En 1984, durante un año que estudié en Inglaterra, escribí para matar el tedio una novela que se llamó El dedo de oro. Originalmente iba a ser una de esas crónicas que hago a veces, y se iba a tratar de una frase que había dicho Fidel Velázquez que me sigue deslumbrando porque me parece una síntesis cabal del problema de México: “Nuestra meta será siempre un futuro promisorio”.
Bueno, pues la crónica esa creció y creció y se quedó sin terminar en un portentoso caos de 500 cuartillas que en vez de la letra eñe tenían el signo ¾. Juan Villoro, que pasó por Inglaterra y fue a visitar, se les quedó viendo con tal pavor que prefirió ponerse a jugar futbol con mi hijito.
Diez años más tarde la señora Lulú Sánchez, que era la capturista de la revista Vuelta, me preguntó si no tenía algo de chamba para ella. Me acordé de la “novela”, le entregué las cuartillas y las retacó en unos discos que se llamaban flopis. Como no creí que estuviera tan mal, la reescribí un poco y se la di a leer a amigos que sí saben de novelas (el mismo Juan la encontró solvente). Entonces le busqué editor y acabó en Alfaguara, que la publicó en 1996.
No le fue mal, y se vendió con decencia. Lo malo es que cuando estaba agarrando vuelo llegó una novela de Vargas Llosa, Los cuadernos de don Rigoberto, la editorial decidió publicar cien mil ejemplares y ya no hubo papel para el pinche Dedo de oro –o por lo menos eso me dijeron– y todo acabó en ese proverbial grito de librería mexicana: ¡Agotaduuu!
Evoco todo esto porque el otro día un cuate me avisó por tuit que la novela la andaba vendiendo Amazon en versión para kindle. Me asomé y era cierto: ahí estaba, kindelificada, aunque sólo se podía descargar fuera del Nacional Territorio. Me cayó mal que Alfaguara no me hubiera avisado ni nada y se la vendieran a Amazon sin mi autorización. Así que les escribí, reconocieron su error, la retiraron y me devolvieron mi propiedad sobre la novela.
Mi amiga Monserrat Loyde, que alcanzó a comprarla en Japón, me la rebotó y confieso que la releí el fin de semana. Contra todos mis pronósticos, la encontré todavía bastante vivaracha. No deja de ser chistoso que una novela escrita en 1984 como una “novela de anticipación” que sucedía en 2029, se haya convertido en una novela realista-socialista. (Por ejemplo: en la novela los gringos deciden construir un muro en la frontera con México… en el año 2014.)
Esa clase de coincidencias no suponen mayor mérito, y menos aquí (México es un país encariñado con sus pesadillas). A fin de cuentas es una novela que lleva como epígrafe una declaración inobjetable del eterno compañero Fidel Velázquez: “Llevo cincuenta años diciéndoles que las cosas no pueden seguir así”.
Habrá que ver si alguna editorial quiere volver a aventarla al ruedo. Tendría que ser, eso sí, una editorial con visión de futuro.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.