Entrevista con Octavio Paz, Editor de revistas

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Hábleme de sus primeros proyectos editoriales, de la forma en que se llevaron a cabo, de sus amistades.
     Entre mis amigos de la preparatoria estaban Salvador Toscano, que después se dedicó a la historia del arte y a la arqueología, Rafael López Malo y otros. Leíamos lo que pensábamos que era la vanguardia; no teníamos mucho conocimiento de idiomas, aunque empezábamos a aprender inglés y francés. Entonces se nos ocurrió hacer una revista. Tenía 17 años y mis compañeros 18, y publicamos Barandal. Todas nuestras confusiones pueden verse en esa revista. Publicamos un texto de Marinetti en el primer número, lo cual era un poco extravagante. Conocíamos la existencia de Joyce, del que publicamos un fragmento del Ulises en los Cuadernos del Valle de México.
      
     Usted contaba con una herencia literaria familiar. Sus amigos, con quienes fundó Barandal, ¿tenían una herencia literaria como la suya?
     Dos de mis amigos tenían padres poetas. Uno era López Malo. Su padre se llamaba Rafael López y era un viejo poeta sobreviviente del modernismo y gran amigo de López Velarde, un elegante de la Belle époque que debió haber sido un hombre de vida muy tormentosa, autor de un poema titulado “La bestia de oro”. Era amigo de Juan de Dios Bojórquez, un personaje muy importante en aquella época, político y colaborador de la revista Crisol, que pertenecía al Bloque de Obreros Intelectuales. Entre los miembros del BOI estaba Miguel Martínez Rendón, padre de Arnulfo Martínez Lavalle, otro de los editores de la revista. Martínez Rendón, un poeta distinguido en ese momento que después se perdió, se empeñó en hacer el primer número. Éramos cuatro los responsables: Arnulfo Martínez Lavalle, López Malo, Toscano y yo, pero había todo un grupo de jóvenes alrededor de nosotros. El primer número provocó un gran escándalo en la preparatoria, por su tono beligerante. Sobre Antonio Caso publicamos un comentario a manera de burla sobre su libro de poemas Crisopeya. También publicamos algo sobre López Velarde y “El son del corazón”. Hicimos comentarios irónicos a la idea de José Vasconcelos sobre la universalidad de la educación.
      
     ¿Cómo reaccionaron sus profesores?
     Entre nuestros maestros estaba Carlos Pellicer, a quien la revista le gustaba mucho. Novo y Villaurrutia nos llamaron porque querían colaborar. Uno de los textos que aparece en el suplemento del número cuatro de Barandal es un fragmento de la novela Lota de loco de Salvador Novo, que nunca terminó. Villaurrutia publicó “Dos nocturnos” en el número seis. En el último número de Contemporáneos se dice que finalmente ha surgido una nueva generación literaria, que es la generación agrupada en Barandal. De modo que el bautizo literario de Barandal coincidió con el acta de defunción de Contemporáneos. Barandal fue una revista de experimentación, entusiasmo, irreverencia y un poco de placer. Recuerdo que hicimos algunas lecturas públicas de poesía en la Escuela Nacional Preparatoria. Mis amigos y yo estábamos escondidos. Al momento en que empezó la lectura, comenzamos a lanzar unos avioncitos con versos. Estaba presente el director de la facultad. Todo eso eran imitaciones escolares tardías de lo que habíamos leído de los motines de los surrealistas y de los ultraístas en España, que habían tenido lugar diez años antes.
      
     En Barandal, y en Cuadernos del Valle de México, aunque se publicaron pocos números, es posible encontrar colaboraciones de escritores de renombre.
     Cuadernos del Valle de México publicó la primera traducción de un fragmento del Ulises de Joyce. La aportación más valiosa fue la de Rafael Alberti que publicó dos poemas: “Un fantasma recorre Europa” y “Al volver y empezar”. En el primer número aparece un poema mío, “Desde el principio”, un poco místico, pero en el que se alcanzan a advertir ecos de esa poesía que yo pensaba que era metafísica, sobre los ángeles y ese tipo de cosas.
      
