Aconsejo al lector, si no ha escuchado todavía a este poeta visionario y cantante entrópico de 27 años, Benjamin Clementine, que deje inmediatamente de leer, encienda el ordenador, viaje al planeta Google y vea alguno de los vídeos que circulan por el espacio exterior, preferentemente de sus actuaciones en directo. Si la experiencia no le impresiona carece de sentido que siga leyendo, pero si el resultado es el opuesto, a lo mejor despierta su curiosidad cambiar impresiones con el damnificado que escribe estas líneas.
Hay algo anterior a la voz, algo especial que la precede y en cierto modo la adivina: su presencia. Su figura llama la atención, tiene algo singular y misterioso, como un aura, que atrapa desde la primera mirada: una desproporcionada estatura de gigante vulnerable, la elegancia en el porte – desapegada y distante-, el rostro oscuro, ancho poliédrico y con los ojos ligeramente rasgados, el pelo espeso que parece tender irresistiblemente hacia el cielo y la mirada inteligente, misteriosa, profunda, fuerte, pero con un velo de tristeza.
Aunque haya nacido en Londres, parece venir de muy lejos, como si lo habitase un espíritu de otro lado, de los territorios de Ghana donde nacieron sus padres y se originó el vudú (“vodun” significa espíritu en la lengua de los Fon y los Ewe), lo cual reafirma mis intuiciones – posiblemente marcianas y esotéricas- sobre la imborrable huella de la memoria genética.
Es tímido, solitario, hermético y frágil, como delata su primera canción “Cornerstone” (“Piedra angular”): “Me siento solo, solo en una caja de piedra/ Decían que me querían pero todos mentían/ Me siento solo en mi caja de piedra/ Este es el lugar al que pertenezco”.
Pero también, este narrador, este contador de historias, este “griot” que ignora su genealogía ancestral aunque suba a los escenarios con los pies desnudos, es fuerte y tiene determinación. Lo confirma en la canción “Adiós”:
La decisión es mía
la decisión es mía
deja, pues, que la lección sea para mí
que la lección sea para mí
la decisión es mía
la decisión es mía
porque la visión es mía
la visión es mía
Hasta que los árboles dejen de respirar
hasta que las abejas dejen de libar
y todas las sales en el mar muerto
se fermenten en miel
Hasta entonces estaré, por siempre, buscando
buscando
persiguiéndolo hasta el fin
Y como aquel otro célebre cronopio que habitaba el cuento de Cortázar, aquello inasible que busca lo persigue a través y a la velocidad del sonido: “Las canciones son mis alas, es lo que uso para volar”, confiesa en una entrevista. Su música es excéntrica en el sentido geométrico del término: lo que está fuera del centro o posee un centro diferente al observado. La desestructura de sus canciones inventa y trasciende los géneros para girar sobre sí misma: es a un tiempo poesía, narración, drama y canción, mientras que su lenguaje musical entrevera el minimalismo impresionista de Erik Satie, la intensidad del jazz vocal de Nina Simone, la delicada frescura de Léo Ferré y la chançon française, el lirismo pop de Antony Hegarty y la energía del spoken word, spoken soul o spoken funk de Gil Scott Heron y de Terry Callier.
Un universo intimista, lírico y onírico, impetuoso y tempestuoso, de canciones – de duración indeterminada o entrecortada – que dan pie a articular versos o monólogos en prosa, con una interpretación eléctrica, de tal intensidad expresiva que parece entrar en trance, como si su cuerpo fuese el medio (o más acertadamente el “médium”) de algo que viene de ese lugar imposible donde habitan nuestras emociones comunes.
