Sigue, distraído,
los escurrimientos de pintura
a lo largo del lienzo,
oye en una lengua incomprensible
sólo inflexiones.
Tras la ventana
la vista borrosa mira
bandadas de pájaros.
Luz suave
derramándose
sobre las manos posadas en el mantel,
la taza de té
—y algo imprevisto
un grito amarillo,
una explosión,
se abre en su mente.
Entrada a la claridad
—párpado arrancado.
Pequeños núcleos,
sílabas fugaces,
se juntan como vértebras de un pez—
sentido a la deriva.
La demencia desata
el relampagueo a sus espaldas,
la noche cubierta de estrellas rojas.
Fulgor presentido,
más que visto,
presagiando el corte de la espada
sobre su sueño
tierno e informe como larva.
Sangradura
—epicentro distante.
Los rincones de la mente
se sacian de oscuridad.
Puertas selladas.
Terror de que se abran,
de pisar el suelo invisible,
y ser en la propia distancia
sólo un punto que se borra.
En cimas impracticables
su pensamiento anida como un pájaro.
Se desgajan
los muros levantados
a espaldas del juicio,
y ante la noche,
la incomprensión de su azar,
nada sostiene vuelo o caída.
Tras la ventana
brillo de musgo
en el tejado,
la luz se recoge dentro de la estancia.
Las flores dejan sus óxidos en el mantel.
Vaivén apenas la conciencia;
opaca las cosas
y vuelve
a la pantalla negra. –
(De Los sueños. Elegías,, libro de próxima publicación.)