El 10 de febrero pasado se inauguró en el Palacio de Bellas Artes la exposición Pinta la Revolución. Auspiciada también por el Museo del Palacio de Bellas Artes y el Philadelphia Museum of Art, la muestra reúne un catálogo amplio, diverso, enfocado –en principio– a cuarenta años de ejercicio plástico. Dividida en siete salas o cinco líneas articulantes, la muestra alberga algo más de 200 obras, algunas todavía no se habrían exhibido en el país.
Desde luego, el diseño de la exposición no está depositado apenas sobre la linealidad asociada al periodo prometido en el afiche –desde 1910 y hasta 1950—, el intervalo entre el conflicto armado y las derivas narrativas y políticas de los siguientes treinta y tantos años (las que también llegaron a plantearse, narrarse, como las otras revoluciones). Nos convoca, me parece, a una interesante experiencia diferenciada, en la que se enfatiza el diálogo que desde la plástica sostuvieron muchos más partícipes de los que usualmente tomamos en cuenta.
Así que, apenas llegados, ya estábamos frente a una pieza de Francisco Goitia. Formato pequeño, simpleza en el trazo. Personas colgadas, prácticamente irreconocibles; inquietante claridad, también desde el color. Contundente: lo que queda de la vida también como recuerdo triste, larga persecución; fantasmatizado, esfumado, finalmente pintado.
Julio Pérez –que muy amablemente caminó la muestra conmigo– me hacía notar uno de los criterios desde los que se articuló la primera parte de la exposición: es imposible asumir que todos vivieron la revolución de la misma manera y, por supuesto, tampoco habrían derivado hacia la misma asimilación de la experiencia como tampoco hacia articulados plásticos, narrativos o políticos semejantes. Golpear el bulto, es lo que parece a primera vista; pero, por más grosero que parezca, es fundamental diferenciarlos, abrigarlos como particularidad: Goitia sobrevivió la guerra, la padeció en propia piel; Rivera no. Y eso tampoco lo demerita, ¿por qué alguien debería haber vivido directamente la guerra para validar su deriva plástica, narrativa o política (sin importar qué tan molesta, extraña o excéntrica, pareciera)?
Entonces, aunque se podría presuponer evidente, tendemos a reducir este ocurrir diferenciado hacia ilusiones, laberintos, homogeneizantes –bastante más de lo que nos gustaría reconocer. La historia como ridícula sincronía del suceder, proceso desde el que tan frecuentemente se evade o manipula. Reflexión, desafortunadamente, naturalizada apenas hacia encauces excluyentes.
La Revolución se habría pintado, narrado también, desde el presente del propio ejercicio plástico. Contemplado así, ya no habría forma de eludir ninguna experiencia o planteamiento dada la complejidad de aquel diálogo. ¿Pinta la revolución? La riqueza del catálogo también permitió tomar distancia de aquel anclaje historicista. La exhibición ya no se enfoca –como muchas otras veces— alrededor de los pocos artistas a quienes típicamente se ubica como aplastantes protagonistas, sino hacia y a través de una ambiciosa revisión respetuosa de las diferentes aproximaciones y riesgos plásticos, tanto como de las implicaciones a y desde sus derivas narrativas y políticas.
Murales portátiles, esculturas, revistas, fotografía, cine y, desde luego, pintura de pequeño y mediano formato. Soportes diferentes a la tela, periódico o madera. No puedo pasar por alto un magnífico Zapata de Siqueiros o el mural portátil de Tamayo, piezas que no habían llegado a presentarse en el país. Los interactivos permiten también algunos juegos interesantes, por ejemplo, como no podemos estar también en Palacio Nacional, el recorrido filmado nos permitiría hacer el recorrido de aquellos murales como de todas maneras no podría hacerse a pie.
La exposición Pinta la Revolución estará abierta hasta el próximo 7 de mayo. Puede visitarse en el Palacio de Bellas Artes de martes a domingo.