La ciudad de la esperanza (primera parte)

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Una ciudad que tiene 28 millones de habitantes (la mayoría en la miseria), cuatro millones de perros (la mayoría en la miseria y en la calle), cinco millones de vehículos (la mayoría en la calle, procurando asesinar compatriotas); que produce al día miles de toneladas de basura, de mierda y de contaminantes (sin contar los discursos); una ciudad en la que el agua es semigaseosa y el aire semisólido; en la que suceden tres mil ilícitos y decenas de muertos involuntarios al día; en la que los aviones jumbo aterrizan entre vulcanizadoras; que puede, simultáneamente, estar en sequía e inundada; en la que se descubrieron las virtudes alimenticias del papel de estraza; en la que cada vez que utilizo un verbo en presente nacen cien niños; una ciudad en que los helicópteros que reportan los conflictos del tráfico tienen conflictos de tráfico…
     Una ciudad, en suma, que cumple a la perfección con los requisitos para llamarse "La ciudad de la esperanza". Así lo decretó, en conmovedor ejercicio de su derecho al delirio, el jefe de gobierno de la ciudad, señor Lopejobradó. El epíteto decora ya la papelería oficial y los comunicados del gobierno. Dentro de poco, lo dirán las matrículas de los automóviles. No cesa de asombrarme. Es como referirse a un leprosario como "el futuro del cutis". Estábamos acostumbrados a que los políticos, como dijo Octavio Paz, herrasen a las calles como vacas con nombres infames. Pero ¿una ciudad entera?
     ¿Esperanza de qué, o en qué? Entregarle el destino de 28 millones a algo que, como la esperanza, abunda sólo en la medida en que las certezas escasean, a algo cuyo sentido final radica en que los milagros existan, tiene algo de gracejada cruel y entusiasmo beato. Que una ciudad reconozca que la esperanza es ingrediente necesario de su futuro, es como cruzar un plan de gobierno con un berrinche de San Martín de Porres. A la esperanza la define su voluntad de desaparecer, su índole transitoria. Quien tiene esperanza, anhela que algo deje de ser plausible y comience a ser palpable. Por ejemplo: "Tengo esperanza de que Otilia se alivie". Si Otilia se alivia, cesa la esperanza (si se muere también, aunque de inmediato nace la nueva esperanza: que se haya ido al cielo, o de perdida al purgatorio, pero no al infierno, aunque se lo merezca la cabrona. Y de irse al cielo, hay la esperanza de que quede cerca de un santito influyente, y no de lavandera de túnicas de mártires. Lo que es un hecho es que nadie quiere vivir en la esperanza a perpetuidad. Ni siquiera Otilia).
     Pero sí, por decreto, el jefe de gobierno. ¿En qué puede convertirse esta ciudad para prescindir de la esperanza? Es objetivamente imposible que la esperanza, en ella, logre ser innecesaria. No hay ni motivo ni razones reales para esperar que todo aquello que condujo a esta ciudad al actual estado de (digamos para abreviar) cosas vaya siquiera a detenerse, no digamos revertirse. La falta de planeación, el desastre agrario, las magras comunicaciones, su grotesca altura, el colapso del desagüe, la ocurrencia azteca de urbanizar pantanos junto a volcanes y sobre fallas sísmicas, la corrupción atávica, el centralismo burocrático, que a la Virgencita Morena se le haya ocurrido aparecerse precisamente aquí: todo conspira contra un esperanza justificable. Y desde luego, el mexicano gusto de rellenar con espermatozombies cualquier trompa de falopio a la mano, a la menor provocación y por equis causa, y engendrar así más esperanzados, tampoco ayuda mucho.
     Ya no hay vuelta atrás: la Ciudad de México es una pesadilla que tiene la virtud de expandirse con la inercia de su propio big bang. Ni va a disminuir su tamaño, ni se va a civilizar, ni habrá más agua, ni más aire, ni va a ser más segura NUNCA. En tanto que abunda y es pública y gratuita, lo único que mejora en ella es una esperanza que aumenta en proporción directa a su desastre. Nos hallamos pues ante un singular tipo de esperanza: la que de antemano sabe que nada va a paliarla. De ahí que se ataree en generar más y más esperanza y que los políticos la exploten: una esperanza por la esperanza misma, un esperanzapurismo que inflama demagogos. Porque como la esperanza particular (posible) de este señor jefe es ascender a presidente en cinco años, tiene que vender esperanza colectiva (improbable).
     La ciudad ha llegado al punto en el que las causas y efectos de su desastre son la misma cosa: un equilibrio de tal manera precario, y tan inédito en la historia de las sociedades, que toda previsión para dilatar el colapso general se convierte en un nuevo ingrediente del mismo. Cualquier intento por desacelerar el tránsito hacia el cataclismo sufre la ambigüedad de ser a la vez medida impostergable y desastre inminente. Incapaz de enmendar los errores seculares, nuestra esperanza no tiene más remedio que acelerar hacia el desastre final. Así las cosas, "la ciudad de la esperanza" no es un proyecto, ni siquiera un decreto, sino una lápida. –

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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