El Estado, ¿uno y trino?

El conflicto secular español es el de la nación y el Estado en disputa. La descentralización se ha convertido en un instrumento para satisfacer, por necesidades electorales, demandas identitarias.
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“Si el padre es Dios, el hijo es Dios y el Espíritu Santo también es Dios, entonces, ¿cuántos Dioses hay en el cielo, P. Tinto?”. Era la pregunta con trampa que lanzaba el padre Marciano al protagonista de El milagro de P. Tinto –se cumplen ahora 25 años de su estreno–, y que recordé leyendo un artículo reciente de Íñigo Urkullu en El País

En él, el lehendakari también se pregunta si no puede ser el Estado uno y trino: “¿Por qué en un Estado solo puede haber una nación?”. Y la cuestión tiene interés, pues Estado y nación son los conceptos en torno a los que giran los grandes debates políticos de nuestra democracia. 

Las dos crisis constitucionales que ha atravesado España desde 1978 provienen de una lectura que los enfrenta: el 23-F lo perpetraron quienes se negaban a aceptar que las leyes del Estado pudieran anteponerse a la defensa de una patria que lo precedería, tanto en el tiempo como en amores; y el procés que violentó la Constitución en 2017 partía de una jibarización de la soberanía nacional, reducida a Cataluña y rival, de nuevo, de las leyes del Estado. 

Ninguno de los dos golpes logró su objetivo, pero eso no ha acabado con las amenazas que se ciernen sobre la España del 78 ni con las tensiones entre las nociones de Estado y nación. Fracasado el intento de sacar a Cataluña de España, el nacionalismo se azacana ahora –con la colaboración de una parte de la izquierda y la pasividad de la otra– en sacar a España de Cataluña, y también del País Vasco. Para ello, bajo el pretexto de su “reinterpretación”, se persigue desvirtuar la Constitución hasta obrar la mutación del régimen por vías paralegales. 

De este modo, donde la norma del 78 proclama que el sujeto político es el ciudadano, se nos habla ahora de territorios, en una regresión a postulados políticos preliberales que deberíamos haber enterrado con el Antiguo Régimen. Donde la Constitución consagra la igualdad de todos los españoles, se reivindica sin pudor la asimetría, amparada en el narcisismo de la diferencia “histórica”. Donde la carta magna dibuja las líneas de un Estado autonómico cuasifederal y solidario –a falta de un cierre para su Título VIII, y con la anomalía de la excepción foral–, se exige ya la bilateralidad de los modelos confederales. Y se bendice una acción política que desborde los cauces institucionales: una que suceda fuera del Parlamento, a salvo de los tribunales, en mesas de negociación al margen de la fiscalización y la rendición de cuentas. 

Defender una reinterpretación de la Constitución tan laxa y licenciosa que dé cabida a lo que de forma evidente pervierte el espíritu de la norma –la plurinacionalidad, la confederación, la autodeterminación, la amnistía– es tanto como abolirla de facto. Es eliminar los controles y los contrapesos al poder ejecutivo y consagrar el sometimiento de un país a su arbitrio. No cometamos el error de creer que no importan los nombres que demos a las cosas. No caigamos en la trampa de pensar que el de la plurinacionalidad, el del confederalismo o el de la amnistía son debates para la filosofía política, casi para la semiótica. Porque las ideas tienen consecuencias. 

Así, el problema de la amnistía no es solo que extinga el delito cometido, sino que invierte la relación de culpa en la acción, estableciendo que el amnistiado fue víctima de un Estado represor y de un poder judicial ilegítimo. La amnistía es una herramienta jurídica que se emplea en las transiciones democráticas y que sirve para sepultar políticamente una dictadura. De acometerse, habrá que preguntarse entonces si la España del 78 es autoritaria y si es un régimen nuevo –¿el régimen del 23?– lo que ahora se está alumbrando. 

