Joyas ocultas del cine de horror: Arachnophobia

Arachnophobia es una joya del terror con declinaciones cómicas. 
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Nunca he pretendido ser algo más de lo que soy: un miedoso. Las alturas, los juegos mecánicos, los escorpiones y las películas de terror, por mencionar unas cuantas, son instancias que evito. Con énfasis pero sin aspavientos, me disculpo y me alejo para ocuparme en otra cosa.

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Al final de Burden of Dreams, documental sobre la filmación de Fitzcarraldo, Werner Herzog se lanza una jeremiada en contra de la jungla. “Al mirar con detenimiento a nuestro alrededor, vemos que hay cierta armonía. Es la armonía del asesinato colectivo y sobrecogedor”. Llevaban semanas filmando en varias junglas sudamericanas y con su teatral acento al hablar en inglés, continúa: “Debemos ser humildes ante esta miseria sobrecogedora y esta fornicación sobrecogedora, este crecimiento sobrecogedor y esta sobrecogedora ausencia de orden… no hay armonía en el universo”. Concluye con cierta resignación que puede malinterpretarse como positividad: “Digo esto lleno de admiración por la jungla. No es que la odie. La amo, la amo mucho, pero la amo en contra de mi juicio”. Él estaba en medio de la selva, sufriendo los piquetes de los insectos y los colmillos de los reptiles. Tiene toda la razón. No pretendo ser otra cosa cuando afirmo estar de acuerdo con él: soy un miedoso.

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Frank Marshall figuró como productor ejecutivo de más de una docena de películas antes de dirigir su primer largometraje. No poco mérito, hizo carrera como productor al lado de Steven Spielberg. Las películas que produjo agrupan un algo que es difícil definir pero que cualquiera que lo vea sin duda distingue[1]: una estética generacional mexicana; una reproducibilidad en pantalla de autobús; la tonalidad de cierta aspiración; esa misma aspiración luego cristalizada por el TLC; una futura tesis de estudios culturales; todo mote es imperfecto. Marshall metió la mano en un conjunto de películas que tuvieron más resonancia cultural que la que sus cualidades cinematográficas les ameritaban. Y eso importa. Marshall, quizá, es un secreto demonio tutelar, de esos que, cuando la vejez, el delirio y el resentimiento los ataque tengan toda la razón en decir: “yo hice a toda esta generación de malagradecidos y nadie me dio el crédito por ello”. Aunque quizá sea decir demasiado, y solo sea que este hombre fue un gran jornalero del cine casi importante.

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Vi Arachnophobia un fin de semana. La vi solo no por bravía individual sino por venir de una familia de collones. Una hora y cuarenta y cinco minutos después sabía dos cosas: que la fobia a los insectos con veneno y maneras agresivas estaba bien justificada y que no había visto película más atemorizante que esa. El lunes fui a la escuela, prepuberto y disminuido, sabedor de la infatigable disposición letal de las arañas.

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Durante la filmación utilizaron varias centenas de arañas neozelandesas; una variedad, a pesar de no parecerlo, inofensiva. La inmensa araña que aniquiló mi tranquilidad y la de tantos otros aracnófobos en ciernes, era artificial y, a veces, en algunas tomas, una araña mata pájaros del amazonas. Hay un momento, hacia el final del primer acto y el inicio del segundo de esta tragedia clásica, en que se ve a las casi trescientas cincuenta arañas de Avondale salir de un granero. Canijo pavor ver sus ocho patas activarse sin contención; verlas, todo cuerpo, correr decididas.

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Vista ahora, la película de Frank Marshall no es una alegoría. No quiere decirnos que la naturaleza está por cobrar venganza. No hay en sus encuadres reproches por nuestras irresponsabilidades flagrantes. Quiere, en cambio, ofrecernos ese algo que Frank Marshall sabe entregar: entretenimiento de soslayo; un humor ñoño y una cosquilla de estereotipos funcionales; legibilidad cinematográfica; toda etiqueta es imperfecta. Si acaso, en cuestiones de alegorías, nos regala un mínimo combate entre los prejuicios cerriles y la objetividad científica. Incluso eso no es un punto machacón y militante: es el excipiente que da forma a ese algo indefinible que, sin embargo, al verlo, todos reconocerán. Su terror es claro, exento de sutilezas: ahí están las arañas, y están por aparecer, justo en la orilla del cuadro, detrás de la lámpara, dentro del zapato: la amenaza es clara. Y la amenaza, también, es casi pura: las arañas no han sido investidas con superpoderes merced a la radioactividad. Digo casi porque la batalla final lo contradice todo.

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Arachnophobia es una joya del terror con declinaciones cómicas. Jeff Daniels, médico al parecer internista, puntúa su temor con ocurrencias sin mucha gracia. John Goodman es el exterminador, idiosincrático y contenido, al borde de la ira o el pánico: un maestro. La esposa, el sheriff, el pueblo pequeño entero, todos están aterrorizados y, al mismo tiempo, se hacen los chistosos. Todos esperan el momento para soltar sus estudiados one-liners. De haber habido tecnología que lo posibilitara en 1990, alguna araña, después de hundir los colmillos en la carne desprevenida de los residentes de Canaima, California, habría alzado los hombros y sonreído por lo bajo, como no queriendo. No sé si haya sido la edad de la película o la confianza que me inspiran los insecticidas de bajo costo, pero ahora, por fin, la comicidad era evidente. No todo fueron escalofríos y grititos sofocados. Por fin.

 



[1] Para muestra de lo que me refiero, Frank Marshall recibe crédito como productor ejecutivo en: Back to the future, Who Framed Roger Rabbit, Back to the Future II, Cape Fear,Tiny Toons Adventures: How I Spent My Vacation, The Sixth Sense, The Bourne Identity… 

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(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.


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