El guerrero y la distancia

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En una casa esquinera de Nogales estaba, en 1913, el cuartel general de Venustiano Carranza. Martín Luis Guzmán, en El águila y la serpiente, dibuja años después la noche en que, poco antes de la cotidiana cena ritual del Primer Jefe con sus subordinados inmediatos, se asomó al patio de la casa y divisó “la sombra de un hombre apoyada en la sombra de un poste”:
La sombra era la de un hombre gallardo. Un rayo de luz, al darle en la orilla del ala del sombrero, mordía en su silueta un punto gris. Tenía doblado sobre el corazón uno de los brazos, apoyada en el puño la barbilla, y el antebrazo derecho cruzado encima del otro. Por la postura comprendí que el hombre estaba absorto en la contemplación de los astros: la luz estelar le caía sobre la cara y se la iluminaba con tenue fulgor.
     Aquella figura humana, ausente en su ensimismamiento, no me era extraña del todo. Con esa seguridad, así que llegué al extremo del corredor volví sobre mis pasos y vine resueltamente a colocarme ante la sombra inmóvil. El hombre salió poco a poco de su contemplación; bajó la mano en que apoyaba la cabeza; se irguió, y dijo con voz dulce y humilde, en raro contraste con la energía y rapidez de sus movimientos,
cabalmente militares:
—Buenas noches. ¿Quién es?
—Un viejo conocido, general. ¿O me engaño acaso?
¿No hablo con el general Felipe Ángeles?
Ángeles era, en efecto.
¿Qué hacía allí solo, melancólico, con el alma perdida en las estrellas, él, verdadero hombre de acción y de grandes impulsos? ¿Por qué estaba a esa hora en ese sitio, encarnando la profunda tristeza que dimanaba del patio de la Primera Jefatura, en vez de hallarse entregado en cuerpo y alma al despacho de los asuntos militares de la Revolución, para lo cual su capacidad era mil veces superior a la de los generales improvisados? Tanto me desconcertó sorprender así a Ángeles, que evité hablarle de lo que más me importaba —de la eficacia del ejército constitucionalista— y durante los minutos que allí estuve dejé que él escogiera los temas de
la plática.
      
Fue en la sobremesa de una de esas cenas, según refiére también Martín Luis Guzmán, cuando los criterios militares de Carranza y de Ángeles se distanciaron en las palabras como se enfrentarían después en los hechos: Carranza defendió los ejércitos improvisados, Ángeles “esbozó la defensa del arte militar como una disciplina que se aprende y se enseña”.
     Rosa King, inglesa, dueña del Hotel Bellavista en Cuernavaca, conoció a Felipe Ángeles en 1912, durante la guerra de Madero contra los zapatistas, esa que, según dice Friedrich Katz, el general condujo como una “guerra de caballeros”. En Tempestad sobre México, más de 20 años después, esbozó una silueta tamizada por los años y el recuerdo:
      
El general Ángeles era delgado y de buena estatura, más que moreno, con la palidez que distingue al mejor tipo de mexicano, de rasgos delicados y con los ojos más nobles que haya visto en un hombre. Se describía a sí mismo, medio en broma, como un indio, pero sin duda tenía el aspecto que los mexicanos llaman de “indio triste”. Otros grandes atractivos se encontraban en el encanto de su voz y sus modales.
     Desde que me lo presentaron percibí en él un par de cualidades que había echado de menos en sus antecesores: la compasión y la voluntad de comprender. Me agradó, incluso antes de que escuchara entre sus jóvenes oficiales que no toleraba en sus soldados crueldad ni injusticia alguna. Nunca supuse que nuestras ocasionales conversaciones serían el principio de una amistad con él y su familia que me arrastraría a la corriente de la Revolución.
Felipe Ángeles, esta figura de guerrero gentil que vieron Martín Luis y Rosa King, atraviesa el libro de Friedrich Katz como atravesó la Revolución: único y solitario, suerte de arcángel portador de destino.
     Por meses y años, mientras borroneaba en la cárcel los originales de La revolución interrumpida, me persiguió esta sombra inquietante que no lograba ubicar en ningún lado. Desafiaba su perfil las clasificaciones fáciles de sus adversarios de todos los bandos: conservador, ambicioso, manipulador de Villa. Durante interminables vueltas en torno al torreón de la crujía N de Lecumberri, allí donde está hoy el Archivo General de la Nación, acosé a Víctor Rico Galán con dos preguntas: “¿Quién es en realidad Felipe Ángeles?” “¿Quién se queda con la renta del ejido?” No es que esperara de él una respuesta: necesitaba, como todos nosotros, un interlocutor inteligente para seguir reflexionando. Apareció finalmente el general en mi libro de entonces y en algún ensayo de años más tarde.
      
