A Susan SontagI
Los pilotes mojados del embarcadero.
Cabizbaja, una yegua
agita la crin en el crepúsculo, luchando contra el sueño.
Las clavijas de las góndolas-violines se mecen emitiendo
un silencio intermitente.
Mientras más confiado es el moro,
más palabras oscurecen el papel.
Y la mano, demasiado corta para abarcar un cuello tierno,
aprieta contra el rostro el encaje de un pañuelo de piedra
ajado por los dedos de Yago.
II
La plaza está vacía, los muelles desiertos.
Hay más rostros en los muros del café que en el café;
una muchacha con pantalones de seda toca el laúd
para un Mustafá ataviado como ella.
¡Oh, siglo XIX! ¡Nostalgia del Oriente! El desterrado
posa sobre la roca. Y la luna, como un leucocito,
entra en las obras de los rimadores
que mueren de tifus y dicen que es de amor.
III
¿Qué hacer aquí de noche? No hay arias,
la dulce Duse no está.
Un tacón solitario resuena en el embaldosado.
Bajo un farol, vuestra sombra, como un carbonaro asustado,
se hace atrás tambaleante,
exhalando vapor. De noche conversamos
con nuestro propio eco. Éste empaña el cristal
de un acuario de mármol, vacío e ideal
para la resonancia.
IV
Tras las escamas doradas de las ventanas
que emergen del canal,
óleos en marcos de bronce, el ángulo de un piano,
alguna cosa.
Es eso lo que esconden las cortinas corridas,
los palacios tras sus branquias-celosías.
Y si acaso te encuentras a una diosa desnuda
la cabeza te acaba dando vueltas.
Los zaguanes alumbrados por las anginas de las lámparas
como diciendo aaa están abiertos.
V
¡Se agitaban aquí, como los peces, las parejas danzantes!
Iban a desovar, moviéndose en cardúmenes
dentro del óvalo
de los espejos. Y en el vestido blanco aparecía un escote
como un rompeolas.
Así el siroco agitaba la laguna. Y las faldas,
los rostros, los pantalones mezclados en la sopa.
¿A dónde fueron todos? ¿Máscaras, polichinelas,
capas y disfraces?
VI
Así, lentas, como en la ópera, se apagan las luces;
de noche pierden volumen las cúpulas-medusas.
Así se estrecha el callejón-anguila,
y la plaza se aplana como un rodaballo.
Así Nereo recoge para sus hijas las peinetas
caídas de suntuosos peinados femeninos,
dejando intactas las perlas amarillas
de los faroles callejeros.
VII
Así callan las orquestas. La ciudad se asemeja
al esfuerzo del aire
por prolongar la última nota al borde del silencio,
y como atriles desordenados sobre el escenario,
se yerguen los palacios mal iluminados.
Sólo el falsetto de una estrella entre los hilos
del telégrafo, allá donde reposa el ciudadano de Perm.*
Pero el agua aplaude, y la orilla parece escarcha
posada en un do-re-mi.
VIII
La noche, multiplicada por el mar,
no da como resultado una multitud de ceros,
es decir, de gente, aunque en verdad
sus óvalos se vuelven cada vez más blancos.
Deseos de quitarse la ropa, de tirar la coraza de paño,
arrojarse a una cama, abrazar huesos vivos,
como a un espejo ardiente, de cuya superficie
ninguna uña te podrá arrancar. –
— Traducción del ruso: José Manuel Prieto
y Ernesto Hernández Busto
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