Seis contradicciones de la democracia liberal que han dado alas al populismo

Qué debe hacer la democracia liberal para seguir siendo el modelo hegemónico.
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Pocas teorías predicadas desde las ciencias sociales han sido objeto de tanta atención y polémica como El fin de la historia de Francis Fukuyama. La tesis principal del autor es que con la democracia liberal la civilización ha alcanzado su último estadio evolutivo. Más allá de ella no hay nada, pues ninguna otra forma de organización política puede competir con el liberalismo democrático.

Fukuyama sostiene que el devenir político del mundo es una sucesión de pugnas entre diferentes modelos organizativos a lo largo de la cual muchos van quedando olvidados en la cuneta de la historia. Quedan atrás debido a las contradicciones internas del propio modelo hasta que una se erige sobre todas las demás: la democracia liberal.

Fukuyama cree que la democracia liberal no tiene rival político porque ha pulido al máximo esas contradicciones y se acomoda bien a los dos impulsos que constituyen, a su entender, el motor de la historia: la razón científica y la ambición de reconocimiento. Así, mientras que el capitalismo crea las condiciones para el progreso técnico, la democracia iguala en dignidad a todos los hombres, saciando esa voluntad de afirmación individual.

No obstante, la tesis sobre el fin de la historia de Fukuyama ha recibido tantas críticas como elogios. Primero fue la irrupción del llamado “resurgimiento islámico” y la inauguración de una nueva modalidad de terrorismo internacional de inspiración religiosa que desafiaba el modo de vida occidental. Después, la intensificación de los flujos migratorios, la globalización y la inestabilidad económica crearon las condiciones para el auge de un populismo de reacción contra la democracia liberal, y que hoy disputa victorias electorales a los dos lados del Atlántico.

En mi opinión, estos fenómenos no restan validez a la teoría de Fukuyama, pero sí obligan a dar algunas explicaciones y a tomar ciertas variaciones en el rumbo político de Occidente. Fukuyama no ha sido desmentido por los hechos porque sigue sin haber una forma de organización política alternativa a la democracia liberal. Sin embargo, es posible que estemos algo más lejos de alcanzar ese momento poshistórico de lo que Fukuyama anunció. Esto es así porque el autor no tuvo en cuenta una serie de sesgos y desviaciones en sus presupuestos de partida.

Me refiero a algunas contradicciones internas a la democracia liberal que han dado alas a movimientos populistas autoritarios y que urge abordar si queremos que el modelo organizativo hegemónico en Occidente desde la caída del muro de Berlín siga siendo la referencia política dominante.

Ya he mencionado en alguna ocasión que la primera paradoja a la que ha de hacer frente la democracia liberal está en el corazón de la doctrina: Fukuyama asumía que este modelo partía de la igualación de todos los hombres, una promesa que parece haberse roto en los últimos años, en los que asistimos a una rápida escalada de las desigualdades socioeconómicas.

La segunda contradicción que encontramos tiene que ver con el concepto de “conflicto”, entendido como pluralismo, que forma parte del sustrato liberaldemócrata. El liberalismo parte de la idea, a diferencia de las ideologías totalitarias o colectivizadoras, de que no hay una única forma de abordar los dilemas que se le plantean a una sociedad. No existe algo así como una política única, y el bien común o el interés general son quimeras que a menudo encierran un ánimo impositivo. Por contra, el liberalismo parte de la convicción de que en nuestras sociedades conviven puntos de vista, intereses, vocaciones y ambiciones diferentes, legítimos y a menudo contrapuestos.

Esa idea de conflicto ha adquirido un peso cada vez mayor, habida cuenta de que vivimos en sociedades crecientemente heterogéneas, complejas e integradas, abriendo una ventana de oportunidad por la que se ha colado el populismo. El populismo requiere el conflicto para prosperar y perpetuarse, de tal modo que asistimos a una paradoja: el conflicto es consustancial a la democracia liberal y, al mismo tiempo, ha dado alas al movimiento que representa la mayor reacción antiliberal desde el fin del comunismo.