Después de leer de corrido, como la novela verídica que es, el extraordinario Pancho Villa de Katz, me fui otra vez a buscar a mi general Ángeles paso a paso y capítulo a capítulo entre su millar de páginas. Allí aparece su biografía de la única manera en que tal vez sea posible hacerla: enlazada a la suerte de las armas de la División del Norte y a la continuidad, también solitaria, de sus propias ideas sobre México.
     Como Herman Melville con Starbuck en el capítulo xxvii de Moby Dick, “Caballeros y escuderos”, Friedrich Katz hace ingresar a Ángeles allá por su capítulo 7, “Los jefes villistas”. Este es el personaje que el autor nos presenta.
     Hijo de una familia de clase media porfiriana, Ángeles entró al Colegio Militar, entonces prestigiosa institución de educación superior, en 1882, a la edad de 14 años. Destacó en matemáticas y se especializó en balística, disciplinas afines a la nitidez de pensamiento y a la capacidad de abstracción. Joven profesor, tal vez allí empezó a afirmar el afán por comprender que vio en él Rosa King y el afán en la claridad para explicar que aparecerá después en sus escritos.
     Como especialista en artillería, fue enviado a Francia en 1902 en una misión encargada de comprar cañones para el ejército mexicano. El general Manuel Mondragón, encargado de adquisiciones del ejército, acostumbraba recibir una comisión de 25%, según informe de la casa Krupp al gobierno alemán encontrado por Katz. Ángeles se negó a entrar en estos tratos y sus superiores ordenaron su regreso a México. Nueva desgracia de este tipo tuvo cuando, en 1904, se opuso con argumentos técnicos a una compra de pólvora en Estados Unidos. Esta costumbre molesta y anómala de ser honesto en las licitaciones y pretender que los demás también lo fueran, parece haber determinado finalmente su envío a Francia en 1909 para estudiar técnicas de artillería.
     Buena combinación de azares nos ofrece Katz: el corrupto ejército porfiriano, al enviar al exterior a uno de sus honestos y mejores oficiales, estaba completando la preparación militar del organizador de la artillería que destruiría a ese ejército en Zacatecas.
     Aparece después Ángeles con Madero como jefe del Colegio Militar y, a poco andar, es amigo y soldado de confianza del presidente. Lo envía éste a la campaña de Morelos, donde lo encuentra Rosa King y donde su conducción de la guerra le gana el respeto de los zapatistas; es a la vez el canal por donde las razones de la causa de Zapata se abren paso en la mente del general Ángeles. De esta fraternidad guerrera entre enemigos nace, como lo muestra Katz, la confianza entre ambos que después permitiría a Ángeles convencer a los zapatistas para que enviaran su delegación a la Convención de Aguascalientes.
      
