Manuel Álvarez Bravo: El rayo que no cesa

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Manuel Álvarez Bravo, uno de los fotógrafos más influyentes del siglo XX, cumple cien años. Amigo de Paz y Villaurrutia, de Weston y Modotti, de Orozco y Cartier-Bresson, su mirada ha cubierto con gran originalidad el espectro de todo un siglo. Para unirnos a los festejos de este mexicano universal, le pedimos a Elena Poniatowska (flamante Premio Alfaguara por La piel del cielo) que hiciera la visita guiada por el estudio de Don Manuel (en el barrio del Niño Jesús, Coyoacán), llamado por él la Casa Azul. Los objetos conforman, como en el relato de Borges, el rostro del personaje. Felicitamos al amigo, al maestro y al artista con un título  de Miguel Hernández que lo describe a la perfección: El rayo que no cesa.

 

Manuel Álvarez Bravo

Por Elena Poniatowska

“Cuando yo era un joven de setenta años” —me dijo en alguna entrevista. Lo mismo comentó a los ochenta y repitió en el aniversario de sus noventa, cuando le rindieron homenaje en el Salón de la Plástica Mexicana. La entrega del Tlacuilo de Plata lo hizo sonreír, porque siempre se ha considerado un tlacuilo.

 

Ahora es un joven de cien años, alerta en su equipal, su cabeza estirada como un pájaro atento a la señal. Casi siempre estira la cabeza, aunque adopte una pose reflexiva. El verbo “estirar” le va bien. La vida se ha estirado para él como él estira el rollo de sus negativos frente a la luz.

Edward Weston y Tina Modotti, que revelaban sus fotografías bajo una cobija y lavaban sus placas en la primera cubeta, fueron sus maestros. Le transmitieron su mirada atenta a la transfiguración, su rescate de lo que nadie ve, porque ¿cuándo se había retratado en México un petate? Con razón, en 1930, Manuel prosiguió la toma de los murales de la Secretaría de Educación iniciada por Tina Modotti. La gran época del muralismo atrajo a artistas del mundo entero, y el fotógrafo del momento era Manuel Álvarez Bravo, a quien le tocó retratar esa etapa privilegiada de nuestra cultura, que nos hace hoy muy inferiores a nuestro pasado.

 

José Clemente Orozco, hecho un garabato dentro de su overol, encorvado sobre sus papeles; Carlos Mérida, alargado en toda su belleza; Rufino Tamayo, trompudo; Frida Kahlo, Diego Rivera, Isabel Villaseñor, León Trotski fueron sus modelos. André Breton se encandiló con La buena fama durmiendo y consideró que don Manuel, libre como un pájaro, le había dado un giro completo a la estética de la fotografía. Luis Cardoza y Aragón siempre lo apoyó. Diego Rivera escribió alguna vez sobre él un texto proustiano:
      
Se desprende de sus fotografías una profunda y delicada poesía, una ironía sutil y desesperada como esas partículas que, suspendidas en el aire, hacen visible el rayo de luz que penetra en una habitación sumergida en la oscuridad.

Don Manuel encama a sus mujeres olmecas y las tapa con su mano de hombre. Las calienta, les da vida. Sin su mano no son nada, sin él la fotografía mexicana no tiene padre (o madre, que para el caso es lo mismo). Les abre el alma a los objetos, a la piedra rajada horizontalmente para hacer papel a mano.

 

Innovador por sus cortes inesperados, su fotografía es reconocible en el mundo y lo sitúa entre los grandes fotógrafos de todos los tiempos: Henri Cartier-Bresson, Eugene Smith, Ansel Adams, Edward Weston, Albert Stieglitz, Dorothea Lange. Pocos mexicanos tienen su obra en los principales museos y Manuel es uno de ellos. Una de sus fotos reconocidas internacionalmente, además del obrero asesinado, es Un poco alegre y graciosa, tomada en 1942. El título filosófico debajo de cada fotografía también ha sido un poco de poesía.

Duende de sí mismo, en don Manuel todo tiene una razón de ser; aquí no hay azar: un golpe de dados jamás abolirá el azar, dijo Mallarmé, pero no conoció la férrea voluntad de don Manuel, que aventó sus dados al nacer en la ciudad de México en 1902 y se inició en la fotografía a los veinte años. A partir de ese momento, sus dados rodaron por las azoteas y los balcones de México, las vecindades de La Merced, el rostro y los pechos de la muchacha que aprende a sonreír, los magueyales y los paisajes inventados, los trabajadores del fuego y los del trópico.

 

El ojo de Manuel sabe del ir y venir de esta comunidad humana, de los seres que habitaron antes y después de su clic de cien años.

La fotografía retrata la realidad, pero las fotos de Manuel Álvarez Bravo van más allá. Para quienes las vemos, son momentos de iluminación. Los objetos alineados en los estantes de su estudio, en la Casa Azul, tienen relación con sus fotos. La crueldad de las navajas Gillette hace pensar en el obrero asesinado, su cabeza y su brazo empapados en su propia sangre; El soñador de 1931 es tan actual como el Cuadrante de la Soledad coyoacanense, en el que don Manuel vive hace años; la manita que señala la salida es también la de las cajas mortuorias, pintada sobre la blancura de una pared de Teotihuacán: lo prehispánico se mezcla con lo popular. La muertecita de cartón en el regazo de la de barro es una clara referencia a la fotografía de la Coatlicue que abraza a una calaca blanca y negra en medio del tupido verdor de las flores silvestres.

 

La inocencia de la niña que, la muerte entre sus manos, ofrenda a la vida su sonrisa invitadora y su mirada confiada, que Manuel tituló Día de todos muertos (1932), es la misma de la de Fruta prohibida (1977).

Don Manuel reflexiona. Las baterías aguardan como dos soldados en una repisa. Bajo su firma y el nombre de México (sin acento), en un cartel enmarcado de los caballitos de feria que él llamó Los obstáculos (1929), un alambre aguarda a que él le encuentre razón de ser, como esa piedra en la encrucijada blanca de dos trabes, o el tripié con lámpara que espera en un rincón al lado del pequeño Judas de faz ennegrecida, o la piedra tallada, el agua consumida en un vaso que atesoraba flores, el trozo de ixtle, un puñado de semillas, el papel de brujería de la Sierra de Puebla, a lo que le sobrepuso una máscara y un caracol. Todos esos objetos humildes podrían hallarse a la vuelta de la esquina, en la choza de cualquier campesino: son populares y, a la vez, altamente sofisticados.

Todo encontró acomodo en el armario de su corazón, en su mesa de palo, en sus sillas de pino, en el rigor de su mirada.

 

Sus antepasados, absortos en pequeños daguerrotipos, no lo hacen replegarse sobre sí mismo ni caer en una apretada red de recuerdos. No: don Manuel se lanza a lo nuevo. Paula mi hija, también fotógrafa y alguna vez  su modelo, exclama conmovida: “¡Creí que estaba viendo las fotos de un chavo y eran sus últimas fotografías!”

A la sombra de Matisse, a quien don Manuel sigue con devoción desde hace años, Paula me contó que en el estudio azul sentía mucho frío. Manuel preparaba lentamente cada toma. “Nada más oigo sus pasitos” dice Paula. Lo escuchaba trajinar de aquí para allá, buscando el ángulo, acomodando el tripié con la lámpara, cámara al hombro. Sus pasitos los siguen hoy todos los fotógrafos mexicanos, en quienes ha ejercido una influencia determinante, ya que a él le deben su  serenidad en las perspectivas, su amplitud de horizontes, y su sentido de lo humano y de lo universal. –

 

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