El cine español da miedo

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¿Es descorazonador o sólo entrañable que la mejor película española del año 2007 sea una obra del género gore rodada con cámara digital y un mínimo presupuesto para sus poco más de setenta minutos de duración? [REC], de los cineastas Jaime Balagueró y Paco Plaza, no está nominada para los Goya más que en tres apartados secundarios, al contrario que el otro y mayor blockbuster de la temporada, El orfanato, de J. A. Bayona, que acumula catorce: una película también de terror, un poco menos hemoglobínica, muchísimo más cara y amparada por dos estrellas: Belén Rueda, ante la cámara, y el formidable Guillermo del Toro moviendo detrás los hilos de la (rutilante) producción. Las dos son excelentes, por encima del enorme tirón en taquilla que han tenido.

Esta constatación (que no todos mis amigos comparten, desde luego, sobre todo respecto a El orfanato) podría generar la melancolía propia de los ponientes. ¿Se ha acabado en efecto, y nunca ya volverá a renacer, un cine español que, sin espantar en la butaca y chorrear sangre falsa desde la pantalla, atraiga a un gran público y produzca los necesarios dividendos a la industria fílmica? Ése es el vaticinio y el no tan disimulado deseo que tienen los enemigos del cine español, que son muchos y no sólo de la extrema derecha radiofónica, periodística y parlamentaria; algún que otro novelista de prestigio se complace periódicamente en hacer público su desprecio por las películas nacionales. El recuento del año recién terminado parece sin embargo dar la razón a esos encarnizados agoreros, pues no sólo ha habido una cuota de pantalla para el cine español ridículamente baja (un poco alzada en el último trimestre por los éxitos de El orfanato y [REC]’), sino que la calidad de muchos títulos  –tanto “de autor” como de pretensión más comercial–  respaldados por buenos directores (Saura, Bollaín, Martínez Lázaro) o apoyados en sólidas fuentes literarias (Uribe, Garci, Ventura Pons) ha sido muy deficiente.

Pero el magistral y sostenido ingenio de Balagueró y Plaza, que consiguen hacer socialmente sugestiva y profética una aterradora historia de posesiones infernales, y la refinada caligrafía cinematográfica de Bayona, buen lector además de El resplandor de Kubrick, una obra muy mal copiada en los últimos tiempos, no significa que sólo en los géneros hay salvación para el cine español. En el terreno del drama costumbrista, que se nos da tan bien, para impaciencia de cosmopolitas, el 2007 ha ofrecido la que para mí es la tercera mejor película del año, La soledad de Jaime Rosales (comentada en su día en esta página) y otras que podríamos en cierta forma adscribir a un no sanguinolento terror doméstico y valetudinario: Bajo las estrellas, de Félix Viscarret, Yo, de Rafa Cortés.

Hay otro género para el que, por el contrario, parece haberse perdido la gracia y el talento: la comedia. Y ésa es a mi juicio –un tanto hipotético y no basado en vastas investigaciones de campo– una razón principal del desencuentro del cine español con su público, y lo que le diferencia de Francia o Italia, cuyas cinematografías, menos dotadas para el terror que la nuestra (ya lo exportamos, por cierto, incluso a los Estados Unidos, como el jabugo), consiguen año tras año llenar sus salas con películas de elegante comicidad, casi siempre enaltecida por la pincelada dramática y la buena escritura de los diálogos. Retirado Berlanga, entregado Fernando Trueba a la salsa, un tanto perdido entre Granada y la India Fernando Colomo, se diría que nos hemos vuelto incapaces de ese término medio agridulce en el que se mueve la comedia low key. ¿O nunca fuimos capaces? Las generalizaciones son siempre molestas, aunque encierren verdades como puños. El teatro español, después de la floración enredosa del Siglo de Oro, no ha tenido una línea vertebral fuerte y constante para el arte de la comedia ni en el siglo XVIII ni en el XIX, los tiempos generadores de esa narrativa representada y dialógica de la que se nutrió el cine. O lo que es lo mismo: nos ha faltado un Marivaux, una pléyade de comediógrafos salaces y sutiles como los del fin de la Restauración inglesa, un Goldoni. Quizá por eso estamos condenados en el cine al humor grotesco o a la astracanada. Y a meter miedo en el cuerpo con una rara eficacia que no se puede decir que sea herencia de Goya. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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