Leal a Madero en la Decena Trágica, Ángeles se dio cuenta de la traición de Huerta durante los días del sitio de La Ciudadela, recuerda Katz, pero se abstuvo de denunciarlo a Madero. ¿Por qué? El propio Ángeles dice a un amigo dos razones: “por disciplina militar y porque no quería aparecer como intrigante”. Katz se pregunta si es explicación bastante.
     Ambas razones me parecen verdaderas y suficientes, si al carácter del personaje uno se atiene. La disciplina militar es una constante en sus actos. Cuando por fin se decide a romperla y a incorporarse a los ejércitos revolucionarios, es en realidad en nombre de una disciplina superior de su antigua institución, que había sido rota por el general Huerta al derribar y asesinar al comandante en jefe del ejército, el presidente Madero. En su actitud había tal vez un gesto similar al del general De Gaulle en 1940 cuando, al romper la disciplina formal del ejército francés para no aceptar la derrota, se asumió él en el exilio como el continuador solitario de ese ejército, como el depositario de su honor y su destino.
     La obligación de obediencia del general Felipe Ángeles había quedado disuelta con el golpe de Estado dirigido por Huerta. Y si esa obligación no funcionó después de igual modo hacia Carranza, fue sin duda porque nunca vio en el ejército constitucionalista el equivalente del ejército nacional en el cual él se había formado, ni en la conducta de sus improvisados jefes su propio concepto de honor militar de antigua escuela.
     Igualmente constante es su negativa a la intriga. En La Ciudadela, Ángeles sabía que Madero ya estaba informado, incluso por su hermano Gustavo, de la conducta de Huerta. ¿Para qué iba con el chisme, si el propio presidente se negaba a aceptar la realidad? Esta actitud es completamente coherente con el personaje. Si quien tiene el mando no ha querido o sabido escuchar, por qué va uno a sumarse a la nube de intrigantes que siempre gira en torno a los dueños del mando. Es un sentido de respeto a sí mismo y ante sí mismo el que en estas actitudes se revela.
     Esta resistencia a la intriga es también lo que distancia a la figura solitaria que describe Martín Luis Guzmán de la corte que rodea en Sonora a Venustiano Carranza. Una vez más, el carácter de Ángeles lo aísla de su entorno y pone entre él y su medio esa distancia invisible que parece acompañarlo hasta el final. Esta persistente distancia suele tomar en veces algo así como un color de fatalismo, cuando es acaso tan sólo educación para mirar con frialdad los hechos.
     Katz menciona la descripción de Manuel Márquez Sterling después de su visita a Madero, Pino Suárez y Ángeles en la habitación donde los tiene detenidos Huerta. El cónsul cubano ve al mismo personaje que antes vio Rosa King y después vería Martín Luis:
      
Echado en un sofá, el general Ángeles sonreía con tristeza. Es hombre de porte distinguido; alto, delgado, sereno; ojos grandes, expresivos; fisonomía inteligente y finas maneras. Cuando le dieron orden de volverse contra Madero se negó a obedecer. Acababa de cambiarse la ropa de campaña por el traje de paisano. Y era el único, de todos los presentes, que no fiaba en la esperanza ilusoria del viaje a Cuba. Una hora después me decía, con su lenguaje militar, ante la sospecha de un horrible desenlace: “A don Pancho lo truenan”.
      
A don Pancho lo tronaron y a Ángeles lo mandaron a Europa, desde donde regresó para combatir a Huerta. Katz descubre en los archivos quiénes, cómo y por qué protegieron a Ángeles y ayudaron a salvarle la vida. Entre ellos estaba Manuel Calero, político conservador y gestor de compañías petroleras de Estados Unidos, quien esperaba ganar las simpatías de Ángeles para sus propias ambiciones políticas. Caracteres opuestos Calero y el general, sin embargo éste hasta su último día guardó gratitud al político turbio por su ayuda en la hora difícil, otro rasgo propio de su singular carácter.

      
En este punto, Katz nos resume en un párrafo las ideas políticas de Felipe Ángeles al incorporarse a las fuerzas villistas:
 
Ángeles no era sólo un militar, sino también un ideólogo, dado que había concebido lo que él consideraba un programa nacional para México. Este programa era, por su naturaleza, ampliamente maderista, pues en muchos aspectos Ángeles era el heredero espiritual de Madero. Como Madero, creía profundamente en la democracia. Se orientaba en mayor medida que Madero hacia las reformas sociales —años después se consideró a sí mismo un socialista—, pero al igual que Madero creía que las reformas, cualesquiera éstas fuesen, debían ser graduales, y que la propiedad privada era sagrada. Se oponía tajantemente a las confiscaciones.
      
