Una casa sin ventanas da la impresión de estar desnuda, por eso le hace justicia el nombre Feral House (casa salvaje, ferozmente silvestre). Un montón de plantas cierra el paso y al fondo cuelga la madera vencida, húmeda y ganada por las termitas de las vigas que antes fueron un pórtico y que ahora se resisten a la caída en ángulos imposibles. Un hoyo succiona las tejas de a poco para que caigan del techo y aterricen en el lavabo de la cocina, lo que a nadie sorprende porque hace tiempo que la casa está deshabitada, como el resto de vecindario. Los estadunidenses se han acostumbrado a vivir en las ruinas de sus ciudades; entre rascacielos oxidados, techos que se desmayan y fachadas leprosas porque les faltan ladrillos y se compone el nuevo vocabulario visual de las urbes.
Me encontré esta foto en internet. Lo menciono porque las hay por miles. Las Feral Houses son parte de un nuevo género de la fotografía conocido como Ruin Porn (pornografía de ruinas) que se ha expandido desde Instagram hasta la industria editorial (en la forma de rentables coffee table books) y desde los museos hasta el turismo ilegal. Parece que “porno” es el título de moda en internet –pienso, por ejemplo, en el food porn– aunque en este caso no es gratuito: el Ruin Porn tiene todos los ingredientes del placer culposo.
Lo cierto es que una mujer en cuatro patas que gime de placer nos incita a pensar en las condiciones laborales de la industria del porno tanto como la bonita estampa de una casa en picada nos confronta con las razones del fracaso económico: los estetas de las ruinas no han sabido comunicar que la conveniente huida de los inversionistas, el angustiante desempleo y la trampa de la pobreza están detrás de las románticas postales que comparten. Para sus críticos, la Ruin Porn es otro brote de la gratificación instantánea, y de la explotación porque incluso donde fracasa, el capitalismo sigue generando negocio: los fotógrafos (con equipo de punta y contactos en el circuito del arte) pasan un par de días en Detroit, Philadelphia o Camden, toman algunas fotos y regresan a Nueva York, a Los Ángeles, donde cobran hasta 50,000 dólares por imagen sin que una parte de las ganancias regrese a la ciudad arruinada en cuestión, sin que beneficie a sus desesperados habitantes. Parece bien merecido el título Ruin Porn.
En el voyeurismo de la decadencia del capitalismo global, hay fotografías improvisadas, amateur y artísticas. Reconozco que la mayoría cubre con una pátina de refinamiento los problemas económicos de fondo. Las más logradas hacen referencia a otros artistas o retoman los principios estéticos del avant-garde de los sesenta. Melted Clock de Yves Marchand y Roman Meffre es una cita visual de La persistencia de la memoria de Salvador Dalí; Pietromassimo Pasqui dialoga con las “esculturas en pinturas” de Lee Bontecou; la maleza que asedia y finalmente conquista las casas desalojadas puede compararse con la afición vegetal de la pintura de interiores prerrafaelita y así, una interpretación estrictamente formal puede hacer que nos olvidemos del contexto político del Ruin Porn.
Y es que complacerse en la fotografía de una planta manufacturera abandonada no es como sintonizar un programa sobre el colapso de la civilización inca. Entre Efeso y Detroit hay una diferencia de siglos: estamos en paz con las ruinas de las civilizaciones antiguas, si acaso, nos sentimos sus herederos –orgullosos o venidos a menos. El problema con el Ruin Porn es que no pertenece a un lejano pretérito sino al pasado inmediato y sus ruinas, más que gloriosas, son amenazantes. Las piezas no están preparadas ni listas para atender a los turistas –no están resguardadas detrás de las vitrinas de los museos, bajo una luz que las ennoblezca. La Ruin Porn ha redefinido el concepto visual del vestigio y da vértigo pensar que nuestra civilización ya está dejando sus ruinas.
¿Quién sacará provecho de este discurso visual? –se preguntaba la historiadora del arte Dora Apel–, ¿qué agenda política se servirá de la pornografía de ruinas? En Beautiful Terrible Ruins, Apel nos urgía a dejar de lado los sentimentalismos (la cómoda hipótesis de la inevitabilidad del declive, la victoria romántica de la naturaleza sobre la civilización) para, en cambio, pensar en el uso que alguien le daría a estas imágenes. Un año después, parece que fue Donald Trump quien capitalizó el Ruin Porn. Si bien Philadelphia, Chicago, Detroit y Camden –los protagonistas de la desindustrialización– no votaron por el republicano, cuando habla de la traición que cometió Ford al mudarse a México, de “traer nuestros empleos de vuelta” o de hacer que America sea, otra vez, grandiosa, Trump evoca el paisaje postapocalíptico que el capitalismo global deja a su paso. ¿En verdad nos sorprende que un magnate de la construcción y los bienes raíces saliera de los escombros, hablando de la presidencia y rascacielos de oro?
Schuylkill, Pennsylvania. Un condado donde Barack Obama sufrió una derrota de 13% contra Mitt Romney, pero que Hillary Clinton perdió en noviembre por una diferencia del 44% de los votos. En la fachada de una casa deshabitada, en mayúsculas y con signo de exclamación, TRUMP! parece el símbolo de la última elección presidencial estadounidense.
Aunque ahora todo tiene el tono de lo profético.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.