En alguna mitología debe existir una leyenda que simbolice el destino del cine mexicano: en el año 2000 afinó sus rasgos como una posible industria que surja, al fin, de las ruinas de la anterior y, sin embargo, al final del año debe empezar todo otra vez desde cero, para cumplir la condena de depender de los favores gubernamentales, los borrones sexenales y, ahora, la incertidumbre del cambio de régimen.
Primero, las buenas noticias. Durante tres años, la Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica puede entregar su premio Taquilla de Oro a una película mexicana, Amores perros de Alejandro González Iñárritu, que disputó el público al cine norteamericano en la temporada más alta: el año pasado, Sexo, pudor y lágrimas superó en ingresos a La amenaza fantasma; este año parece que la cinta de González Iñárritu no pudo repetir la hazaña frente a Dinosaurios de Disney, pero dio digna pelea. En el reencuentro entre el cine mexicano y el público hay diversas percepciones. La más falsa es la de la estabilidad: aunque el camino lo abonaron, en los primeros meses del año, la excelente recepción que tuvo La ley de Herodes, de Luis Estrada, potenciada por el escándalo de la censura a finales de 1999, y de Todo el poder de Fernando Sariñana, no pasó lo mismo con Ave María de Eduardo Rossoff, mucho más intelectualizada y arriesgada; aun La segunda noche, reelaboración y maduración en clave femenina del universo adolescente de La primera noche, no pasó de un éxito mediano (hace dos años La primera noche se llevó su Taquilla de Oro correspondiente).
Ahora, las malas. ¿Qué pasó mientras Amores perros arrasaba con la taquilla? Que muy poca gente se asomó a ver la comedia política En el país de No pasa nada de Maricarmen de Lara, o la curiosa parábola del mundo en suspenso En un claroscuro de la Luna de Sergio Olhovich. Claro, es pedir demasiado que convoquen multitudes exquisiteces poéticas como Bajo California: en el límite del tiempo de Carlos Bolado o Del olvido al no me acuerdo de Juan Carlos Rulfo, o alucines personalísimos como Rito terminal de Óscar Urrutia. Pero el impacto de Amores perros y de Por la libre de Juan Carlos de Llaca (y en un punto menor, de Crónica de un desayuno de Benjamín Cann) nos lleva al nivel real en que el cine mexicano se debate por oxígeno: la promoción, la distribución y la exhibición.
En los últimos treinta años, el cine mexicano gira en torno a un solo poder central. Durante el echeverrismo fueron el Banco Cinematográfico y sus emanaciones gubernamentales; durante el lopezportillismo fue Televicine, la productora engendrada por Televisa y que vio, en un par de años, pasar su producción de cuatro a 19 largometrajes (1979-1981); desde el delamadridismo, fue el Instituto Mexicano de Cinematografía, tabla de salvación, torre de marfil, muro de lamentaciones y arca de la alianza de todo cineasta que aspirara a hacer carrera en los festivales internacionales.
Pero a lo largo de los sexenios, Imcine nunca resolvió, porque para una entidad subsidiada eso no es prioritario, la comercialización de los productos que se producían con los impuestos de
los contribuyentes. Los éxitos de taquilla del salinismo (La tarea, Como agua para chocolate, Rojo amanecer) tuvieron básicamente financiamiento particular, mientras el material emanado directamente de Imcine se perdía en la in-diferencia del público. Con la venta de la paraestatal de exhibición Compañía Operadora de Teatros y la entrada de complejos de exhibición más afines a Hollywood (Cinemark, Cinemex), la situación para los productos de Imcine sólo ha empeorado.
Hay nuevos poderes. Primero, la productora Altavista Films. Creada hace dos años, tiene su propia distribuidora (Nu Visión), su promotora (Consecuencias) y fuertes nexos con la cadena de cines Cinemex. De ella son Todo el poder, Amores perros y Por la libre, con los resultados arriba apuntados. Pero apoyan lo que les interesa: fue notable la diferencia entre el apoyo a esas películas y el desinterés hacia las de Maricarmen de Lara y Juan Carlos Rulfo, manejadas por Nu Visión. El otro poder es Argos, productora de telenovelas que pasó al cine con Sexo, pudor y lágrimas (distribuida por 20th Century Fox) y consiguió otro éxito, menos notable, con Crónica de un desayuno (distribuida por Columbia Pictures); sus planes de producción del 2001 son de seis largometrajes. La promoción es la clave ahora: Televicine desapareció para convertirse en Videocine, y su manejo de El último profeta de Juan de la Riva y de la cinta de Olhovich sólo condujo al fracaso. Pero la promoción es un monstruo; ya se vio en 1999, cuando pese a la permanencia en cartelera de Santitos las cuentas no salieron por el excesivo costo de la publicidad (planas a todo color en los diarios, página en internet, gadgets, espectaculares en la vía pública), que es la amenaza que pende sobre el saldo final de Amores perros.
El 15 de noviembre, Alejandro Pelayo informó sobre su año de gestión al frente de Imcine: enlistó quince películas producidas. Ninguna se exhibió comercialmente en el año. Durante dos años, por concepto de exhibición, la dependencia acumuló trece millones y medio de pesos, que se destinarán a la producción. ¿Para cuántos proyectos alcanza esa suma? Para tres muy austeros, si acaso. Pero ¿para qué hacer cuentas? El nuevo régimen no se ha declarado respecto a su compromiso con el cine: ¿le interesa la existencia de la Cineteca Nacional, de Imcine, del cine apoyado por el gobierno? ¿Tiene alguna postura respecto a las leoninas condiciones con que el TLC salinista amarró de manos al cine mexicano? Una vez más, se está en la casilla de salida, con todo el camino por recorrer.
La Muerte fue puntual y cruel con nuestros ídolos. En enero fallecieron Wolf Ruvinskis y Meche Barba, en marzo Begoña Palacios, en abril Kitty de Hoyos, el pintor y, para el cine, argumentista y escenógrafo Gunther Gerszo y esa figura entrañable que fue el editor y difusor de la música en el cine (su programa en Radio UNAM fue una obligación para los cinéfilos) Rafael Castanedo; en mayo René Muñoz (San Martín de Porres por siempre), en septiembre Juan Ibáñez y en octubre la voz de nuestra desolación, Cuco Sánchez. –