     ¿Por qué dejó de publicarse Cuadernos del Valle de México?
     La política universitaria devoró a mis amigos, entre otras cosas, y finalmente yo me aparté. Fuimos la avanzada de una nueva generación. Dentro de cada generación hay muchas tendencias, distintos grupos y personalidades, choques. Nosotros éramos entonces los mayores, los que sucedíamos a los Contemporáneos. Detrás venía otro grupo que descubrí un poco después, entre los que sobresalía un joven poeta, Efraín Huerta. Yo era estudiante de la facultad y él de último año de preparatoria, en San Ildefonso. Entre ellos también se encontraban Rafael Solana y otros más, que habían fundado Taller Poético, una revista como el mismo Solana: ecléctica, reverenciosa, amante de las jerarquías, de los premios, de los honores, como si la literatura fuera una fiesta de fin de año. Todo el mundo tenía que tener su lugarcito, su regalo, su medalla, su aplauso. Se había suprimido el elemento crítico, la mirada combativa; era lo contrario de Barandal.
     Luego surgió otra revista, Tierra Nueva, en la que participó un poeta que tuvo cierta relevancia, Neftalí Beltrán. Publicaron cosas interesantes, por ejemplo, una antología de poesía surrealista hecha por César Moro. Ya había pasado por México André Breton, estábamos en plena Guerra Mundial y con ella había llegado otro grupo muy importante formado por escritores españoles. Llegaron también muchos escritores franceses, como Benjamin Péret, y otros, como Victor Serge.
      
     ¿Cómo salió el primer número de Taller?
     Cuando llegué de España, Solana me propuso hacer una nueva revista literaria, transformar Taller Poético en Taller a secas. Solana pagó el primer número. Fue un número dedicado a la pintora María Izquierdo, que incluía un texto de Solana bastante bueno sobre su pintura. María misma diseñó la portada. Al poco tiempo Solana se fue a Europa (todavía no estallaba la Guerra Mundial), nos mandó algunos poemas y no volvió sino ocho meses después; nos dejó abandonados. No teníamos un centavo. Surgió entonces Eduardo Villaseñor, un político amante de la literatura, muy amigo de Barreda y de Villaurrutia, que eran mis amigos. Ellos le hablaron de mí, fui a verlo y le dije que queríamos ayuda para Taller. Nos regaló una remesa de papel couché que pudimos vender en partes y con eso hacer los primeros números. Solana ya no tuvo que ver con la revista. El número dos lo hice yo, mal o bien fue obra mía. En el número cuatro publicamos “Una temporada en el Infierno” de Rimbaud que, aunque ya habían sido publicados fragmentos en España, nunca se había publicado completo.

La traducción la hizo un amigo mío, José Ferrel, con un prólogo de Luis Cardoza y Aragón.
      
     Pero las dificultades financieras siguieron.
     Aunque recibimos ayuda el dinero se nos acabó. De pronto llegaron los españoles. Se me ocurrió entonces invitarlos a formar parte —puesto que eran de la misma edad que nosotros— del consejo de redacción. Así reunimos Taller con lo que quedaba de Hora de España, pero tuvimos que hacer una transacción. Bergamín ofreció su ayuda siempre y cuando fuese Ramón Gaya el autor de las viñetas y del diseño de la portada. Estuve de acuerdo. Quedó bastante bien, pero muy parecida a Hora de España. También nos ayudó mucho Alfonso Reyes a través de anuncios de la Casa de España, una ayuda que después nos quitó Cosío Villegas, pues no era amante de la literatura y menos de la joven literatura.
     En Taller publicamos a los Contemporáneos, que colaboraron mucho con nosotros, a excepción de Salvador Novo. Publicamos la primera colección de poemas de T.S. Eliot en lengua española, con una nota de Bernardo Ortiz de Montellano y traducciones de Rodolfo Usigli, Juan Ramón Jiménez, Ángel Flores, León Felipe, Octavio G. Barreda y Ortiz de Montellano.
      
     Cuando terminó Taller, ¿cómo se encontraba el ambiente cultural?
     Había surgido una revista dirigida por Silva Herzog, pero en realidad hecha por Juan Larrea, que estaba muy lejos de nosotros: Cuadernos Americanos. Estaba también el grupo comunista, que no tenía revista, encabezado por Neruda. Estaba muy dividido el ambiente: por un lado estaba la gente que seguía la línea de Neruda, y por el otro estábamos nosotros, es decir, lo que quedaba de Barandal, Taller y Tierra Nueva; también lo que quedaba de los Contemporáneos, especialmente Villaurrutia y Barreda. Nos pareció que había que hacer algo distinto y decidimos fundar El Hijo Pródigo.

