Se podría instituir un cargo nuevo, un puesto de rango mundial que consistiera en que alguien pensara en todos, en los siete mil quinientos y pico habitantes de la tierra. Una persona que durante un tiempo se dedicara a pensar en todos los demás, sin excepciones ni sectarismos: en la humanidad. Esa persona estaría eximida o liberada de toda actividad, excepto de pensar en los demás: de alguna forma, a niveles imperceptibles, casi moleculares, esa persona sostendría el mundo. Y cierta idea del mundo.
Hay organismos que se ocupan de asuntos mundiales, pero siempre parecen estar al servicio de algo que excede lo personal y no alcanza lo universal. La FIFA, la FIA, la ONU, el FMI, el Banco Mundial… Hay muchos entes globales, pero ninguno que se ocupe de las personas y que no tenga que dar cuentas a nadie, sino a todos.
Sin clasificaciones, sin excluir a nadie por nada. A bulto. En este caso, el bulto, la totalidad de las personas vivas, tiene un valor incalculable, casi mitológico, difícil de calibrar o definir. El valor de pensar en todos a la vez. Saber que, pase lo que pase, hay alguien pensando en todos, incluyéndote a ti, y a mí, cambia la experiencia de humanidad. Le añade otra capa. Un cuidador que vela por la comunidad más allá de lo material y lo espiritual, más acá de todo y de nada, una simple persona comisionada por el mundo para recordarse a sí mismo.
Para esta persona los humanos no serían cuantificables, no podrían ser reducidos a números o estadísticas. Su misión imposible sería pensarlas a todas individualmente. Por eso la persona delegada tendría, por definición, el rango o la talla de los héroes que emprendían tareas sobrehumanas.
La fácil analogía nos conduce a los monjes medievales, o los actuales, que rezaban o rezan por todos. En este caso, la oración, si la hubiere, sería atención, pensamiento, mera conciencia: una forma de reconocer a todos, independientemente de todo. No podría ser un robot.
Desde luego que puede haber gente que ya se dedique a eso, incluso profesionalmente: a fin de cuentas pensar en los demás es una de las mejores fórmulas para pulir las manías y dulcificar los estertores del ego; seguro que hay alguien haciendo eso en una celda, o en lo alto de una columna, pero nadie lo sabe, no es oficial. Y una de las funciones de esta institución es precisamente que se reconozca su existencia, el discreto márquetin de la humanidad. Por fin, cada persona sabrá que hay alguien real, un ser humano, que piensa en ella exclusivamente, en ella y en siete mil quinientos y pico millones de personas más.
Reconocer que existen esos miles de millones de personas es la segunda misión del nuevo cargo. Que existen en este mismo momento, en este tiempo-espacio, cada una de ellas con su vida completa, con sus sueños y sus ilusiones. La persona que nos interrumpe –¡nos interrumpe!– en la acera estrecha, entre los carritos, los contenedores, las bicis y los postes de farolas y parquímetros, viene con todo, viene con toda su vida activada, su pasado, su futuro, sus demás.
Cuando había dioses ellos cumplían esta función de pensar en los humanos, incluso a veces se excedían en sus prerrogativas y enviaban plagas o suplicios, o engendraban monstruos como el pobre minotauro; pero nunca gozaron de la unanimidad universal. Una vez abolidos o especializados aquellos dioses, ninguna divinidad, organismo o sociedad anónima alcanza la aceptación de todos los humanos, nadie tiene el reconocimiento y la autoridad para contemplarlos a todos como iguales. El nuevo cargo institucionaliza la igualdad sin adjetivos, la humanidad. “Como un hombre sin más”, que cantaba Labordeta.
Hasta hace poco no había comunicación global en tiempo real, ahora puedes ver los nacimientos de este minuto en una web, y pronto podremos recorrer el censo por orden alfabético, renta, edad, lugar de empadronamiento… Nuestro tiempo es el más utópico de la historia: cada cual actualiza a diario sus sueños en la palma de la mano: un jersey, agua potable, un continente.
Este nuevo cargo debería recibir su “mandato” de la comunidad mundial, sin excepciones. Hasta Corea del Norte podría aprobar eso. Tal vez la onu pueda proveer un mecanismo de unanimidad, un leve manto legal o administrativo, ya que esta figura jamás tendrá que ejecutar ni disponer nada. Por supuesto, este cargo debería ser anónimo y breve. Y tener algunos suplentes para los días de fiesta, las bajas o las vacaciones. Este cargo, de sueldo modesto, debería tener contrato legal y seguro médico; y no estar sometido a las vejaciones inherentes a la precariedad, esclavitud, etc.
Una vez aprobada la institución se podría elegir a esta persona por sorteo, siempre según los criterios de la Lotería de Babilonia. Tal vez fuera conveniente proteger al titular bajo un discreto anonimato, pues un cargo de tanta relevancia siempre estaría expuesto al escrutinio de los mercados, a peticiones para hacerse selfies con dignatarios y famosos y a toda clase de servidumbres ajenas a su misión.
Además de recordar la igualdad esta institución mínima podría servir como reclamo de una futura presidencia global, cuando se pueda votar en todas partes, se diluyan las diferencias y se reanude el inaplazable progreso hacia la paz, la fraternidad y la prosperidad. Por algo se empieza. Quizá es mejor empezar por lo fácil, la parte trascendente, espiritual laica, humana, del pequeño márquetin de la igualdad. ~
(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).