Picasso: El cuerpo a cuerpo con la pintura

De noviembre de 1982 a enero de 1983 se presentó en el Museo Tamayo una retrospectiva de Picasso. Octavio Paz fue invitado a escribir el prólogo del catálogo de dicha exposición. El texto apareció también en el número 72 de Vuelta. Esta es una versión editada de la impresión que causó el pintor español en el poeta mexicano.
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La vida y obra de Picasso se confunden con la historia del arte del siglo XX. Es imposible comprender la pintura moderna sin Picasso pero, asimismo, es imposible comprender a Picasso sin ella. No sé si Picasso es el mejor pintor de nuestro tiempo; sé que su pintura, en todos sus cambios brutales y sorprendentes, es la pintura de nuestro tiempo. Quiero decir: su arte no está frente, contra o aparte de su época: tampoco es una profecía del arte de mañana o una nostalgia del pasado, como ha sido el de tantos y grandes artistas en discordia con su mundo y su tiempo. Extraordinaria fusión del genio individual con el genio colectivo… Apenas escrito lo anterior, me detengo. Picasso fue un artista inconforme, que rompió la tradición pictórica y que vivió al margen de la sociedad y, a veces, en lucha contra su moral. Individualista salvaje y artista rebelde, su conducta social, su vida íntima y su estética estuvieron regidas por el mismo principio: la ruptura. ¿Cómo es posible, entonces, decir que es el pintor representativo de nuestra época?

Representar significa ser la imagen de una cosa, su perfecta imitación. La representación requiere no solo el acuerdo y la afinidad con aquello que se representa sino la conformidad y, sobre todo, el parecido. ¿Picasso se parece a su tiempo? Ya dije que se parece tanto que esa semejanza se vuelve identidad: Picasso es nuestro tiempo. Pero su parecido brota, precisamente, de su inconformidad, sus negaciones y sus disonancias. En medio del barullo anónimo de la publicidad, se preservó: fue solitario, violento, sarcástico y no pocas veces desdeñoso; supo reírse del mundo y, en ocasiones, de sí mismo. Esos desafíos eran un espejo en el que la sociedad entera se veía: la ruptura era un abrazo y el sarcasmo una coincidencia. Así, sus negaciones y singularidades confirmaron a su época: sus contemporáneos se reconocían en ellas, aunque no siempre las comprendiesen. Sabían obscuramente que aquellas negaciones eran también afirmaciones: sabían también, con el mismo saber obscuro, que cualquiera que fuese su tema o su intuición estética esos cuadros expresaban (y expresan) una realidad que es y no es la nuestra.

Como todo el arte de este siglo, aunque con mayor encarnizamiento, el de Picasso está recorrido por una inmensa negación. Él lo dijo alguna vez: “para hacer, hay que hacer en contra…” Nuestro arte ha sido y es crítico; quiero decir, en las grandes obras de esta época –novelas o cuadros, poemas o composiciones musicales– la crítica es inseparable de la creación. Me corrijo: la crítica es creadora. Crítica de la crítica, crítica de la forma, crítica del tiempo en la novela y del yo en la poesía, crítica de la figura humana y de la realidad visible en la pintura y en la escultura. En Marcel Duchamp, que es el polo opuesto de Picasso, la negación del siglo se expresa como crítica de la pasión y de sus fantasmas. En Picasso las desfiguraciones y deformaciones no son menos atroces pero poseen un sentido contrario: la pasión hace la crítica de la forma amada y por eso sus violencias y servicios tienen la crueldad inocente del amor. Crítica pasional, negación corporal.

Picasso no ha pintado a la realidad: ha pintado el amor a la realidad y el horror de ser reales. Para él la realidad nunca fue bastante real: siempre le pidió más. Por eso la hirió y la acarició, la ultrajó y la mató. Por eso la resucitó. Su negación fue un abrazo mortal. Fue un pintor sin más allá, sin otro mundo, salvo el más allá del cuerpo que es, en verdad, un más acá. En esto radica su gran fuerza y su gran limitación. En sus agresiones en contra de la figura humana, especialmente la femenina, triunfa siempre la línea del dibujo. Esa línea es un cuchillo que destaza y una varita mágica que resucita. La línea avanza veloz por la tela y a su paso brota un mundo de formas que tienen la antigüedad y la actualidad de los elementos sin historia. Un mar, un cielo, unas rocas, una arboleda y los objetos diarios y los detritus de la historia: ídolos rotos, cuchillos mellados, el mango de una cuchara, los manubrios de la bicicleta. Todo vuelve otra vez a la naturaleza que nunca está quieta y que nunca se mueve. La naturaleza que, como la línea del pintor, perpetuamente se inventa y borra lo que inventa. ¿Cómo verán mañana esta obra tan rica y violenta, hecha y deshecha por la pasión y la prisa, el genio y la facilidad? Como siempre, el hervidero de formas se cambiará en paisaje de ruinas. Pero entre los restos desmoronados unos ojos inocentes verán levantarse un pueblo de formas: la realidad y sus encarnaciones. ~

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