¿Por qué el hombre que tenía estas ideas se convirtió en el jefe militar más destacado de la División del Norte y en aquel que buscó una alianza en la Convención con los zapatistas, si lejanas de las suyas estaban las ideas de Villa y mucho más las de Zapata? Para quienes han buscado durante mucho tiempo una explicación a esta aparente incongruencia en el supuesto doblez o hipocresía de Ángeles hacia sus amigos y sus aliados, el estudio de Friedrich Katz constituye uno de los testimonios más sólidos sobre la coherencia de fondo en Felipe Ángeles entre conducta e ideas.
     Ángeles se aleja de Venustiano Carranza y su entorno por una evidente incompatibilidad de principios tal como éstos aparecen en la conducta y no en los papeles. Le repugna la corte de arribistas, aventureros e improvisados que lo rodea, tanto como a éstos repugna la formación de militar profesional de Ángeles.
     Esta profesionalidad alcanza su momento culminante en la batalla de Zacatecas. El general la concibe, planea y ejecuta como una obra de arte militar y así la describe después, con cierto deleite estético, en un extenso artículo para el periódico Vida Nueva. “En su descripción de la batalla de Zacatecas, Ángeles se muestra como si hubiera sido extrañamente insensible, gozando de la matanza 'desde un punto de vista artístico' “, anota Katz. Veo las cosas desde un ángulo diferente.
     En Zacatecas, como después en la toma de Monterrey, Ángeles se propone vencer de modo que la victoria consista no en exterminar al enemigo, sino en destruir su voluntad de triunfo con sólo el costo indispensable en vidas propias y ajenas. Este costo será, de todos modos, alto. Por eso, al terminar en victoria la batalla, Ángeles galopa con su Estado Mayor para detener los fusilamientos inútiles y hacer respetar las leyes de la guerra.
     Su campaña posterior en Nuevo León, que culminó con la toma de Monterrey, dirigida en completa autonomía por el general Ángeles, fue no sólo una obra de arte militar sino también, nos dice Katz, “la campaña más humana en la historia de la Revolución Mexicana”. No excluyo, porque de otras reacciones inmediatas del hombre surge la posibilidad de que así fuera, que Pancho Villa sintiera el aleteo leve de los celos ante esta muestra de arte militar de su subordinado. (“¿Hubo acaso muchos generales de la Revolución que no sintieran celos de Ángeles?”, se pregunta Martín Luis Guzmán, agudo como siempre). En todo caso, el éxito de Ángeles en Monterrey parece haber alejado, antes que acercado, a los dos generales.
     Si comparo la actitud de Felipe Ángeles en las dos batallas, Zacatecas en 1914 y Monterrey en 1915, encuentro una constante: el empeño completo en el combate, la distancia emocional con sus vicisitudes. Es lo que llamo la distancia del guerrero.
     Ésta aparece una vez más en la diferencia decisiva entre Ángeles y Villa, como bien la muestra Katz, acerca del eventual avance sobre Veracruz a comienzos de 1915; en el alejamiento de Ángeles después de ser desoído en sus pronósticos negativos sobre la conducción villista de las batallas del Bajío en 1915; y finalmente en su conducta después de su inevitable separación de Villa en septiembre de ese año: “Ángeles nunca hizo declaración pública alguna contra su antiguo jefe y hasta el fin de sus días continuó insistiendo en que estaba orgulloso de haber servido bajo sus órdenes”, anota Katz. Y agrega: “Es significativo que Villa nunca considerara que Ángeles lo había abandonado sino que, por el contrario, tres años más tarde casi le pidió disculpas por haberlo alejado”.
     De ese lazo da testimonio definitivo Katz cuando anota la reacción de Villa ante el fusilamiento de Felipe Ángeles: “La respuesta de Villa a la ejecución fue rápida y sangrienta. Dos días después de la muerte de Ángeles, sus tropas cayeron sobre la guarnición carrancista de Santa Rosalía y mataron hasta el último de sus defensores”.
     Esta vez no estaba allí Ángeles para impedirlo.
      
Friedrich Katz estudia el destacado papel de Ángeles para forjar la alianza entre villistas y zapatistas que cambió el curso de la Convención de Aguascalientes. Su argumentación es novedosa y convincente. Muestra las capacidades políticas de este hombre, su entrenamiento intelectual para callar sin mentir y su destreza para ganar confianzas y construir alianzas sin ocultar sus ideas y sin ceder al uso de la intriga.