Con esa voz profunda de amplio registro y colores diversos, versátil, un punto áspera y con acentos dramáticos o humorísticos, habla -en tono íntimo y confesional o brusco, enérgico y torrencial- de amor, soledad, rebelión, determinación, tristeza, en definitiva de su mundo interior, poblado de lecturas anárquicas de William Blake, Baudelaire o Rimbaud, que refleja la extravagante trayectoria de este personaje autodidacta e inadaptado. Criado con su abuela tras la separación de sus padres, llevó una adolescencia disipada en Camden Town, hasta que abandonó definitivamente los estudios y huyó a París con 19 años, unas cuantas libras, un paquete de spaghetti y ninguna dirección conocida, ni física ni mental. Fueron cuatro años de deambular como vagabundo y pernoctar en albergues o dormir al raso, de divagar por la literatura y la canción francesa, hasta que comienza a tocar en los túneles del metro con una guitarra desvencijada – primero versiones de Bob Marley, luego temas propios – y al final se encuentra con dos conocidos productores, Lionel Bensemoun y Matthieu Gazier, que creen en él y montan un sello discográfico para grabarlo. Dos EPs titulados “Cornerstone” y “Glorious you” editados en 2013 con el único contrapunto del piano y un acompañamiento minimalista de bajo, percusión y vientos, permitieron darle a conocer. Y poco a poco se fueron abriendo las puertas, aunque la catarsis colectiva se produce en octubre del mismo año, cuando se presenta en el show televisivo de la BBC, “Later with Jools Holland”, y recibe las felicitaciones y el reconocimiento de Paul Mc Cartney y Charles Aznavour.
Después, en una espiral vertiginosa hacia el reconocimiento y el éxito, ha llegado su primer disco de larga duración, “At least for now” (“Al menos por ahora”), publicado en marzo de 2015, ya bajo el oscuro manto de una multinacional discográfica. En él, Benjamin da una vuelta de tuerca a su concepto musical con los arreglos y la instrumentación de cuerdas, alejándose del más crudo y espontáneo sonido artesanal anterior para introducirse de en el sofisticado y peligroso mundo del estudio de grabación profesional, con medios ilimitados y ejecutivos desnortados, aunque afortunadamente, en este caso, el elaborado experimento funciona y no trivializa el contenido ni lo convierte en un producto industrial. De hecho, el disco ha obtenido merecidísimamente el pasado mes de noviembre el prestigioso Mercury Prize británico y el Prix Victoire del Musiques en Francia, además de la unánime ovación de la crítica. Algo parecido ocurre con los videoclips oficiales de las nuevas canciones, tanto “London” como “Némesis” u otros, que a pesar de estar realizados desde el establishment y la mercadotecnia, tienen, por ahora, un concepto, frescura y creatividad visual deslumbrantes.
Uno tiene siempre miedo de que el éxito o el entorno desfiguren o destruyan el potencial creativo de un gran intérprete, lo que ha ocurrido no pocas veces porque, desgraciadamente, el talento no va siempre unido al carácter, como a mi juicio le ocurría a Amy Winehouse, cuyo proceso de sobre explotación económica y mitificación póstuma, por insaciable ánimo de lucro, produce verdadero sonrojo e indignación.
Confío en que Benjamin Clementine sea, como decía el invicto poema de William Ernest Henley, el dueño de su destino, el capitán de su alma, porque tiene mucho que descubrirnos en el futuro este singular y talentosísimo artista. Algo así deja traslucir la letra de su canción “Condolences”:
Antes de que naciera había tormenta
antes de la tormenta había fuego
ardía por todos lados
y todo volvió de nuevo a la nada
y entonces, de la nada
de la nada absoluta
nací yo, Benjamin
de tal forma que cuando
me convierta en alguien algún día
siempre recordaré que vengo de la nada
(…)
Envío mis condolencias al miedo
envío mis condolencias al miedo.
Permanecemos, pues, atentos, y estaremos encantados de visitar de nuevo los círculos excéntricos de su poesía, los desordenados paisajes de su entropía. ~
(ciudad de México, 1958) es abogado, periodista y crítico musical. Conduce el programa colectivo Sonideros de Radio 3 en Radio Nacional de España.