Venía desde lejos aquel aire,
un aire que tomaba su color, se diría,
si un color no visible lo tintaba,
del tiempo originario, de los limos
con los que aquellos muros fueron hechos,
del color del adobe, paja y barro
que un demorado sol acariciaba.
Había yo pensado mucho en muros,
los muros que acostumbro a confundir
(o fundir, si se quiere) con el tiempo,
no por su permanencia, o por su ruina,
sino por una pura asociación
que no puedo explicar. Y sin embargo,
aquellos grandes muros no cerraban:
abrían el espacio de la tierra
en aquel interior, y lo acercaban
a la anchura del aire, en verdad, abrazándolo.
Los patios interiores,
patios que abrían a otros patios,
patios que abrían a los cielos,
a la dilatación de los celajes
y a la tierra extendida, ¿era, todo, un espacio
inabarcable, una extensión del cielo
que se abría a la tierra?
El convento salía de su antiguo presente,
atravesaba toda sucesión.
Y los lugares todos convergieron
en un lugar, en Puebla de los Ángeles.
Y puso nombre a la transformación
del pasado en el tiempo presente,
al espacio interior, la mutación del cielo
en la paz de la tarde, en una tierra
que ya nunca podría pisar como extranjera.
Lugar ilimitado.
Lugar en lo celeste y, sin embargo,
terrestre hasta el confín de la ilimitación,
lugar plenario de lo abierto.
He sabido, hace poco,
que una sorda catástrofe ha abatido esos muros.
Ningún estrago de la tierra
arrasará la paz de ese lugar,
de ese espacio sin fin, de esa morada. –
(Santa Brígida, Gran Canaria, 1952) es poeta y traductor. Ha publicado recientemente La sombra y la apariencia (Tusquets, 2010) y Cuaderno de las islas (Lumen, 2011).