La culpa es de Reagan

Reagan y Bush eran el demonio para la izquierda, hasta que el verdadero demonio llegó a la presidencia.
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En La cultura de la queja, publicado por Anagrama, el crítico de arte Robert Hughes dice que los republicanos estadounidenses

apelaron a una estrategia de división, buscaron provocar el miedo y la desconfianza, aunque con un especial toque a la americana que revivió los fantasmas de la intolerancia ultraderechista de los años veinte y cincuenta, y precisamente con el mismo lenguaje […]; era fanatismo de tomo y lomo que apuntaba a la división de América entre “nosotros” y “ellos”.

No habla de 2016 ni de la América de Trump, sino de la campaña de George Bush padre contra Bill Clinton en 1992. El libro, publicado ese mismo año, critica la corrección política de una izquierda puritana y mojigata y de una derecha cuya corrección es patriótica y reaccionaria. Es un ensayo esencial sobre las guerras culturales estadounidenses. Y parece anticipar el debate actual sobre la posverdad. En la conferencia republicana de 1992, Reagan cita una frase de Lincoln que no es de Lincoln. A Hughes le parece inaceptable, una muestra del poco respeto por la verdad que hay en Estados Unidos: “para los fans de Reagan, la idea de que es necesaria, o debería serlo, una relación entre lo que se dice y su fuente parecía una falta de respeto a la memoria de su presidencia.” Leído en la actualidad resulta cómico. Una cita de Lincoln que no es de Lincoln no es nada en comparación con las mentiras de Trump.

Pero Hughes establece en Reagan la base de lo que luego llegaría con Trump. Ambos son estrellas mediáticas, conocen el mundo del espectáculo (Reagan venía del cine, Trump de los realities) y saben usar el lenguaje que quieren las televisiones. Lo que importa es la aparición mediática, la presencia, y no el contenido. Importa la superficie, el énfasis en lo que se dice más que lo que se dice. Si el discurso es suficientemente vago y suficientemente enfático y radical, le permite al votante añadir sus propios prejuicios. Es un candidato a la carta: tu grita, que nosotros ya le ponemos nuestro contenido.

Reagan no gritaba como Trump, y muchos republicanos anti-Trump lo recuerdan ahora con nostalgia. Pero, tal y como lo dibuja Hughes, parece el precedente de la posverdad contemporánea. El Partido Republicano siempre ha luchado en las guerras culturales defendiendo los valores familiares, un eufemismo de dogmatismo religioso y reaccionario. Ahora Trump no necesita apelar a esos valores. El votante conservador los tiene tan interiorizados que no necesita que se los recuerden. Vota la actitud que cree que los defenderá. Y ese es Trump, aunque sea un adúltero, nada religioso, con una familia desestructurada y un maleducado. De nuevo: tú grita, que ya nosotros le añadimos el contenido.

Sea o no cierto que Reagan es el creador de la posverdad estadounidense, es interesante comprobar lo fácil que es caer en exageraciones cuando el contrincante político nos desagrada. De Reagan y Bush se decían barbaridades. Buena parte del éxito de Michael Moore no existiría sin Bush, y sus documentales apocalípticos ahora resultan extraños. Si Robert Hughes hubiera vivido para conocer a Trump, y hubiera leído de nuevo La cultura de la queja, habría podido reciclar el contenido añadiendo Trump en lugar de George Bush padre o Ronald Reagan. Pero no son iguales.

Es el peligro de las exageraciones. No es nada nuevo: es el clásico de Pedro y el lobo. Muchos conservadores, criados en las guerras culturales ideológicas y en la demonización del contrario, creen que la izquierda exagera al criticar a Trump. Porque lleva diciendo lo mismo décadas, contra Reagan, contra Bush padre, contra Bush hijo. Es posible que Bush y Reagan, incluso Nixon, pusieran los cimientos que han hecho que surgiera Trump: la estrategia sureña de robar los votos demócratas de los Estados del sur apelando al racismo blanco, las leyes patrióticas, el discurso evangelista reaccionario contra el aborto, la homosexualidad, las feministas… Pero Trump es diferente. Es eso y más.  

No quiero caer en la falacia de invertir la carga de la prueba y culpar a los liberales y demócratas de la victoria de Trump. Es posible que el Partido Demócrata haya olvidado a una población blanca y desplazada culturalmente, pero tiene más culpa el que apela al racismo, el machismo y el dogmatismo para ganar a un votante desencantado que quien se olvida de él. Es también cuestionable que Obama se haya olvidado de esa población, como demuestran sus campañas en zonas blancas y pobres donde incluso sus asesores le recomendaban no ir (esto aparece en El Puente, la biografía de 2010 de Obama, escrita por David Remnick) y su intento de comprender al Otro. Obama no creó a Trump. Tampoco los liberales elitistas de la costa Este. Trump es el último estado de las guerras culturales, que ha perdido claramente la derecha. Es el triunfo de los que no quieren admitir la derrota.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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