     Todas esas cualidades, sin embargo, se iban a deshacer ante la soledad de su persona sin fuerzas que lo siguieran, la distancia entre sus métodos y los de sus adversarios y la contradicción entre las aspiraciones y los impulsos radicales de los ejércitos campesinos que se unían en la Convención y las ideas y métodos moderados propuestos por Felipe Ángeles. El general era más respetado que Madero por zapatistas y villistas, porque era general, guerrero e indio. Pero la vieja contradicción entre maderismo y zapatismo no podía disolverse por rectitud de conductas ni por respeto entre adversarios. Las fuerzas campesinas tenían otro rumbo y la contradicción se resolvió
en distancia.
     Sin embargo, los tres generales: Zapata, Villa y Ángeles, comparten un rasgo tan profundo como inesperado para quienes sólo creen en las artes y las mañas de la política cotidiana. A diferencia de los jefes constitucionalistas, de cuya conducta se deriva el incomparable verbo “carrancear”, ninguno roba ni aspira a hacerse rico en la Revolución. Ángeles partió hacia Estados Unidos en septiembre de 1915. De esa partida, Katz anota:
      
Una vez instalado en Estados Unidos, la preocupación principal de Ángeles fue ganarse la vida. A diferencia de otros villistas, que cruzaron el río Bravo llevando grandes sumas de dinero con las que habían logrado hacerse en el curso de la Revolución, él había sido escrupulosamente honesto, y dejaba México tal como había entrado, es decir, como un hombre pobre.
      
La figura de Ángeles se nos presenta con su carga de destino en el capítulo que Katz dedica a su regreso a México y su última campaña con Villa, entre diciembre de 1918 y noviembre de 1919. En sus años de exilio, Felipe Ángeles emprendió trabajos diversos de supervivencia en Estados Unidos, intentó montar una granja en Texas, leyó mucho, se mezcló con los trabajadores en Nueva York, escribió, se consideró socialista y discutió, planeó, conspiró y divagó, como todos los exiliados políticos que en el mundo han sido, sobre el siempre hipotético retorno al país natal.
     Ya en 1916 especulaba sobre una eventual caída de Carranza: “Muchos creen que Obregón lo reemplazará. Yo no lo creo”, escribía en junio de ese año a Maytorena: “Para mí la caída de Carranza traerá consigo indefectiblemente la de Obregón y la de todo el carranclanismo. Si es así, podrían muy bien aprovecharse de esta caída los porfiristas, los científicos y los clericales. Pero tampoco creo que esto sea probable; porque si la nación está decepcionada de los revolucionarios, no lo está de la Revolución”.
     Pero “si las ideas anteriores son expresión de la verdad”, continuaba Ángeles, “surge un problema de urgente resolución”:
      
¿Cómo hacer triunfar en la práctica una revolución que ha triunfado en las conciencias de todos, aún en las de los antirrevolucionarios? Para eso es necesario, en primer lugar, que nos asociemos los revolucionarios que no somos salvajes; los que reprobamos los asesinatos, las confiscaciones, las arbitrariedades y el desorden; los que creemos que si nuestras instituciones son democráticas, no deben estar escritas solamente en nuestras leyes fundamentales, y que deben acabarse para siempre oligarquías, como la “científica”.
     La aspiración maderista no es una utopía: era la mentada aspiración científica, que con Bulnes decía en discurso memorable, “después del Señor General Díaz, la ley”. La piedad para los desheredados no es un dislate político, es la base indispensable para el equilibrio social. De una y otra cosa están convencidos nuestros enemigos políticos y la nación toda. Lo que faltan son hombres desinteresados y civilizados que conviertan en realidad práctica principios axiomáticos, evidentes, sobre todo después de la Revolución.
      
