La hora de la responsabilidad

La nueva izquierda ha de abandonar el limbo de semilealtad institucional y reconocer que, en democracia, no hay candidato ilegítimo.
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Después de casi un año sin gobierno, el sábado, por fin, el Congreso invistió a Rajoy como presidente. Sin embargo, el líder del PP no fue el protagonista de una jornada marcada por el exabrupto, en la tribuna y en la calle.

Hace unos meses, en esta misma publicación, escribí un artículo alertando contra la intención de algunos de excluir a Podemos como alternativa legítima de gobierno. Eran los días en que la formación de Pablo Iglesias lideraba las encuestas, y fueron muchas las columnas de opinión que reclamaron una gran coalición que mantuviera a la formación morada lejos del poder. Entonces, exigí respeto para un partido que concurría a las elecciones en el cumplimiento de las leyes, y no me arrepiento de ello.

Hoy, en cambio, esa vocación excluyente, tan arraigada en la tradición política española, tiene un signo diferente, y la actitud de Podemos durante el proceso de investidura ha sido manifiestamente reprochable. En primer lugar, cualquier partido que concurre a unas elecciones debe aceptar que está participando en un sistema de “reglas fijas para resultados inciertos”. La formación morada permanece, por el contrario, instalada en un discurso de permanente cuestionamiento de nuestra democracia constitucional, a la que se refiere, en un paralelismo obsceno con el franquismo, como “régimen”. Y al parlamentarismo prefiere llamarlo “turnismo”, en alusión al sistema antidemocrático y caciquil que protagonizó los años de la Restauración.

Hace unos días, Irene Montero se escandalizaba al descubrir que “PP y PSOE llevan muchos años estando de acuerdo en lo fundamental”. La base para la convivencia pacífica, la estabilidad y el funcionamiento democrático ordenado es precisamente la existencia de un puñado de aspectos fundamentales compartidos. Por el contrario, la negación absoluta del adversario como rival legítimo conduce al enfrentamiento y la ruptura del sistema.

El cuestionamiento institucional tocó techo el día de la investidura, en que se convocó una manifestación para protestar contra un proceso democrático normal, bajo los eslóganes de “golpe de la mafia” e “investidura ilegítima”. La protesta recibió el apoyo de Izquierda Unida y de diputados de Podemos. No hace falta señalar lo peligroso que es que las élites alimenten la idea de que el sistema de partidos es una mafia golpista y la elección de un candidato respaldado por la mayoría de la cámara, una maniobra ilegítima.

A la salida del Congreso, algunos manifestantes protagonizaron agresiones contra los diputados de Ciudadanos. Sin embargo, Íñigo Errejón, el portavoz moderado de Podemos, no tuvo reparo en compartir un vídeo en las redes sociales en el que se le veía aplaudiendo el coraje de la “gente contra el fraude” que acababa de producirse. Los mismos que recibieron a los miembros de Ciudadanos con botellazos, los mismos que regalaron el oído de las diputadas naranjas con gritos de “putas”, a Errejón lo saludaron con besos, abrazos y cánticos de “sí nos representa”. Nadie debería jugarse el tipo por ir a trabajar, y nadie debería instigar ni jalear estos comportamientos.

Por decirlo con Weber, Podemos lleva meses derrochando convicción, pero necesitado de responsabilidad. Las consecuencias de tener unas élites políticas que están permanentemente escenificando un enfrentamiento de bandos irreconciliables son imprevisibles y no benefician a nadie. Entender la política como una performance constante no solo no atraerá nuevos votantes a Podemos, sino que hará más fuerte a la derecha. Una derecha que se alimenta de un votante que, lejos de tener cuernos y rabo, encaja en el perfil de un tipo averso al riesgo que quiere una vida tranquila y sin sobresaltos.

Con un parlamento fragmentado como el que dibujaron las urnas el 26J es más importante que nunca que los partidos políticos actúen con responsabilidad. Solo si ensalzamos las virtudes del diálogo y el acuerdo por encima de la intransigencia y la negación del adversario podremos reformar este país. Y esta responsabilidad no solo atañe a los partidos, sino a toda la sociedad civil, y muy especialmente a los medios de comunicación.

Ayer mismo, uno de los mejores economistas españoles, experto además en educación, contaba que lo habían llamado para participar en un debate televisado sobre la LOMCE. Sin embargo, su concurso quedó descartado tan pronto como les explicó a los promotores del programa su postura: no querían la opinión matizada, compleja y reposada de un académico, sino la posición feroz y meridiana de alguien inclinado a la polémica. Es solo una anécdota, pero sirve para entender la contribución de los medios a la crispación y polarización del debate público.

Recientemente he tenido ocasión de charlar con dos miembros de la Mesa del Congreso, pertenecientes a dos partidos poco sospechosos de ser amigos. Por separado, los dos refirieron comentarios elogiosos y de estima hacia el otro, y ambos me confirmaron el buen clima general que reina en la mesa, donde el diálogo es la norma y prima el buen trato y la voluntad de acuerdo entre los partidos. Sin embargo, ese talante se pierde tan pronto como el debate se traslada al hemiciclo, donde están presentes cámaras y micrófonos. Baste como ejemplo el modo en que eldiario.es reflejó lo que estaba sucediendo a las puertas del parlamento al terminar la investidura: “Caen los primeros objetos al vallado del Congreso coincidiendo con la salida de Ciudadanos”.

Los partidos y los medios deberían reflexionar sobre el papel que están cumpliendo. La necesidad de activar clivajes en el electorado y de crecer en audiencia no debería estar reñida con un ejercicio responsable que no contribuya a envenenar el clima social. Son muchos los retos que tenemos por delante esta legislatura y solo podremos superarlos si emprendemos una labor conjunta.

Pero eso pasa por hacer un parlamentarismo y un periodismo responsables. Pasa por comenzar a cultivar la idea de que no hay rendición de principios en el diálogo y el entendimiento. Pasa por asumir que el Congreso está lleno de adversarios, pero vacío de enemigos. Pasa por que la nueva izquierda abandone el limbo de semilealtad institucional y reconozca que, en democracia, no hay candidato ilegítimo; y pasa por que la derecha acometa de forma implacable y urgente su regeneración. El futuro nos atañe a todos y es mucho lo que nos jugamos. Seamos responsables.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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