El Muro de Berlín, además de ser una cruel realidad, se convirtió en un icono moderno que atrajo el interés de muchos fotógrafos. Ésta es una antología de los fotógrafos de la agencia Magnum que se acercaron a esa “frontera interior”, hecha en tres tiempos: Guerra Fría, caída y reunificación.
¿Qué altura debe tener un muro para dividir en dos una ciudad? Antes del Muro de Berlín, no se sabía. Ahora se sabe: de tres o cuatro metros. No es mucho. Con un poco de esfuerzo, trepándose sobre algo, se puede mirar al otro lado, como lo ilustra una foto de Cartier-Bresson tomada en 1962, donde se ven tres hombres que están de pie sobre un registro de la compañía de teléfono y miran hacia el lado oriental.
Los tres están tomados de espalda y en este rasgo está toda la genialidad de la foto, no sólo porque al no ver sus caras sentimos con más pureza el esfuerzo que hacen para mirar más allá de la pared, sino porque en esa posición se vuelven semejantes al muro, participan de su sustancia, que es dar la espalda, negar la cara, cortar todo vínculo con el otro. La foto nos da una perfecta idea de lo que significó la desvinculación de dos pueblos, pegados entre sí, que vivieron dándose la espalda durante 28 años, de 1961 a 1989. Porque el Muro de Berlín nunca fue una fortificación defensiva, como lo fue la Muralla China.
Esta última se construyó de cara al enemigo, pendiente de los movimientos de éste, mientras que el Muro de Berlín se levantó en la parte oriental para impedir que siguiera saliendo gente de ese sector. Fue el torniquete con que se cierra una hemorragia. Su sentido apuntaba hacia adentro, no hacia afuera. No fue un muro defensivo, sino carcelario. ¿Por qué no fue más alto, por qué sólo entre tres y cuatro metros o incluso, al principio, menos que eso, como se puede comprobar por otra foto de Cartier-Bresson, también de 1963? Ahí se ve a unos niños jugando junto al Muro, y es un muro modesto, que ni el alambrado de púas de la parte superior logra convertir en algo aterrador.
El hombre más alto de la otra foto no necesitaría ni siquiera pararse de puntas para hablar con un habitante de Berlín Oriental, y los niños, aun pequeños como son, si jugaran con una pelota, correrían el riesgo de volarla al otro lado. "¡Pelota, por favor!", tendrían que gritar, y es probable que se las devolvieran. Es probable que haya ocurrido. Una amiga mía que vivió de niña en Berlín Oriental antes del levantamiento del Muro, cuando ya 81 zonas de paso reglamentaban el tránsito entre el sector oriental y el occidental, me contó que ella y sus amigos jugaban volibol con los niños del lado contrario usando la línea divisoria como red.
No hay juego, en efecto, sin líneas divisorias. Donde hay juego, siempre hay un muro, visible o no, que circunscribe el territorio del juego y lo aísla del mundo.
La alegría que se percibe en los niños de la foto de Cartier-Bresson integra el Muro a su juego, y lo convierte, al menos en ese breve tramo que les concierne a ellos, en un aliado, no en un enemigo. La niña de la patineta se recarga en él con total abandono. Es como si el Muro se hubiera tomado por un momento un descanso en su largo recorrido divisorio para entregarse a una tarea distinta, a su oficio más noble, el de servir de respaldo, de guía.
Al igual que entre los perros y los niños, entre éstos y los muros corre un secreto entendimiento. El fotógrafo supo captar esta ambigüedad, que es la ambigüedad de todo muro. Y el de Berlín, el más famoso de todos, no podía escapar a esa ley que hace que los muros oscilen entre la cárcel y el juego, entre la negación del otro y el deseo por el otro. Al fin y al cabo una ciudad no es más que una incesante proliferación de muros. No es tan increíble que hayamos tenido una de ellas dividida por uno particularmente largo. Era casi fatal que ocurriera. Si un marciano hubiera aterrizado en Berlín, probablemente no habría distinguido el Muro de los otros muros de Berlín. De nuevo la primera foto de Cartier-Bresson es ilustrativa.
Es más impresionante la pared del edificio de la izquierda que el muro divisorio. Esa pared elevada nos produce un agobio físico. Los tres hombres parados sobre el registro del teléfono están rodeados de muros y ellos mismos parecen, con el color gris de sus trajes, criaturas nacidas de esos muros. La foto, a partir de su objeto central, el muro que divide la ciudad, irradia hacia la opresión que ejercen en realidad todos los muros, que nos dividen por dentro. Imaginemos ahora que el Muro de Berlín no hubiera sido la barda de tres metros y pico que fue, sino un muro elevado como el del edificio de la izquierda, una pared metafísica. En el fondo, para el propósito político-ideológico por el que el Muro fue construido, una pared así habría sido más idónea: separarse tajantemente del mundo capitalista y suprimir todo vislumbre de él.
¿Por qué no se hizo así? ¿Se temía tal vez que la incomunicación se volviera total y definitiva, que pasara de lo físico a lo metafísico? ¿O fue una mera cuestión de costos? Sin embargo, una pared de esa naturaleza, después de una fuerte inversión inicial, habría necesitado muy pocos retoques, al revés de lo que ocurrió con el muro que conocemos, que se reformó profundamente en cuatro ocasiones, representando así una tarea continua y absorbente para sus constructores, lo que prueba que era un muro dubitativo, ambiguo, interior, insoluble, siempre al acecho de una pelota que brincara desde el otro lado. –