De estas ilusiones tempranas sobre la debilidad del nuevo régimen lo alejarían los meses siguientes y tal vez, más que nada, la sanción de la nueva Constitución en febrero de 1917, a la cual contrapuso en adelante el retorno a la de 1857. Su maderismo inflexible, lejos de atraer una amplia gama de aliados como él suponía, resultaba una traba para las interminables negociaciones con doble y triple fondo en los círculos de exiliados. Una cosa son las alianzas del ascenso hacia la próxima victoria, como en la Convención de Aguascalientes; otra, las de la dispersión y la derrota.
     El general, apóstol de la unidad, se fue quedando solo, cada vez más presionado por su propia urgencia interior de actuar, de poner en correlación los actos con las palabras. Se hartó, es evidente, de las palabras sin actos de los otros. Su distancia con aquellos prudentes asociados del exilio se hizo visible en que Ángeles, a diferencia de ellos, se mantuvo fiel hasta la desdicha a la máxima de Napoleón: On s'engage, et puis on voit.
     Un buen día se cansó de toda esa gente y hacia fines de 1917 decidió que, a como tocara, ya era hora de preparar el cruce del río Bravo. Una vez más, el hombre que quería la ley como corolario de la Revolución iba a unirse con aquel que encarnaba hasta la furia esa violencia revolucionaria que se propone quebrar con el terror la voluntad del enemigo. Contradicción insoluble, como no tardaría en demostrarse.
     En aquellos juegos del exilio, varios políticos habían querido usar al general: su trayectoria y su integridad eran respetadas en México. Inepto para la intriga, llegado el momento no supo, no quiso y no pudo usar él a ninguno —José María Maytorena, Manuel Calero, otros— para su propio regreso a México. Su idea de unir a revolucionarios y antirrevolucionarios en una sola organización, la Alianza Liberal, para alcanzar la paz en México, resultaba peregrina y peligrosa para algunos de los más radicales, como Federico González Garza, y también para los más conservadores, como el mismo Calero. Por otra parte, una fuerza mucho más poderosa, invisible para Ángeles, minaba irresistiblemente la unidad de los exiliados. Era la consolidación del nuevo régimen constitucional, en cuyo seno y no fuera de él, con sangre como siempre, se dirimirían las contradicciones, los conflictos y los destinos de la Revolución.

Distante de todos, Ángeles terminó por decidir un cruce solitario de la frontera, como con cierta amargura refiere a Manuel Calero en su carta de despedida:
      
Yo hubiera querido no estar tan solo, hubiera querido ir acompañado de unos veinte patriotas bien conocidos en la República, pero no los encontré; quizá muchos querían, pero no podían por su educación de gentes refinadas, delicadísimas.
      
Una afectuosa carta de Villa, supone Katz, aceleró esta decisión de Ángeles. Está fechada en Jiménez, Chihuahua, el 14 de septiembre de 1918. En ella lo invitaba a
      
ayudarme a establecer un gobierno civil, emanado de la voluntad popular, que dé garantías a la nación, y nosotros como militares lo obedeceremos y caminaremos a la altura de nuestro deber para no mancharnos como hizo el ejército que traicionó al gobierno del pueblo…

Pocas veces una promesa de Villa ha de haberse adecuado tanto al ideal de gobierno propuesto por Ángeles. Difícil le era al general negarse a un llamado, cuantimás que éste era el de su propio ánimo, si al mismo tiempo lo completaba este párrafo que le dirigía el antiguo jefe de la División del Norte:
      
Siempre consideraré y escucharé con prudencia su consejo, porque le repito que admiro su honor y su cultura y aunque puedo haber obtenido el control del ejército y tenga la fortuna de un guerrero que hasta ahora no ha encontrado a nadie que pueda derrotarme, no me avergonzaría servir como soldado bajo su mando.
      
Halagado debió de sentirse el general, pero no ilusionado, porque en aquella carta a Manuel Calero, con todo y todo, marcaba sus distancias con los villistas:
      
Sabe usted bien que conozco todo a lo que me expongo. Estoy viejo ya y no podré resistir fácilmente la inclemencia de la vida a campo raso, sin alimentos, sin vestidos y sucia en extremo. Voy a andar entre gente que por ignorancia y salvajismo comete crímenes […]; y naturalmente su buen amigo, el piadoso señor […] me llamará bandido.
      
