La suma de datos de cada persona va a crear un superyó mucho más completo que el original. Muchos de esos datos son robados (era post-Snowden) pero la mayor parte los cedemos voluntariamente a cambio de servicios o beneficios. Este superyó podrá ayudarnos en todo pero es dudoso que el control de ese monstruo esté en manos del original.
No sabes qué saben de ti y quién lo sabe; tampoco puedes saber qué va a surgir del cruce de esos datos que te están vetados. Has producido capas de significado, una identidad que no puedes conocer y que crece cada día. Puedes pedirle a Google o a otros agentes que te digan qué saben de ti: te remiten un archivo monstruoso. Pero es la capa básica, no sabes cómo se combina esa capa con las demás. Un Frankenstein digital, un avatar que eres tú, creado en tus interacciones con el mundo. Un yo al que no conozco, que conserva capas muertas, realidades desaparecidas, mensajes olvidados. Un yo que a todos los efectos es el yo real, pero que no puedes modificar ni borrar. Este yo extra es la representación más exacta, más completa y más objetiva de mí que ha existido jamás. La identidad –este contínuum de conciencia– es una nadería comparada con lo que las máquinas saben de mí, de mis relaciones, mi vida entera, mis mundos sucesivos.
Este yo extra se relaciona en las bases de datos con los siete mil millones de yoes que conviven en la nube, en la máquina. (La nube es una metáfora piadosa, interesada, que remite a la divinidad, al cielo: las granjas de servidores no están en una nube). Estamos todos juntos como en un Matrix esperando que la máquina, por sí misma u obedeciendo a una orden, establezca nuevas relaciones, nuevos entes sociales, nodos, redes de almas cuyos originales no sospechan de cuántas formas pueden ser moldeados sus avatares.
Esta identidad, junto con los recibos y declaraciones de hacienda, contiene también datos bioquímicos, la remota intimidad de los análisis, multas, emails, llamadas, todo. En la vida prenube una persona podía olvidar zonas enormes de su vida, podía hacer como si algo no existiera, edulcorar sus recuerdos, engañarse o imaginar vidas alternativas; de hecho esto es lo que hacemos las personas cuando podemos, vivir en una ensoñación permanente, en nuestro mundo virtual, imaginarnos sin cesar. A medida que ese yo extra se haga más fuerte y aumente sus relaciones con el mundo, esta costumbre de vivir en burbujas o ficciones sucesivas, de inventarnos yoes (nuestros y de otros) será más difícil. O más fácil. Habrá apps para todo. Quizá será rentable engendrar derivados, seres mixtos, híbridos algorítmicos formados por varios o muchos originales.
En algún momento esa identidad Big Data podría sustituir o suplantar a la antigua y a actuar según criterios diferentes, según nuevas directrices de la máquina o de quienes puedan manejarla. O del propio yo original, o de la interacción entre ese yo antiguo y su clon. Estamos en la fase previa, a quince minutos del estreno de ese megayó inconcebible.
Si alguien maneja esos datos combinados puede ver el futuro. Puede producirlo. Consuela pensar que solo algunos gobiernos, o muchos, pueden combinar y manejar esos yoes inmensos, analizar sus relaciones y, quizá más adelante, crear la realidad. A lo mejor ya está ocurriendo, ¿cómo saberlo si no aparece otro Snowden? ¿Cuánto falta para que se fusionen mis datos?
Podemos pensar que la última barrera que preserva nuestras antiguas identidades es la desconexión de las diversas fuentes y bases de datos y de los agentes que las pilotan: esa dispersión nos proporcionaría un poco de tiempo. Pero las máquinas se relacionan ya entre ellas y quizá desbordan a los remotos, improbables, gestores humanos. Servicios inconexos de diferentes empresas o administraciones acaban por encontrarse en los sótanos refrigerados y todo tiende a vincular los datos, pues aislados carecen de valor. Los datos se buscan a sí mismos porque son carne de su carne, o bit de su bit. Cada día parece más natural el paisaje de Bioy en La invención de Morel.
Entonces, tenemos un superyó más completo que nunca del que no sabemos gran cosa (pero sospechamos que está por ahí), que se va haciendo autónomo, se independiza de los yoes remotos. Este superyó puede acabar comprando algo que nos encanta y que ni siquiera sabíamos que deseábamos. Este yo aumentado puede decidir vender a su original a cambio de más potencia para sí.
El seguro –o el propio Estado– te va a obligar a llevar una pulsera de datos biológicos conectada en tiempo real. El sistema, sea lo que sea, sabe más que yo de mí. Ese Frankenstein de datos recosidos suma más que las partes, es la auténtica identidad, algo nuevo que es negocio, control, seguridad, salud, futuro. El paso siguiente es que quien tenga el acceso podrá ver flotando sobre la cabeza de su interlocutor físico, corpóreo, las cifras básicas que definen su situación: saldo, antecedentes, propiedades, contactos… Esto reanimará la vida social tradicional. Todos estos números se resumirán en un algoritmo, una especie de Page Rank personal universal. El que tenga poder podrá ver los indicadores de los demás de forma instantánea, pero no al revés. Estamos ya en este mundo, más o menos, entrando a toda velocidad. La transparencia siempre ha funcionado hacia abajo.
Podremos imprimir en 3d en casa a nuestro clon digital y así tendremos a alguien con quién charlar, alguien que, por fin, nos conozca mejor que nosotros mismos. ~
(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).