Es una historia vieja y bien conocida que Internet surge como un medio para que laboratorios de investigación situados en costas opuestas y dedicados a proyectos relacionados con la defensa y el desarrollo de armas pudieran comunicarse con eficiencia y rapidez. Arpanet aparece como un engendro de la era del Big Science, del tiempo de los proyectos tecnológicos monumentales que iban desde inmensos silos con misiles nucleares intercontinentales hasta las misiones espaciales de la NASA, pasando por las monstruosas computadoras de la posguerra. Pero estas iniciativas onerosas y decadentes fueron víctimas de la década de los 60 y en particular de una oleada de fanáticos y entusiastas del do it yourself que emprendieron numerosos proyectos tecnológicos y científicos en sus garajes, los cuales eventualmente lanzaron una auténtica revolución. De esa manera, fueron los hobbyistas quienes experimentando con la tecnología digital inventaron la cibercultura (al reciclar el término de Cibernética, de Norbert Weiner) y poco después engendraron la ética ciberpunk, como una actitud contestataria y rebelde, con el lema: “la calle tiene sus propios usos para las cosas”, y fundamentada en tres dogmas elementales, recogidos por Steven Levy: 1) el acceso a las computadoras deberá ser libre y total; 2) toda la información debe ser libre; 3) desconfía de la autoridad y promueve la descentralización. Es una leyenda bien conocida que las drogas fueron la puerta de acceso a una nueva concepción de la computación como contracultura, como una herramienta para desmontar el proverbial complejo militar-industrial, como instrumento de subversión. En su libro, What the Dormouse Said: How the Sixties Counterculture Shaped the Personal Computer Industry, John Markoff escribe que casi todas las innovaciones tecnológicas que definen a la computadora casera (desde el mouse hasta el interfaz gráfico) se deben al trabajo de científicos inmersos en la contracultura californiana de la universidad de Stanford, como Douglas Engelbart y Fred Moore. El desaparecido líder de Apple, Steve Jobs, fue en su juventud una especie de tecnohippie, quien al lado de Stephen Wozniak fueron seguidores de John Draper, el célebre Captain Crunch en sus búsqueda por liberar las comunicaciones telefónicas. El hacker se convirtió entonces en una especie de héroe popular, un individuo que podía confrontar al poder en un territorio críptico, pero este autoproclamado justiciero tenía una característica peculiar: era sumamente apolítico en el sentido convencional.
Silicon Valley e internet fueron construidos sobre esta mitología, a manera de un nuevo-viejo oeste donde la ley se inventaba día a día, territorio frontera donde todo parecía posible (desde modelos económicos desquiciados e irresponsables con inversionistas multimillonarios e ingresos nulos hasta convertir al ciberespacio en un territorio liberado donde era posible la circulación de ideas y bienes intelectuales sin temor a la censura). En este mundo el nerd se convertía en el macho alfa o algo parecido. Sin embargo, internet y el negocio digital, crecieron y comenzaron a abandonar el estado de adolescencia intensa, emocional y provocadora. Los sueños de pureza de un mundo igualitario e iluminado gracias al acceso a la información y las comunicaciones globales, fueron poco a poco convirtiéndose en eslóganes propagandísticos y cinismo descarado.
Cuando las agencias de espionaje finalmente cayeron en cuenta de que la historia las había rebasado trataron de ponerse al día contratando asesores privados. Esto implicó grandes cambios estructurales y operativos comparables al uso de contratistas (como la empresa de mercenarios Blackwater y la firma de servicios Halliburton) por el ejército estadounidense en las recientes guerras. Numerosos hackers abandonaron su idealismo e independencia para explotar los aparentemente inagotables fondos de defensa. Así, aparecen en escena empresas de alta tecnología como Booz Allen Hamilton, dedicadas a vender seguridad en línea y a promover la ficción de que la ciberguerra es una amenaza apocalíptica planetaria inminente. Una de las características de estas empresas es que su personal, desde los niveles directivos hasta los analistas, han trabajado en la CIA o en la NSA por lo que mantienen una extraña e incestuosa relación con el estado. Uno de estos empleados es el ahora célebre Edward Snowden, quien tras servir en las agencias de espionaje, gozaba de una situación privilegiada en Booz Allen, hasta que su consciencia comenzó a torturarlo al punto de que reveló información acerca del programa de vigilancia masiva, Prism, y otros casos no menos escandalosos de espionaje.
Las revelaciones de Snowden son relevantes no sólo por poner en evidencia la hipocresía del régimen de Obama sino también por exhibir la complicidad de algunas de las empresas emblemáticas de la cultura digital como Apple, Facebook y Google, las cuales, de acuerdo con Snowden no opusieron resistencia alguna a la curiosidad de los espías y les dieron la llave de la puerta trasera de sus servidores. Estas empresas que han enriquecido de manera enloquecedora sus arcas en función de vender una imagen, y que en gran medida lo saben prácticamente todo de miles de millones de personas, han negado que esto sea cierto. Veremos qué sucede pero lo que queda claro es que la primera víctima en la fantasía de la ciberguerra es la privacidad.
(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).