Imagen: Wikimedia Commons

Por un kilo perfecto

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Luego de tres días de debates, los delegados de los 60 estados miembros de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas, reunidos en su vigésimasexta Conferencia general, resolvieron desechar el último patrón físico que quedaba y encontrar una nueva definición universal para el kilo. A partir del 20 de mayo del año entrante, y en coincidencia con el Día Mundial de la Metrología, la referencia básica de peso ya no será el cilindro de platino e iridio que se resguarda en las afueras de París, sino una ecuación matemática.

La causa que motivó buscar un nuevo patrón para el kilo fue el ligerísimo y, no obstante, significativo, deterioro en la aleación que se conserva junto con otras seis copias (cuatro de ellas de la misma época, 1889) en Parc de Saint Cloud, en Sèvres, al suroeste de la capital francesa. Si alguien tiene oportunidad de viajar allá, un paseo muy interesante tiene que ver con la manera como el sistema métrico decimal prevaleció en un mundo que se encaminaba hacia la precisión absoluta.

Tres recipientes de vidrio mantienen el patrón del kilo al vacío y sólo se extraía cada cuatro décadas a fin de compararlo con las otras copias repartidas por el mundo. En 1998 encontraron una pérdida de algunas moléculas que hoy acumula 50 microgramos, por lo que dejó de ser confiable, en particular en laboratorios e industrias que requieren de altísima sensibilidad en sus procesos físicos y electrónicos.

Podrá parecer una exageración, pero se ha demostrado que mediciones más precisas benefician el intercambio más equitativo en los mercados internacionales, sin olvidar que mejora los sistemas de navegación satelital, ayuda a refinar la administración de medicamentos, los resultados de análisis clínicos, incluso procura resultados más transparentes en las competencias deportivas. Los problemas

Fundido, como dije, en 1889, desde entonces, y hasta ahora, el “Gran kilogramo” se definía en comparación con la masa de este pequeño cilindro, del tamaño de una pelota de golf. Los firmantes de la Convención Internacional del Metro de 1875 consiguieron una copia por sorteo. A México le tocó la número 21 y se conserva en el Centro Nacional de Metrología, en las afueras de Querétaro, prototipo que llegó al país en 1891.

Durante la Conferencia de estos últimos días se propusieron dos nuevas maneras de precisar el peso de un kilogramo. Una más “química” y otra más “física”. La primera proponía el Número de Avogadro como constante, ya que dicho número depende de la masa de cualquier substancia. Así, por inferencia, se pueden conseguir mediciones sorprendentemente exactas a partir esferas construidas con átomos de silicio-28.

La segunda alternativa, elegida por los miembros de la Oficina Internacional, toma como referencia la constante de Planck, la cual describe la relación entre la energía de un protón y su frecuencia. A la frecuencia, a su vez, es posible transformarla en una unidad de masa si empleamos la ecuación de Einstein, e = mc2. De esta forma, mediante un dispositivo muy fino que se conoce como balanza de Kibble se mide una masa conocida balanceando una bobina envuelta en un campo magnético. La exactitud es de 34 partes por millón. La fuerza que genera un eletroimán es directamente proporcional a la corriente eléctrica que fluye por sus bobinas. En la balanza el objeto a pesar no se compara con otra masa, sino con una potencia electromagnética. Si medimos la cantidad de electricidad que se necesita para contrarrestar su fuerza, es decir, la fuerza gravitacional que actúa sobre la masa, obtendremos un kilo (casi) perfecto.

Además del kilo, los delegados redefinieron tres unidades más con respecto a constantes universales invariables: el mol, el amperio y el kelvin. El metro y la candela no cambiaron, si bien se agregaron matices a sus definiciones.

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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