriba, me ponga de pie una y otra vez y lo refute, pues más que la magnitud del castigo que me impongan, me interesa que quede clara la verdad.
     En su argumentación, que transmiten al pueblo cubano por radio, insiste en presentarme como un individuo que se sumó a las fuerzas revolucionarias, donde todo le resultó muy fácil. Que soy más un aventurero que un hombre de formación ideológica. Argumenta que es una mentira infamante insinuar que la Revolución va hacia el comunismo. Le resta valor a mi posición mostrándome como un calumniador, como un sujeto que está dándole un rótulo de marxista a la Revolución, "cuando es cubanísima como las palmas".
     En el curso de su exposición, Fidel involuntariamente pone al trasluz la farsa que es este juicio. Llama de entre el público al comandante Félix Duque, quien ya ha prestado declaración, para que haga otra diferente. […]
     Fidel retoma la palabra y habla hasta muy tarde de la noche. Le interrumpo más de cincuenta veces para poner las cosas en su lugar cada vez que dice una mentira o presenta un asunto de manera tergiversada o capciosa, con su acostumbrado cinismo. Está molesto; no me importa. Me importa la verdad a cualquier precio.
     Con su séquito, Fidel abandona el salón. […]
     El fiscal habla durante dos horas alargando de forma deliberada su exposición. Una forma más de irnos agotando física y psíquicamente. Estamos sentados desde las doce del mediodía de ayer y hemos pasado más de catorce horas continuas y agobiadoras, que en el banquillo de los acusados son unas cuantas.
     Hace uso de la palabra mi abogado. Con precisión de jurista experimentado emplea menos de una hora en reducir a nada la pomposa retórica del fiscal Serguera. Analiza los cargos y deja al descubierto su inconsistencia y la carencia total de fundamentación.
     —El tribunal puede pensar lo que quiera. Lo cierto es que no se ha podido demostrar ninguna de las dos acusaciones, ni traición ni sedición. Mucha hojarasca retórica y ninguna prueba concreta, ¡ninguna!
     Termina diciendo:
     —En el curso de este juicio se ha hecho evidente que mi defendido es inocente. Solicito del tribunal el veredicto absolutorio que en justicia le corresponde. […]
     A las cinco de la mañana, el presidente del tribunal dice que se va a dictar sentencia y pregunta si alguno de los acusados tiene algo que decir.
     Tengo mucho que decir. Dirijo una mirada a mis familiares, cuyos rostros expresan claramente su cansancio, aunque en ellos hay una admirable entereza. Reconstruyo los hechos tratando de ser lo más fiel posible a la realidad. Uno a uno desmenuzo los cargos que se me imputan, con autenticidad y respeto a la verdad.
     Puntualizo las conclusiones:
     —No hay traición. He sido y soy fiel a mi patria. He servido lealmente a la Revolución y es mi lealtad a la Revolución y el amor a mi patria lo que me llevan a reclamar, persuasivamente primero, y por último con mi renuncia, que no se suplante el programa democrático y humanista de la Revolución.
     No hay sedición, pues no se ha hecho ningún planteamiento para subvertir el orden, ni existe un propósito ni un hecho para crear violencia. La provocación a la violencia vino de la parte oficial, de manera muy notoria. Además, este juicio es ilegal porque Fidel Castro, en su función de primer ministro y comandante en jefe, tiene de su parte al tribunal y concurre como testigo acusador. ¿Qué tipo de justicia es ésta? Hay algo más que señalar como violación flagrante que invalida este proceso judicial desde su inicio. Cinco días después de mi arresto y encontrándome incomunicado en un miserable calabozo, Fidel Castro, usando su autoridad de gobernante y su enorme influencia, me hizo condenar a muerte en un acto público, en el que cientos de miles de cubanos, a instancias suyas, levantaron el brazo aprobando mi fusilamiento sin tomar en cuenta mi derecho a ser escuchado. Este juicio es una farsa inmoral desde el comienzo y deploro que mis compañeros de armas que integran el tribunal se vean comprometidos en el desempeño de una función que no conlleva ni orgullo ni honra. […]
      
     Día 15 de diciembre de 1959.
     A las cuatro de la tarde nos regresan al tribunal. En los momentos previos a esta última sesión hablo con mi esposa, que se acerca tan llena de dolor como de secreta esperanza. Ella presenció, en horas de la mañana, aquel insistente: "¡Paredón! ¡Paredón! ¡Paredón!…", que un pequeño grupo profirió ante las puertas del edificio donde nos encontrábamos. Eso la quebró un poco, pero ha tenido la capacidad de reponerse.
     —Huber, te van a fusilar porque te has portado como el hombre íntegro que eres.
     —Sí, quieren fusilarme, pero Fidel debe de tener sus dudas. Acuérdate de que detrás de toda su pantalla es un cobarde, y las cosas no le han salido como esperaba. Sé lo que está pensando. Sabe que hay mucha gente en el ejército que me apoya y, si me fusila, alguno puede tratar de cobrárselo. Él le tiene horror a un atentado; es su obsesión.
     —Pero él no puede perdonar que lo hayas descalificado delante de todo el ejército; Raúl estaba fuera de sí. Tú sabes que si te condenan a muerte ésta será la última vez que nos veremos, de aquí te llevarán directo al paredón.
     —Lo sé, tú y yo hemos estado juntos en todo esto, me has respaldado siempre. Lo más importante son nuestros hijos y tú los podrás sacar adelante. Allá, yo te seguiré queriendo y después de esta vida nos volveremos a ver. Te esperaré.
     Pendemos de un hilo sobre el abismo. Minutos después abren la sesión en la que se dictará sentencia. Los Castro, poseídos por una pasión enfermiza, quieren verme caer ante el pelotón de fusilamiento y terminar para siempre conmigo.
     —Pónganse de pie los acusados, el tribunal va a dictar sentencia.
     Escucho estas palabras y me levanto del banquillo. Por mi mente pasa la idea de que cuando enfrente el pelotón de fusilamiento les voy a dar a mis enemigos un último ejemplo de lealtad a mis convicciones.
     —Huber Matos: veinte años de cárcel.
     En este momento, cuando sé cuál es mi condena, siento la inefable sensación del individuo que cree en su muerte inmediata y se entera de que seguirá viviendo. Esto, indudablemente, es bien recibido por la naturaleza humana, que en todos los casos quiere sobrevivir. Intercambio miradas de comprensión y solidaridad con mis compañeros de causa. Atravieso por un sinfín de estados emocionales, imaginándome a la vez la alegría que cubre interiormente a los míos. Vuelvo mi rostro hacia mi esposa, mi padre y mi hijo. Nos miramos, reconociendo en nuestras pupilas un brillo que señala una inesperada puerta al futuro, aun en la condición de prisionero por largos años en que me encontraré a partir de ahora. […] –

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