 
     Entonces El Hijo Pródigo surgió como una respuesta a Cuadernos Americanos.
     Cuadernos Americanos era una revista demasiado sociológica para nuestro gusto, con una idea preconcebida de lo que era América Latina y una filosofía más bien vaga, la de Larrea; nosotros queríamos imaginación y libertad. Esto nos enfrentaba a los sectores del realismo social, a los amigos de Neruda. En el primer número se publicó un texto de Ramón Gaya sobre Posada que provocó la indignación de todo el mundo. Neruda lo denunció. Diego Rivera pidió para Gaya la aplicación del artículo 33. Hicimos un banquete de desagravio a Gaya al que asistieron Villaurrutia y Barreda. Luego de ese episodio continuó la vida combativa de El Hijo Pródigo, por lo menos durante los primeros números. Después de mi partida la revista cambió de dirección, volviéndose mucho más tolerante. La revista se quedó en manos de Villaurrutia, que en realidad no la dirigía, que no iba, y, sobre todo, de Alí Chumacero, que se encargó de ella al final. Desde el número siete yo no tuve mucho que ver con El Hijo Pródigo.
      
     ¿Fue en ese momento cuando las revistas literarias comenzaron la tradición de incluir temas de política?
     Esto comenzó con Hora de España y en México con Taller. Por primera vez las revistas literarias tenían cierta orientación filosófica y política, pero política en un sentido ideológico, no en el sentido electoral o de partidos. Esto pasó un poco antes en Francia, con los surrealistas. Arte libre y antifascismo: un programa muy primitivo y limitado, evidentemente, pero esa era la teoría del Frente Popular y nosotros fuimos un eco de todo eso. Con El Hijo Pródigo ocurrió lo mismo. En esta revista aparecieron también algunas críticas a los regímenes totalitarios y a la sociedad moderna.
     Durante años estuvo usted fuera de México. A su regreso, casi como algo natural, decidió comenzar una nueva aventura editorial. ¿Cómo comenzó la historia de Plural?
     Julio Scherer me propuso que hiciéramos una revista semanal de orden político. Quería una publicación que “barriera” con todas las revistas, un poco como el Nouvelle Observateur, una revista mitad de información y mitad de ideas. Yo le dije que no tenía ni humor, ni tiempo, ni talento para una idea así. Le dije que podía hacer una revista mensual de orden cultural. Lo pensó y aceptó. Propuse como secretario a Tomás Segovia y para el consejo de redacción a Luis Villoro, Carlos Fuentes y algunas personas más. Scherer me dijo: “Octavio, eso es un error, no tengas un consejo de redacción, porque terminarás atado”. Seguí su recomendación. Como al año Segovia se retiró. En ese momento creamos el consejo.
      
     Hábleme de los principios de Vuelta.
     Cuando se terminó Plural me dije: “Bueno, se acabó esta pesadilla, ya no vuelvo a meterme en esto. Estoy escribiendo mis libros y tengo la vida más o menos resuelta en Harvard”. Fueron entonces a verme Alejandro Rossi y Gabriel Zaid, y me preguntaron: “¿no has pensado continuar Plural?” Les contesté que no. Luego de largas conversaciones me convencieron y decidimos hacer Vuelta. Ellos participaron muy activamente en la organización de la revista. Hicimos varias reuniones, llamamos al antiguo consejo de colaboración de Plural y en esas condiciones se hizo el proyecto. El diseño económico lo hizo Zaid, quien también intervino en la orientación de la revista. Coincidíamos en dos cosas: en la crítica al partido hegemónico y en la crítica al totalitarismo. En el caso de Rossi, coincidíamos en el gusto literario. Rossi estuvo a cargo, como director interino, de los primeros números. Yo estaba en Harvard y regresé a los tres meses. Aunque yo formé los primeros números, Rossi agregó detalles en los que yo no había pensado. Se puede decir que Vuelta es una obra colectiva. Comparando Vuelta con Plural, creo que en Plural estábamos más alerta a lo que pasaba fuera de México.
      
     ¿Cuál sería el común denominador de las revistas que usted ha fundado?
     En primer lugar, la afirmación de la literatura por la literatura frente a los poderes sociales; no solamente frente al Estado, sino también a los partidos y los poderes del mercado. Creo que Vuelta sigue teniendo esa oposición al mercado. De modo que somos herederos de la buena tradición de la literatura hispanoamericana, de las revistas que se opusieron siempre al gusto del público, que quisieron hacer algo distinto: cambiar a la sociedad, a la gente. También hemos dado importancia a la crítica moral de la sociedad, en busca de una sociedad más abierta. Nuestra actitud ha sido siempre abrir puertas al mundo. –

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