Urkullu propone con toda naturalidad una política territorial basada en la bilateralidad, que sustituya el elemento federal y centrípeto de la cooperación por el confederal y centrífugo de la competencia. Sorprende lo rápidamente que la izquierda de la igualdad y la fraternidad ha normalizado las tesis confederales, y quizá sea necesario aclarar que no existen los “estados confederales”, sino las confederaciones de estados, o sea, estados independientes que conciertan algunas decisiones políticas. 

Estas asociaciones son siempre soluciones provisionales y de tránsito, bien hacia la federación (el paso de la Confederación Americana a los Estados Unidos que conocemos), bien hacia la desintegración total (la Confederación de Estados Independientes que guió la independencia de las repúblicas que habían compuesto la URSS). Por tanto, hay que saber que caminar hacia la confederación es hacerlo hacia la destrucción del Estado. 

Y que la antesala de la confederación es la plurinacionalidad, cuyo ensayo general se representó –intérpretes mediante– en el primer pleno de un Congreso extranjerizante y una legislatura destituyente. La plurinacionalidad ampara la doble neurosis del nacionalismo, que no solo trata de procurarse un Estado propio para dar carta de naturaleza a su nación, también se afana en el desprestigio de la idea nacional del Estado del que aspira a emanciparse. En otras palabras: para los nacionalistas, Cataluña o Euskadi son naciones sin Estado, mientras que España es solo un Estado plurinacional, un Estado lleno de naciones, que es lo mismo que sin nación. Y es a la nación, claro, a la que se deben los afectos, y no al Estado, mero edificio jurídico y coercitivo que la contiene. 

Sin embargo, el Estado importa. Por eso Puigdemont ha declarado que la independencia es “la única forma” de que Cataluña pueda “seguir existiendo como nación”. La ansiedad por la autodeterminación es una forma de admitir que sin Estado propio no puede haber verdadera nación. Pero esa constatación tiene un reverso: construir la nación catalana o la vasca implica la destrucción de la nación española –única en la que cabemos todos, también catalanes y vascos. Y por eso es un error, y casi un crimen político, escindir los conceptos del binomio Estado-nación en la fórmula de la plurinacionalidad. En la modernidad, Estado y nación son una sola cosa; son inextricables, simbióticos, como el alga y el hongo que constituyen el organismo único que llamamos liquen. Prueba de ello es que, a menudo, para probar la longevidad de la nación se apela a elementos de continuidad institucional o dinástica, o sea, a la pervivencia de estructuras de Estado ancestrales. 

Sin olvidar que el Estado garantiza nuestra carta de derechos y libertades individuales, emanados de la nación: nos convierte en ciudadanos. Ese es el vínculo distintivo (el hecho diferencial, si se quiere) que une a los miembros de la nación liberal. No su lengua materna, su religión o cualquier otra filiación identitaria. El misterio que encierra el Estado-nación y que constituye el blanco de los ataques del nacionalismo es la ciudadanía. Todos los estados nacionales están fundados sobre comunidades preexistentes que han compartido largamente un territorio, una lengua y una cultura, pero hacer de esos atributos la sustancia única de la nación es una idea que augura confrontación y atomización, y que sirve para legitimar las reivindicaciones independentistas o irredentistas que los nacionalismos abanderan.

El conflicto secular español es el de la nación y el Estado en disputa. Un conflicto enquistado por un mal abordaje de la política territorial, que ha hecho de la descentralización un instrumento no para optimizar la gestión y la coordinación entre administraciones, sino para satisfacer, por necesidades electorales, demandas identitarias. Y la situación se ha agravado en los últimos años, pero es de justicia admitir que no porque los nacionalistas hayan cambiado de aspiraciones: ha sido el PSOE el que ha cambiado, y da ahora por buenas reivindicaciones que antes no habría admitido. La última puede ser este Estado trinitrario que, como la pregunta del padre Marciano a P. Tinto, tiene trampa.  

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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