Peor que la amnistía

La coalición de gobierno se articula sobre el proyecto común de superar los valores de la España del 78: la Constitución, la monarquía parlamentaria, el Estado autonómico y el consenso que le dio forma.
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La amnistía es un macguffin. Un recurso de suspense que permite distraer la atención del espectador mientras la trama avanza en un segundo plano. La trama que avanza es la disolución de la España del 78. La España del 78 se hizo sobre tres elementos: la Constitución que establecía el imperio de la ley, la monarquía parlamentaria que santificaba la soberanía de los ciudadanos y el arbitraje sin jurisdicción del rey, y un Estado autonómico que reconocía la diversidad territorial dentro de la nación indivisible. El pegamento de todo ello fue el consenso de la Transición que permitió la reconciliación entre españoles, y que ha cimentado el periodo de mayor prosperidad de nuestra historia. Sin embargo, cada uno de los elementos de ese gran proyecto está hoy amenazado. 

El proceso comenzó hace años: los nacionalistas, casi siempre ajenos al compromiso kelseniano, se hicieron independentistas y se situaron, con palabras y con actos, fuera de la Constitución. Las herramientas de que disponía el Estado de derecho para hacerles frente fueron neutralizadas, cuando no anuladas. La amnistía vendrá a culminar la rehabilitación no solo jurídica, sino también política y moral, de quienes quebrantaron el orden constitucional, y establecerá una inversión de culpas: el Estado pedirá perdón por lo que nunca debió judicializarse. No debió haber procesos penales, ni el rey debió pronunciar su discurso del 3 de octubre, el 155 no debió aplicarse y Sánchez, que lo apoyó entonces, señala ahora al verdadero responsable: la derecha. El proceso independentista, nos cuentan, nunca habría tenido lugar bajo un gobierno socialista, y así se explica la estrategia de pacificación para Cataluña: pagar la paz social con cheques en blanco al independentismo y extender un cordón sanitario sobre la oposición que prevenga la alternancia. 

El proyecto del PSOE ya es necesariamente uno compartido con el bloque de la investidura, porque la conservación del poder pasa necesariamente por su agregación permanente. Y dado que esa aritmética imprescindible desborda los bordes constitucionales, se hace necesario propiciar una mutación constitucional que consienta con la sedición y que establezca un nuevo consenso para el sistema. Ese consenso, que en el 78 iba de Fraga a Carrillo y de Suárez a Tarradellas, excluye ahora a la derecha de ámbito nacional, aglutinando en torno a Sánchez todo lo demás. 

La coalición fragmentaria que sostiene a Sánchez es heterogénea, pero comparte la idea que guía la acción de todo su Gobierno: el 78 debe ser superado. No son solo los nacionalistas. La nueva izquierda nació proclamando su emancipación respecto de los acuerdos que suscribieron los líderes históricos de la izquierda que hizo la Transición: sus lealtades y sus afectos no están ya en el 78, sino en una Segunda República evocada entre la nescencia y la hagiografía —y por eso este 6 de diciembre en el Congreso se cantó Al alba: hay que deshacer la reconciliación. Alientan un nuevo proceso constituyente, demandan un referéndum sobre la monarquía, cuestionan la simetría solidaria del Estado autonómico y abanderan la desigualdad confederal. Su planteamiento plurinacional legitima, además, el derecho a decidir, y ahí se encuentra con un nacionalismo que en busca de la autodeterminación ha abrazado el decisionismo —“Somos una nación, nosotros decidimos” fue el lema que guió la manifestación contra la sentencia del Estatut en 2010, con Montilla al frente. 

Se difumina así otra de las nociones fundacionales del 78, la nación indivisible, que no es una idea chovinista, sino radicalmente liberal: una comunidad de ciudadanos iguales ante las leyes del Estado. El Estado-nación es un binomio virtuoso, y la escisión de sus dos partes no nos saldrá gratis. Si la nación solo es un río de sangre ancestral que precede al Estado, también en lealtad y afectos, estará justificado defenderla, al sentirla traicionada, sin atención a la legitimidad de los medios que se empleen: tanto montan Puigdemont o Tejero. O, si el Estado es un mero andamiaje administrativo, cabrá decir que contiene tantas naciones como sujetos se alcen en el conglomerado plurinacional, y no habrá más argumento que el sentimiento de pertenencia para concederles tal estatus: podrá ser nación Cataluña o Babia, en pie de igualdad con España, y aun por encima, porque España, más que una nación, será un hatillo de naciones. 

No. La nación no puede ser ajena a la forma que toma en su unión con el Estado: no quiero cualquier nación española, sino precisamente esta España que desde 1978 proclama al ciudadano libre, igual y soberano, y somete los poderes al imperio de una Constitución democrática. Tampoco quiero un Estado en el que la identidad sustituya a la ciudadanía como la sustancia que vincula a los miembros de la nación, de forma que ya no seamos todos iguales y diversos en la nación de ciudadanos, sino idénticos o diferentes, dependiendo de si nos miramos dentro o fuera de la nación étnica. Prefiero esta nación copulativa (de catalanes y españoles, gallegos y españoles, vascos y españoles: españoles todos) a la disyuntiva plurinacional (catalanes o gallegos o vascos).

Como decimos, la coalición gobernante se articula sobre el proyecto común de superar el 78: la Constitución, la monarquía parlamentaria, el Estado autonómico y el consenso que le dio forma. La izquierda y el nacionalismo no creen en el 78. Es grave y, sin embargo, todo es susceptible de empeorar. Cuando un país emprende el camino de la erosión institucional, cuando un gobierno socava la separación de poderes, o pone en cuestión la independencia de los órganos de control constitucionales o alimenta la politización de cargos cuyo funcionamiento virtuoso presupone su neutralidad, se están horadando los pilares de la confianza en el sistema. Hay una parte de los ciudadanos, especialmente de los más jóvenes, que contempla con una mezcla de indignación y frustración los excesos del nuevo Gobierno de Sánchez, y corremos el riesgo de que, en un momento clave de su socialización política, caigan en la desafección con respecto a un sistema que no dispone de instrumentos para prevenir que los responsables de un golpe sedicioso sean amnistiados por necesidades partidistas. 


En las concentraciones que hemos visto estas semanas en Ferraz también se han escuchado gritos contra un rey que por prescripción constitucional solo puede ser neutral y hemos visto ondear banderas de España a las que habían recortado el escudo constitucional: la nación sin el Estado. Todo esto también es el legado de Sánchez. La amnistía es un macguffin. La trama en marcha es la disolución de la España del 78. Y lo que venga solo puede ser peor.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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