Me encuentro con una vieja amiga, la más vieja sin duda, la dulce letra a, en medio del abigarrado bosque del pensamiento indio. La letra a, en algunas formas del budismo, es mucho más que una letra. Es constatación de la vida, el alimento germinal, la semilla primera del habla, el basamento fonético de esos edificios espirituales prolijos e inabarcables. En una cultura en la que todo es lenguaje, la a es la cifra del lenguaje.
En su Introducción al budismo tántrico (1950) –la dicha como sistema, entre un vértigo de metafísica y lógica inclemente–, Shashi Bhushan Dasgupta explica que la a es a tal grado la madre, que aun cuando se pronuncia está “increada”, que siempre se le dice por primera vez y es un eco de la vez última. Y el pujido maternal ma, la sílaba preñada que en sánscrito dio matra y matr, pariría madre en todos los idiomas. Lo espiritual absoluto, brahman, se representa a sí mesme (pues su género es neutro y femenino y masculino) como sonido, a, sin fin ni principio, pues genera todo y lo contiene todo. Una suerte de ruido blanco, la esencial vibración sónica que “dice” el cosmos.
Luego de lustros de meditación y después de mil reencarnaciones y de miles de horas de especulación filosófica, el sabio Nāgārjuna resumió en un solo y complejísimo sutra su pensamiento. Un sutra breve e infinito a la vez: “a”. Semilla que es una letra, letra que es una puerta, puerta vacía que exhibe la vacuidad. Buda se la dio a Ananda: “Recibe, para bienestar y dicha de todos los seres, esta perfección de la sabiduría (prajñāpāramitā) en una letra: a.”
Recuerdo que Gaston Bachelard propuso alguna vez que la letra a es curativa. Al aquejado de angustia, dice, le recetaría decir suavemente la palabra vasta, con la entonación de Baudelaire, cuyo sonido basta para suscitar una sensación de calma, unidad, espacio abierto. Es una letra, dice, que no se puede pensar siquiera sin enervar las cuerdas vocales. Leerla es suficiente para empezar a cantar, concluye. ¿Le habrá ocurrido eso al hipersensible Rimbaud, cuando dice en “Vocales” que la a es “un capote negro, aterciopelado de moscas brillantes que zumban entre hedores crueles”?
En un poema de 1915, “¿Qué será lo que espero?”, un Ramón López Velarde mahāyāna afina un atributo peculiar de Fuensanta: es la encarnación de la letra a. Esta identidad vocalizada de la mujer y de su nombre se van creando a lo largo del poema –treinta y cinco de sus cuarenta y siete versos riman en a– a partir de la exclamación “¡oh blanda que eres entre todas blanda!”. Alabanza singular, pero no anómala: más que una sensación táctil, blanda significa suave, benigna y apacible, razón por la que blanda es virtud en las plegarias marianas.
López Velarde arraiga luego esta fascinación con a en un flashback auditivo: en la escuela de su infancia, ensayaba en coro “una lección de Eslava” (es decir, solfeo con el método del padre Hilarión Eslava, que felizmente se perpetuó con su apellido). En ese “solfeo cristalino y simple” de los niños, con sus voces “núbiles y lentas”, le dice a Fuensanta que ya presentía “la melodiosa dádiva” de la nota-vaso que colmará ella en el futuro: la nota fa. Al final del poema, el niño profeta confirma, ya adulto, aquella presencia anticipada:
Y de ti y de la escuela
pido el cristal, pido las notas llanas,
para invocarte ¡oscura
y rabiosa esperanza!
con una a colmada de presentes,
con una a impregnada
del licor de un banquete espiritual:
¡ara mansa, ala diáfana, alma blanda,
fragancia casta y ácida!
Los dos últimos versos están solfeados en fa menor: aa aa aa iaaa aa aa / aaia aa i aia. El licor del banquete espiritual, por cierto, es el vino en que se muda la sangre de Cristo, cuya sílaba san impregna el nombre de Fuensanta entre la f y la a. Es emocionante la progresión triple del encomio, ese avance del ara al ala y del ala al alma (la alma): una asunción fragante en la que Fuensanta se metamorfosea, poco a poco, en una sola letra fragante de naranjas. ~
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.