Con la culminación de la industrialización, Occidente conoció el nacimiento de los partidos de masas. Su impacto en el sistema parlamentario no fue menor: el creciente peso del poder legislativo sobre el ejecutivo dio lugar a un asamblearismo incipiente que desembocaría en la crisis del liberalismo. En el periodo de entreguerras la situación alcanzó cotas de inestabilidad insostenibles, con el auge de partidos autoritarios en toda Europa. Esa inestabilidad culminaría en la Segunda Guerra Mundial.
Tras el conflicto, las naciones europeas apostarán por una reconstrucción “racionalizada” del parlamentarismo democrático. Para dar estabilidad al sistema se reforzará la figura del presidente o del primer ministro, de modo que a las asambleas les resulte arduo derrocar gobiernos y desatar crisis políticas. En el nuevo parlamentarismo racionalizado, el liderazgo estará sostenido por su legitimidad de origen, y se construirá “por acumulación de jefaturas”: el presidente del gobierno es también el líder de su grupo parlamentario y, con frecuencia, el secretario general de su partido.
Esta estrategia para robustecer la figura presidencial por la doble vía competencial y de legitimación puede observarse también en la Constitución Española de 1978. La legitimidad de origen del presidente se reconoce desde su misma investidura, en la que los partidos le entregan su confianza antes siquiera de que se conozca el ejecutivo, cuya formación es competencia exclusiva del recién investido. Es decir, la legitimidad del presidente es anterior a la del propio gobierno.
Además, se endurecen los mecanismos para derribar al líder del Ejecutivo por medio de una moción de censura que ha de ser constructiva, esto es, que requiere de un candidato alternativo con el respaldo mayoritario del parlamento para prosperar. Esta medida fomenta la responsabilidad y garantiza una cierta estabilidad, pues está diseñada para evitar el vacío en la jefatura del gobierno.
Este modelo, que ha funcionado durante más de medio siglo, parece, sin embargo, estar atravesando una crisis. Si el auge de los partidos de masas tras la industrialización desembocó en la crisis del liberalismo, el reciente auge de los partidos populistas tras la globalización parece poner en jaque el parlamentarismo racionalizado.
Y lo hace porque el populismo ataca la raíz del parlamentarismo racionalizado, que es su legitimidad de origen. Los partidos populistas enarbolan un discurso de ruptura de la mediación por el que se pretende que es el pueblo, y no sus representantes, el que ha de ejercer el mando de forma directa. Por supuesto, se trata de una ficción, pues es a las formaciones populistas, y no a la ciudadanía, a quienes se pretende trasladar el poder. Una ficción que, sin embargo, obliga a mantener un cierto relato: así, estos partidos evitarán llamarse partidos, y sus políticos negarán ser políticos.
El cuestionamiento de la legitimidad de origen del gobierno se traduce el socavamiento del liderazgo presidencial, construido sobre aquella. No es de extrañar que el auge del populismo haya coincidido con una tendencia a delegar la toma de decisiones políticas de gran envergadura. El recurso a la militancia, la repetición electoral o el referéndum como herramientas para dirimir cuestiones complejas entronca con la debilidad de los liderazgos políticos y con la idea de que es el pueblo y no sus representantes el que ha de tomar todas las decisiones.
La crisis del parlamentarismo racionalizado es también la de su modelo de estabilidad. Al trasladar a la ciudadanía responsabilidades que pueden cuestionar las fronteras del Estado (véase el Brexit o el referéndum de independencia que las élites nacionalistas reclaman para Cataluña) o incluso la paz (mírese a Colombia), las sociedades posmodernas nos vemos abocadas a lidiar con sucesos difíciles de predecir cuyas consecuencias no se gestionan de forma sencilla. Es lo que Taleb llama un “cisne negro”.
No es de extrañar que los primeros en sufrir los efectos de la crisis del parlamentarismo racionalizado sean los partidos del sistema. El problema es que, si hemos desarrollado mecanismos constitucionales para preservar la estabilidad de los gobiernos, tales mecanismos no siempre están presentes en los partidos, de modo que sus crisis internas pueden arrastrarnos a crisis institucionales. Los vemos estos días en el PSOE, donde la crisis de liderazgo general se ve recrudecida aquí por la doble legitimidad en su organización. Una doble legitimidad que, lejos de servir de contrapeso a un poder excesivo, ha dado la puntilla a un liderazgo depauperado, perpetuando el bloqueo político e institucional que atraviesa el país.
Después de un año sin gobierno, en el que el partido que modernizó España podría escindirse o caer en la irrelevancia. Después de un año en el que hemos conocido el Brexit, en el que estuvo a punto de romperse el euro, en el que hemos asistido al auge de la extrema derecha en Europa. Después de un año en el que Colombia votó no a un acuerdo de paz con las FARC y que podría terminar con Trump como nuevo presidente de Estados Unidos. Después de este año, quizá sea hora de dar por inaugurada la era del cisne negro. Como dice Battiato: “Espero que retorne pronto la era del jabalí blanco”.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.