El libro de Felipe Gálvez sobre el abogado Octavio Paz Solórzano (Hoguera que fue, UAM, 1986) recoge un testimonio de su hijo el poeta. Dice que “a raíz de su muerte supe que era padre de otra criatura”. Alguien (el político callista Luis L. León) le preguntó si quería conocerla y Paz aceptó: lo habrá desconcertado atisbar ecos de su propio rostro en el de una niña de once años.
Decidido a desfacer en algo los entuertos de su padre, Paz optó por protegerla. La recomendó ante Relaciones Exteriores y la vio “tres o cuatro veces”, pero a la vez dice ignorar si “usa el apellido Paz”. Sabía bien que no, pues en carta de 1944 (inédita) le pide a Octavio G. Barreda que conserve “en su modesto empleo” a “mi recomendada, Perla Poucel” a quien “quisiera ayudar en la medida de mis fuerzas”. Y en Al calor de la amistad. Correspondencia (1950-1984) entre Paz y José Luis Martínez (edición de Rodrigo Martínez Baracs, FCE, 2014), en una carta de 1962 Paz encarga a su amigo, entonces embajador en Perú, “a la nueva canciller, señora Perla Pourcell”, persona “de gran competencia y a la que me siento ligado”.
Paz ocultó el nombre con la discreción que debemos omitir los estudiosos, y más aún si la internet ya asocia los dos apellidos. Y hay que hacerlo porque si bien los protagonistas del drama son todos difuntos, la borrascosa sombra del abogado aún merodea en la obra de su hijo: alteró su idea de la familia; incidió en sus reflexiones sobre el “padre” como preámbulo de la autocracia; actuó en su casa la idea “el macho es el gran chingón” que analiza en El laberinto de la soledad y, sobre todo, protagoniza varios poemas que son, a fin de cuentas, el registro cabal de su trabado trato.
Los compadres del abogado celebraban sus calaveradas; los hijos y mujeres sufrían las consecuencias. Mi amigo Ángel Gilberto Adame encontró en El Nacional (13/12/1932) un suelto titulado “El Lic. Octavio Paz es acusado por una señora”: su amasio suele golpearla, dice María Luisa Pérez Cervantes, pero ahora presenta querella porque “provisto de filosa navaja, pretendió herirla” en su casa de La Merced. El abogado murió en Los Reyes La Paz, cerca de otra “casa chica”. Su padre andaba “atado al potro del alcohol”, escribió el hijo: me pregunto si el potro desbocó su violencia también en la casa grande.
El abogado Paz, que tenía cuarenta años, agregó el estupro al adulterio cuando sedujo a María Raquel Poucel Aviña (1907-1971), que tenía quince al quedar encinta. En su testimonio a Gálvez, Paz dice que los Poucel “detestaban” a su padre y que prohibieron “todo contacto” entre la agraviada y él. No era para menos. Paz agrega: “tengo entendido que nunca se negó a reconocer a su hija, pero las prohibiciones surtieron efecto” y la criatura, Perla Dina (1923-1991), fue registrada como hija de sus abuelos. El abogado Paz corrió con suerte, pues el padre y varios hermanos de Raquel eran militares en activo. Su impulso por reparar la honra mancillada de la familia se habrá visto atenuado ante el poder del burlador que, cuando sucede la historia, pasaba de una diputación federal (1920-1922) a la secretaría de gobierno del estado de Morelos (1922-1926). Que el abogado estuviera en Cuernavaca cuando nace la criatura le resta credibilidad a su pretendido deseo de reconocerla: el abogado no viajó a la capital ni siquiera para los funerales de su padre, en 1924.
Paz quería y sufría a ese padre fantasmal que se manifestaba entre un escándalo y otro. Ya muerto, merodea fuera de su casa: “aunque cerremos puertas, él insiste”, escribe. Paz le dice, tajante, a Joaquín Soler Serrano: “Era un hombre habitado por los demonios”. Y su esposa cargó la cruz conyugal hasta convertirse en un “llano de llanto,/ yantar de salitre”, una imagen que evoca el paisaje de la estación ferroviaria donde murió despedazado en 1935. Se habló de suicidio y Paz conjeturó que había sido asesinado…
El resto de su vida, el poeta hablaría con su padre “siempre de otras cosas” y sólo en sueños: “esa borrosa patria de los muertos”. En una carta de 1937, a días de su boda con Elena Garro, su madre (“carta de amor con faltas de lenguaje”) le escribe: “como quisiera que tu Papasito querido viviera y te viera como gozaria el pobresito no que se fue con tantas penas y sinsabores Dios alla tenido piedad de el y lo tenga en su Santo reino…”
La fe no tiene límites.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.