Para comenzar a entender lo que aqueja al debate público mexicano basta repasar la reacción a la portada y el texto sobre México en la revista Time. Advierto en la discusión dos vicios peligrosos: la estridencia irreflexiva (es decir: la estridencia) y la teoría de la conspiración. Ambas, me parece, comparten origen en la intersección de la pereza y la ignorancia. Después de todo, es más fácil asegurar que el gobierno mexicano compró la portada de Time antes que aceptar que las portadas de las revistas (y mucho más en esta época de crisis para el modelo de negocio del periodismo impreso) se acercan mucho más a la lógica de la mercadotecnia que a la del periodismo. Es mucho más sencillo acusar a Michael Crowley de haberse vendido al mejor postor antes que leer con calma su reportaje y desmenuzarlo, no desde la acusación infundada de soborno, sino desde la crítica periodística. Tratemos de hacer el ejercicio:
La portada
Gran parte del escándalo ha tenido que ver con el título que los editores eligieron para acompañar la fotografía en contrapicado de Enrique Peña Nieto. Muchas voces –y sumo la mía– lamentaron el uso del verbo “salvar” para definir el proyecto que encabeza el presidente y su círculo más cercano. Curiosamente, no hay nada en el reportaje de Crowley que justifique el uso del verbo en cuestión. El reportero jamás habla de un proceso de salvamento. Habla de reforma, pero no de rescate. Ninguno de sus entrevistados presenta a Peña Nieto o sus asesores como “salvadores” de México. ¿Por qué, entonces, eligió Time ese verbo en particular? Los teóricos de la conspiración aseguran que hay gato encerrado: el gobierno compró el favor editorial de Time y refieren al título del número como argumento toral. Me parece absurdo. Cualquiera con un poco de curiosidad o experiencia en la lid editorial sabe que las portadas de las publicaciones se definen menos desde el rigor analítico y más desde su atractivo potencial en el mercado. Revise usted las últimas portadas de Time. Y luego las de Rolling Stone. Y luego las de The Economist. Si prefiere, mire las de casa, como Proceso. Encontrará imágenes y títulos diseñados para destacar en los estanquillos, no necesariamente para mantener un rigor periodístico ni mucho menos académico. ¿Será que grandes intereses ocultos, obsesionados con promover una siniestra narrativa, compraron todas estas portadas? No. Todas esas portadas son síntoma de la época por la que atraviesa la industria y, si me apura usted, por la naturaleza misma del periodismo impreso: si la portada no vende, la revista no vende. Si la revista no vende, no hay revista. Cierto: Time podría haber titulado el número “Reformando México”. O mejor todavía: “Tratando de reformar México pero enfrentando tremendos obstáculos y escepticismo”. ¿Habría vendido igual? No. Lo dicho: no hay que confundir la tiranía del mercado con la del Estado.
El reportaje
Hablemos ahora del texto de Michael Crowley. Lo primero que hay que decir es que este tipo de reportaje –su estructura, su ritmo, su redacción– forma parte de la cobertura cotidiana de Time. La tesitura de la revista no es la misma que The New Yorker, ni siquiera The Economist o The New Republic, publicaciones que prefieren reportajes más largos y complejos, que generalmente requieren de una presencia más prolongada del reportero en el país (si quiere usted leer otro tipo de periodismo, le recomiendo el fabuloso texto sobre Vladimir Putin que firma Julia Ioffe en The New Republic). Time, en cambio, está en el negocio de publicar reportajes poco complejos y, desde un punto de vista periodístico, francamente menores. Dicho de otra manera: lo de Time es más diagnóstico que reportaje. Pongo un ejemplo: en el número de Time de la semana anterior aparece un reportaje firmado por Catherine Meyer sobre Francois Hollande en la víspera de su visita a Estados Unidos. Es un texto flojo (en ambos sentidos), donde impera la voz de un reportero poco interesado en narrativas opuestas a la polémica apuesta económica de Hollande. Si se le compara con el de Hollande, el texto sobre México tiene destellos de escepticismo y rigor. A diferencia del reportaje desde París, el mexicano incluye ciertas voces disidentes y recoge algunos de los muchos reparos que hay sobre el gobierno de Enrique Peña Nieto (dígase lo que se diga, lo de Crowley no es hagiografía). Ahora: ¿son suficientes los reparos y las voces disidentes en el texto de Crowley? En general, me parece que no. Aunque Crowley se detiene no menos de diez veces a manifestar cierta aprensión, la realidad es que el tono del reportaje es de franco optimismo. ¿Y qué hay de los entrevistados que escogió para ofrecer un necesario contrapunto a la narrativa positiva? Digámoslo así: algo hace falta cuando la única voz remotamente escéptica es la de Manuel Camacho. Cualquier corresponsal extranjero en México podría haberle recomendado al autor cuando menos 20 voces mucho más autorizadas que Camacho para “contrapuntear” (pienso, por ejemplo, en Gerardo Esquivel, Jesús Silva Herzog Márquez y un largo etcétera). En suma, Crowley viajó a México para entrevistar a los sospechosos comunes y reflejar, en un texto como muchos, una narrativa muy popular en el extranjero: la idea de que México va por buen camino y podría convertirse en una de las grandes historias de éxito del siglo XXI. Esta posición –vale la pena decirlo– no es ni de lejos exclusiva de Time y de Crowley. En los últimos meses han aparecido muchos artículos similares en la prensa internacional. Preguntemos con toda seriedad: ¿el gobierno mexicano ha comprado la opinión de todos esos periodistas? No. ¿Pecan de ingenuidad o de pereza? Quizá. ¿Es lo mismo el mal periodismo que el periodismo corrupto? Definitivamente no y es una pena que no lo hayamos comprendido. Al tachar a Crowley de “vendido” le ahorramos una crítica seria que le habría venido bien y, estoy seguro, habría apreciado mucho. Pierde él, pero también nosotros.
(Publicado previamente en el periódico Milenio)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.