El regreso de Ángeles, el 11 de diciembre de 1918, era un acto desesperado. Como varios que intentaron disuadirlo —Maytorena entre ellos— se lo dijeron, y como él mismo lo sabía sin confesárselo, en las dificultades y las penurias que lo esperaban, las distancias con Villa —carácter, cultura, proyecto político— iban a poner cerco a las cercanías. Solo había estado el general en Estados Unidos entre los exiliados y solo no tardó en encontrarse en Chihuahua entre los villistas. Con una diferencia: en aquella soledad lo rodeaba la intriga; en ésta, lo cobijaba un extraño afecto, una vieja lealtad entre guerreros que se han visto juntos en muchas y saben que hay algo más fuerte que las diferencias de opinión política. Cercanía/distancia llamo aquí a esta forma del afecto huraño.
     La actitud hacia Estados Unidos —admiración en Ángeles, animadversión en Villa— era quizás la más irreductible de esas diferencias. Se tranformó en ruptura cuando Villa, en junio de 1919, decidió tomar Ciudad Juárez. Ángeles se opuso, aduciendo que si atacaban la ciudad fronteriza las tropas de Estados Unidos irremediablemente intervendrían. Villa atacó y, tras pintorescas vicisitudes, la predicción de Ángeles se cumplió y los villistas tuvieron que abandonar la ciudad. Escribe Katz:
      
Para Ángeles, el ataque de los estadounidenses contra Villa representaba el colapso no sólo de su estrategia sino de todos sus sueños. “Esto no tiene remedio”, le dijo a Jaurrieta, el secretario de Villa, que lo había traído de Estados Unidos y que era uno de los pocos miembros del ejército villista que sabían leer y escribir. “El general Villa jamás será aceptado por el gobierno de la Casa Blanca. Siendo completamente nula mi actuación entre ustedes, se impone mi regreso al territorio americano. ¡Pero eso nunca! Solamente pondrá la muerte el punto final honroso a esta mi última aventura revolucionaria; deseo morir, de todo corazón”.
      
Tal vez no fueron tan solemnes como Jaurrieta las recuerda las palabras del general. Pero eso dijo, así o de otra manera. Lo cierto es que poco después, con una pequeña escolta, se separó de Villa, por un tiempo según se dijeron ambos, para siempre según ambos sabían. En los meses siguientes, hasta donde se conoce, con esa mínima partida de soldados se desplazó escondido por el campo de Chihuahua. Todavía Villa, al momento de separarse, trató de convencerlo de que si se iba lo matarían: “No se corte de mi lado, general, porque lo van a colgar. Se lo dice a usted un señor coyote”.
     Pero en Pilar de Conchos se despidió de Pancho Villa el general. El secretario Jaurrieta, testigo del momento, cuenta de Villa que después,
      
durante todo el trayecto recorrido para llegar a Las Nieves, el jefe a cada momento daba muestras de inquietud por la ausencia de Ángeles, repitiendo las mismas palabras: “Sí, señores, lo van a colgar… pero ¡qué hombre tan terco!”
      
     En noviembre, delatado por uno de su escolta, los carrancistas lo capturaron, lo llevaron a Chihuahua, lo juzgaron y lo fusilaron.
      
