Nuestros años de fuego

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Llegó y se fue en menos de un mes, como todas las películas mexicanas que se han estrenado en este aciago año en el que los distribuidores no avizoran un taquillazo, un Amores perros, un Y tu mamá también que alegre las penosas cuentas de la producción normal. Llegó y se fue …de qué lado estás?, la temeraria incursión de Eva López-Sánchez (la infamemente exhibida Dama de noche, 1992; el agudo documental sobre Carlos Salinas de Gortari El hombre que quiso ser rey, 1999) en los años de fuego mexicanos, los de la guerrilla urbana y el acelere izquierdista post68. Y tenía que irse como llegó porque esa historia secreta de nuestro pasado inmediato es como un rumor petrificado en una exaltación que llegó a un callejón sin salida y sin solución, un rumor que crece ocasionalmente en neoguevaristas, neozapatistas y cegeacheros: es una capa del paisaje político que la geología de los "ismos" aún no logra precisar entre desmentidos de los mandatarios sobre la guerra sucia y negativas a abrir archivos y castigar culpables. El guión de Eva Sánchez y Jorge Goldenberg tiene la virtud primaria de hacer verosímil una maniobra típica del gobierno para infiltrarse en una célula comunista universitaria. Pero me estoy adelantando a los hechos.
     Helmuth Busch (Ulrich Noethen) llega a México en 1971, huyendo de la Alemania del Este, donde ha colaborado con la policía secreta. Quiere reiniciar su vida, pero, como Bogart respecto del agua de Casablanca, estaba mal informado sobre las paradisíacas condiciones del exótico Tercer Mundo; de inmediato es cooptado por Díaz, el agente de Gobernación Díaz (Héctor Ortega), quien lo instruye para que se infiltre en los círculos de extrema izquierda que, desde la UNAM, nutren la guerrilla. El resto de la película es mucho menos interesante de lo que promete el arranque: bajo la identidad del profesor Bruno Müller, Helmuth detecta a una célula de activismo, se enamora de la acelerada Adela (Fabiola Campomanes) entre debates declamatorios (quiero suponer que premeditadamente tiesos y poco convincentes)  hasta que Díaz le ordena eliminar a José (Juan Ríos), el jefe de la célula. El conflicto de intereses, la imposibilidad de salir del círculo de colaboracionismo con un sistema opresivo y otros dilemas afligen a Helmuth-Bruno, pero dejan frío al espectador.
     Para el cine mexicano, la historia es un terreno ignoto, un desfile de estatuas de bronce, de frases célebres, de gestos conscientes de su trascendencia; Hitchcock decía que aborrecía hacer películas sobre épocas en que no se puede imaginar cómo iban al baño las personas; en las películas históricas mexicanas, toda cotidianidad, cualquier humanidad, está expulsada: cuando José Clemente Orozco (Ignacio López Tarso) invita a Alma Reed (Irán Eori) a ver El gran dictador en En busca de un muro (1975, Bracho), o cuando Felipe Carrillo Puerto (Tony Aguilar) entra de puntitas a su casa para que no lo sorprenda, infructuosamente, su esposa tras andar de amores con, de nuevo, Alma Reed (Sasha Montenegro) en Peregrina (1973, Hernández), son deslices, fisuras afortunadas en el bloque monolítico y pétreo como se entiende el pasado: estampas inmóviles que no vienen de ninguna parte ni anuncian el presente. No extrañe que las referencias más vitales respecto del pasado sean las comedias sobre el Porfiriato que reinaron en los cuarenta: provenían de la idealización, de la nostalgia y de un afán de recuperación de ambientes entrañables e íntimos más que de la consignación de momentos trascendentes. En consecuencia, es más fácil entender cómo se pensaba el Porfiriato viendo esas películas que cómo se pensaba la Revolución Mexicana consumiendo las decenas de títulos  sobre el tema (de La Adelita, 1937, Hernández Gómez, a Los de abajo, 1976, González), posteriores a la trilogía revolucionaria de Fernando de Fuentes (El prisionero 13 y El compadre Mendoza de 1933, ¡Vámonos con Pancho Villa! de 1935).
     Con la guerra sucia pasó lo mismo: Bandera rota (1978, Retes) tuvo la  audacia de presentar el secuestro de un industrial (Manolo Fábregas), claramente inspirado en el regiomontano Eugenio Garza Sada, quien murió en un intento de secuestro guerrillero en 1973; en la película, los perpetradores eran  artistas de una izquierda más bien irresponsable y desesperados por financiarse su obra; la paráfrasis asumía los riesgos políticos: la película se filmó en los primeros años del lopezportillismo, y hay que recordar que la mismísima hermana del presidente de la República, y para entonces dueña de los destinos del cine gubernamental, había sobrevivido a un atentado terrorista año y medio antes. Pero eran riesgos calculados: el industrial se presentaba como un ejemplo de patrón sensible a las demandas sindicales, y su desaparición generaba una crisis en su fábrica. El asesinato de Garza Sada y las maniobras del Grupo Monterrey para desestabilizar el régimen echeverrista eran la materia muy velada pero advertible de Días difíciles (1987, Pelayo, con guión de Rascón Banda), y en medio, estaba Bajo la metralla (1983, Cazals), la insólita inmersión en una célula de guerrilla urbana que se desangra física e ideológicamente en una bodega abandonada, acicateada sin saberlo por un infiltrado de Gobernación (José Carlos Ruiz).  
     Así hasta … ¿de qué lado estás? López-Sánchez aborda el tema con una clara voluntad de revisión histórica, que incluye reconstruir, hasta donde el presupuesto lo permitió, la ciudad de los setenta, hoy totalmente arrasada; el pasado tiene concreción, identidad, resurge de tres décadas de silencio y, si no consigue sus propósitos internos, sí se levanta, con Un mundo raro de Armando Casas y El Gavilán de la Sierra de Juan Antonio de la Riva, como el cine que aún cree que hay un México profundo detrás de la máscara neoliberal ("¡Mira, les gustamos en el New Yorker!"). –

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