Las novelas de José Saramago no circulan en Cuba. No sólo porque en ese país se venden únicamente los libros que edita el Estado, sino por-que la nomenklatura habanera tiene más de una razón para catalogar, dentro de la modalidad de “textos filosóficamente incómodos”, lo mismo a El Evangelio según Jesucristo que a Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres. En estas novelas se cuenta la historia de personas que sufren la golpeante extrañeza de cualquier sistema legal cerrado: el de la biología, el del derecho, el de la religión, el del capital, el de la ideología… Saramago, que sabe dar vida a la herencia de Kafka y Musil, de Borges y Pessoa, es, tal vez, el escritor más antiburocrático de fines del siglo XX. Su escritura no oculta la voluntad de ser un testimonio de la frenética construcción de esa “jaula de hierro” que Max Weber vislumbró como emblema de la modernidad.
El comunismo cubano –pequeño universo concentracionario, no exento de fugas sensuales– bien podría ser la cara real del mundo ficticio de José Saramago. La Conservaduría General del Registro Civil, que aparece en Todos los nombres, es un kindergarten al lado de los archivos de la Seguridad del Estado castrista.
Don José, esa especie de K., ya dentro del Castillo, es apenas un hombre feliz que envidiaría el destino de los personajes de La muerte de un burócrata, Los sobrevivientes, Guantanamera o cualquier otra película de Tomás Gutiérrez Alea. Es comprensible: el autor de Ensayo sobre la ceguera no quiere abrir los ojos a la deshumanización de un comunismo tropical que, en 40 años, ha producido más de 300 mil presos políticos y más de tres millones de exiliados. Por eso puede decir, tranquilamente, que “si hay una posibilidad de que el ser humano sea verdaderamente ser humano, esa posibilidad está en Cuba”. Por eso dice, también, que Fidel Castro es “el alma de Cuba”. Y tiene razón: Fidel es el alma de Cuba, así como Hitler creía encarnar el Volksgeist de Alemania, Mussolini el Spirito de Italia y Stalin la Dushá de Rusia.
Sin embargo, narrador de parábolas, Saramago es un novelista que debe ser leído exegéticamente, como si sus silencios fueran más comunicativos que sus palabras. En un congreso de intelectuales latinoamericanos, celebrado el mes pasado en La Habana y al que sólo asistieron escritores partidarios del gobierno de Fidel Castro, su discurso fue una obra maestra en ese arte de decir callando. Cuando afirmaba que “la globalización constituye un totalitarismo”, ocultaba el corolario: “y Cuba otro”. Cuando declaraba “en Cuba se respetan algunos derechos humanos más que en muchos países desarrollados”, silenciaba la acotación: “pero se violan otros”. Allí mismo, ante un auditorio ciegamente leal al castrismo, Saramago se atrevió, incluso, a decir que en sus viajes por la Unión Soviética, Vietnam, China y Cuba había percibido que los intelectuales, en países comunistas, se alejaban de la política y justificaban su apatía desempeñando el rol de “ingenieros del alma”, “militantes del entusiasmo” o “brujos de una tribu sensible”. Esa paradoja gramsciana del “intelectual orgánico” que degenera en “intelectual tradicional” debió resultarle odiosa a la élite del poder cubano.
José Saramago es un novelista que habla como un profeta, pero piensa y escribe como un arqueólogo. En sus peregrinaciones por China, Cuba y Chiapas ha buscado siempre lo mismo: las huellas de un pasado y no los indicios de un porvenir, el memorial del convento y no el evangelio de la esperanza. Su dilema, que es también el de la zona más autoritaria de la izquierda mundial, pierde intensidad si se coloca junto a la certidumbre que alcanzó François Furet en su última mirada al siglo XX: el comunismo fue, tan sólo, una ilusión, un sueño, que dejó algunas marcas de violencia en la historia. ~
— Rafael Rojas
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.