En tercer lugar, el concepto de pluralismo, bandera de la democracia liberal, ha sido frecuentemente maltratado hasta aparecer desvirtuado. Se ha tendido a equiparar pluralismo con relativismo, y el relativismo choca de modo frontal con otro de los pilares liberales: el progreso. Ese progreso del que hablaba Fukuyama, llevado en volandas por la razón científica, ha sido cuestionado con argumentos relativistas que se han hecho pasar por pluralistas.

Y nada más lejos del liberalismo que el relativismo. La visión liberal del progreso implica un compromiso con la razón y con una noción de “verdad”. En cambio, el populismo ha sabido desdibujar los límites del pluralismo para utilizar contra la democracia liberal sus propias armas. Así, ha igualado la respetabilidad de todas las opiniones en nombre del principio liberal del pluralismo; ha apelado a la validez moral de todas las ideas sostenida en el mismo argumento; ha inaugurado el tiempo de la posverdad, en el que la realidad solo es otro punto de vista; ha devaluado a los expertos hasta convertirlos en una voz cualquiera; ha creado un universo de “hechos alternativos”, ha privado a la verdad de singularidad: ahora son “verdades”, que se eligen a conveniencia y que son susceptibles de apropiación: “mi verdad”, “tu verdad”.

En cuarto lugar, el progreso científico abanderado por el liberalismo ha desembocado en situaciones que parecen contradecir sus principios. El desarrollo de internet ha creado nichos digitales que han servido como caldo de cultivo para el populismo, al tiempo que la viralidad de las redes sociales ha favorecido la transmisión de informaciones no contrastadas, cuando no inventadas. Por otro lado, estas mismas redes han fomentado el aislamiento en comunidades cognitivas y de socialización que permiten a los individuos mantenerse al margen de las ideas y los grupos sociales que desafían sus puntos de vista o no comparten sus valores, contribuyendo a la polarización. De este modo, asistimos a una progresiva quiebra del espacio común y de la convivencia promovido por la democracia liberal.

En quinto lugar, esa fragmentación del ágora social ha terminado por desviar el discurso liberal, que con frecuencia ha desatendido la noción de ciudadanía para volcarse en compromisos segmentados en la defensa de las identidades grupales. Una de las razones que se han esgrimido para explicar la derrota de Hillary Clinton es que la candidata demócrata centró su campaña en dirigirse a las minorías (los latinos, las mujeres, los homosexuales, los jóvenes) en lugar de hablar de la ciudadanía compartida.

Por último, el liberalismo ha de hacer frente a las dificultades inherentes a la modernización. La construcción de las identidades nacionales pasó por un proceso de homogeneización y centralización: la definición de las fronteras del estado, la puesta en marcha de una burocracia y una administración pública centralizadas, la construcción de verdaderos ejércitos, el diseño de un currículo escolar único con una doctrina y una historia comunes, la popularización de unos símbolos que identifican a la nación. Sin embargo, con la posmodernidad hemos iniciado un viaje a la descentralización, la heterogeneidad y el individualismo que no está exento de conflictos, amenazas y accidentes. Estas dificultades son aprovechadas por los nostálgicos y los nacionalistas, dos atributos que con frecuencia aparecen mezclados en las propuestas populistas, para defender un retorno a la seguridad, a los valores y a las formas de organización propias del pasado.

Así, para que la democracia liberal continúe siendo el modelo político hegemónico ha de resolver sus contradicciones internas. Ha de ofrecer respuestas institucionales para combatir las desigualdades que hacen aflorar el descontento. Ha de acomodar el pluralismo para que la complejidad social creciente no derive en el enfrentamiento. Ha de librar una batalla por un progreso guiado por la razón y alejado de relativismos. Ha de recuperar el espacio común para la convivencia promoviendo una visión social inclusiva, también en internet. Ha de recuperar la idea de ciudadanía como gran aglutinador social y como identidad compartida. Y ha de proveer herramientas y cuidados para que nadie quede atrás en la transición tecnológica y el avance modernizador

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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