Más allá de denuncias de conspiraciones a menudo alimentadas por los propios jugadores, es innegable que los árbitros se equivocan demasiado. ¿Más que en otras décadas? Probablemente, no, pero los medios tecnológicos puestos a nuestra disposición para detectar dichos errores hacen que llamen mucho más la atención. A menudo este asunto queda desvirtuado por su uso partidista: los aficionados del Barcelona protestan porque el Madrid pasó el martes la eliminatoria beneficiándose de una expulsión injusta y dos goles en fuera de juego mientras los aficionados del Madrid les piden que se callen la boca porque ellos se aprovecharon de errores parecidos frente al París Saint Germain. De esta manera, solo quedan dos opciones: el silencio culpable o el histerismo conspirativo. Nadie parece tener en cuenta a los aficionados del resto de equipos que no se ven sistemáticamente beneficiados ni a los aficionados al fútbol, sin más, que no entienden de colores.
Tampoco lo tiene fácil el periodista deportivo. Volvamos por un momento al partido del Bernabéu o, para no ofender a nadie, al del Camp Nou de hace casi un mes. Una de las reglas del buen periodista es huir de aquello que no se puede demostrar. Una conspiración universal en contra o a favor de tal o cual equipo no se puede dar por hecha según decisiones puntuales en distintos encuentros. Otro de los objetivos a los que aspira el buen periodista es a contar lo que de verdad importa y alejarse de lo accesorio. En ese sentido, y teniendo en cuenta el circo que se suele montar alrededor de los arbitrajes, al menos en España, el buen periodista deportivo lucha en cada crónica por no mencionar a los árbitros o a hacer alusión a ellos como el que hace alusión a un poste: estaba ahí y de alguna manera impidió o facilitó el triunfo.
Con todo, no nos lo ponen fácil. Todos querríamos hablar ahora de la exhibición de Cristiano Ronaldo, de sus cinco goles en dos partidos, incluso profundizar en la fascinante relación entre su deambular por el partido durante ochenta y ocho minutos y su capacidad para resolverlo en dos remates. Sin embargo, no es posible. No se puede obviar que dos de esos cinco goles, los decisivos, fueron en fuera de juego y contra diez rivales. No se puede obviar que el Barcelona remontó gracias a dos penaltis dudosos y después de que se le perdonaran otros dos más que probables. Una crónica no puede ser un continuo rearbitraje pero tampoco puede esquivar la realidad y sus consecuencias.
Queda, por tanto, la esperanza del video. El video no es perfecto, por supuesto, porque hay jugadas sencillamente imposibles de revisar: si un jugador se queda solo ante el portero y el asistente pita fuera de juego antes de culminar la jugada, no hay manera de devolverle la oportunidad. Que algo sea imperfecto, sin embargo, no quiere decir que no ayude. Ayuda mucho. Ayuda a resolver los penaltis y ayuda a resolver los goles ilegales. De esta manera, no solo el fútbol recuperaría el prestigio de la igualdad competitiva sino que el periodista deportivo podría volver a dedicarse al deporte y no a la indignación.
Dedicarse, por ejemplo, al resto de la jornada, de la que cabe destacar de nuevo la sobriedad del Atlético de Madrid. Es imposible no recordar a aquel Valencia de Héctor Cúper que jugó dos finales de Champions en 2000 y 2001 y todos pensábamos que eso sería así para siempre. Lo del Atlético es similar en lo improbable y hará bien el aficionado en no quedarse con las finales perdidas sino en el inmenso mérito de haber llegado a ellas y de tocar con los dedos este año una tercera. Tres semifinales en cuatro años –la cuarta la frustró el Madrid en el minuto 88 del partido de vuelta- indican una capacidad competitiva al alcance de muy pocos. Puede que los de Simeone acaben perdiendo contra un grande, pero es muy complicado que lo hagan contra un rival más débil que ellos porque no entienden el significado del verbo “confiarse”.
El Barcelona, por su parte, lo intentó como pudo; primero siguiendo el patrón de orden y juego de posición y durante la segunda parte a lo Luis Enrique, es decir, con cuatro delanteros –cinco con Piqué-, Iniesta de extremo y cada uno haciendo la guerra por su cuenta. Pocas veces se lo pusieron a Bonucci y Chiellini tan fácil para destacar. Esos mismos centrales sufrieron lo indecible en la final de 2015 ante este mismo Barcelona. El problema, claro está, es que en realidad “el mismo”, lo que se dice “el mismo”, no es y no hay manera de saber cuánto tiempo se tardará en arreglar este desaguisado.
El gran animador de la competición sigue siendo el Mónaco, trece años después de que se metiera en aquella final insólita contra el Oporto de Mourinho. Entre los octavos de final ante el City de Guardiola y estos cuartos ante el Borussia de Tuchel ha marcado doce goles. No es poca cosa. El Madrid ha marcado la misma cantidad pero el Madrid tiene la mejor plantilla que el dinero puede comprar mientras que el Mónaco sigue tirando de su vieja estrella de la década pasada, Radamel Falcao, acompañado en esta segunda juventud del sorprendente Kylian Mbappe.
En definitiva, quedan las semifinales ya perfiladas, con Juventus, Mónaco y los dos equipos de Madrid como protagonistas. Cualquier combinación resulta atractiva a primera vista, aunque el equipo de Zidane parece destacar ligeramente en las apuestas, más por su dominio histórico de la competición que por su momento de juego. Ningún equipo ha ganado dos ediciones consecutivas de la Champions League desde que adoptara su actual formato en 1991. Es una de esas estadísticas que parecen llamadas a romperse tarde o temprano.
(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.