Como bien dice Katz, el general era un militar y un intelectual. Su inteligencia pensaba y dirigía sus batallas, una idea de honor militar tal vez obsoleta después de los horrores de este siglo presidía su conducta hacia sus superiores, sus subordinados, sus aliados, sus enemigos y sus prisioneros.
     El Felipe Ángeles de Friedrich Katz libra, a mi juicio, tres grandes batallas, en cada una de las cuales, más allá del enemigo inmediato a vencer, se propone objetivos no visibles y diferentes.
     La primera de las tres es la de Zacatecas. Destruye al ejército federal. Pero se propone demostrar, y lo consigue, que sólo un general formado en esa escuela es capaz de hacerlo de ese modo y que es el arte militar, y no la improvisación loada por Carranza, el que puede lograrlo con limpieza. Vence entonces a Huerta, pero apunta también sobre Carranza.
     La segunda es la de Monterrey, que dirige en completa autonomía de mando. Vence a los carrancistas, pero también se propone mostrar su dominio de ese arte después de la controversia perdida ante Pancho Villa acerca de la marcha sobre Veracruz.
     La tercera es el juicio sumario de Chihuahua donde el tribunal dicta la sentencia de muerte ordenada por Carranza. El general sabe el final, pero convierte al proceso público en una batalla en defensa de su oficio, su vida y sus ideas. “Más de 5,000 chihuahuenses formaron la gigantesca procesión fúnebre que acompañó el cuerpo de Ángeles a su tumba”, refiere Katz en su apasionante narración de aquellos días. “Felipe Ángeles” se llamó después la escuela primaria fundada por Pancho Villa en la hacienda de Canutillo.
     Ángeles atraviesa el libro de Katz como cruzó por la Revolución Mexicana: desde el principio hasta el fin, es un jefe militar y un guerrero solitario. Parece encarnar una idea y un propósito que viene desde antes y seguirá después. El riesgo y la distancia no lo abandonan nunca, tampoco en el exilio. Distante está de su ejército de origen, el de don Porfirio, del cual lo separa su conducta. Cerca y distante está de don Pancho y por eso puede ver con claridad su muerte aproximarse. Desde lejos y cerca, con un afecto extraño, combate primero y acompaña después al zapatismo. Una distancia mayor, casi un abismo, lo aleja de don Venus, su crueldad y sus intrigas. Cerca y distante está de Pancho Villa desde el principio al fin de su también extraña amistad de combatientes tan diversos. Cercanía y distancia lo hacen volver a México a jugarse, él solo y su caballo, el todo por el todo. Solitario en su lectura de Ernest Renan está cuando lo toman preso en una cueva de Chihuahua. Afectuoso, irónico y lejano lo describe Nellie Campobello al filo de sus horas finales en Chihuahua:
      
Ya lo habían fusilado. Fui con Mamá a verlo, no estaba dentro de la caja, tenía un traje negro y unos algodones en las orejas, los ojos bien cerrados, la cara como cansada de haber estado hablando los días que duró el Consejo de Guerra —creo que fueron tres días—. Pepita Chacón estuvo platicando con Mamá, no le perdí palabra. Estuvo a verlo la noche anterior, estaba cenando pollo, le dio mucho gusto cuando la vio; se conocían de años. Cuando vio el traje negro dejado en una silla, preguntó: “¿Quién mandó esto?”. Alguien le dijo: “La familia Revilla”. “Para qué se molestan, ellos están muy mal, a mí me pueden enterrar con éste”, y lo decía tomando lentamente su café. Que cuando se despidieron, le dijo: “Oiga, Pepita, ¿y aquella señora que usted me presentó un día en su casa?”. “Se murió, general, está en el cielo, allá me la saluda”. Pepita aseguró a Mamá que Ángeles, con una sonrisa caballerosa, contestó: “Sí, la saludaré con mucho gusto”.
      
Sólo así, tal vez, pudo atravesar la tormenta de sangre y de crueldad siendo a la vez un jefe y sin dejar de ser lo que era él mismo: “Felipe Ángeles me llamo, Señor, y ésta es mi vida”, habrá dicho al llegar.
     Varias veces, en la literatura y en la vida, he encontrado encarnadas la distancia y la elegancia del guerrero que en la figura de este general se resumían. Alar el Ilirio, el de Álvaro Mutis en “La muerte del estratega”, es una de ellas.
     Con discreción las alude uno de los grandes libros de nuestro tiempo, el último de un historiador que fue también un guerrero en las dos guerras mundiales de este siglo: L'étrange défaite, de Marc Bloch:
      
Ser un jefe verdadero es, quizás ante todo, saber apretar los dientes; es inspirar a los demás esa confianza que nadie puede dar si él mismo no la tiene; es negarse hasta el fin a desesperar del propio genio; es por fin aceptar, para aquellos a quienes uno manda tanto como para sí mismo, antes que la vergüenza inútil, el sacrificio fecundo. En el pasado, hombres que estúpidos no eran ni, ante el peligro personal, cobardes, también habían sucumbido demasiado pronto ante el infortunio. Para su memoria, la historia militar guarda sólo desprecio.
      
La historia militar ha conservado memoria, trayectoria y vida del general Felipe Ángeles, señor de las artes sutiles de la guerra, la distancia y la elegancia. Nuestro reconocimiento a Friedrich Katz por haberlo recuperado para todos nosotros. –

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