Harrison Ford y el cine en los ochenta

Durante la cúspide de su fama y su capacidad para llenar butacas, Ford se dedicó a serle fiel a los directores que más le interesaban, a probar diversos géneros y a salirse de su zona de confort 
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Aquí no encontrarán cifras de taquilla ni comparaciones con otros actores que acapararon las marquesinas durante los ochenta. La idea es abordar ese tiempo, del estreno de The Empire Strikes Back a Presumed Innocent, desde el punto de vista del riesgo y la versatilidad, ya que es precisamente en esos dos rubros en los que la carrera temprana de Harrison Ford brilla. Durante la cúspide de su fama y su capacidad para llenar butacas, Ford se dedicó a serle fiel a los directores que más le interesaban, a probar diversos géneros y a salirse de su zona de confort en al menos una de cada dos películas. En diez años y once producciones, protagonizó la mayor cinta de ciencia ficción de todos los tiempos (Blade Runner), la mejor secuela fantástica (The Empire Strikes Back), la más cojonuda (Indiana Jones and The Temple of Doom), uno de los grandes courtroom dramas (Presumed Innocent) y un par de experimentos que resultan solventes a pesar de lo mal que fueron recibidos al estrenarse (The Mosquito Coast y Frantic). En una década, Ford trabajó tres veces con Steven Spielberg, dos con la mejor versión de Peter Weir, una con Mike Nichols, otra con Ridley Scott y una más con Roman Polanski. De once películas no hay una sola que no valga la pena.

                INDIANA JONES Y STAR WARS

                No faltará quien diga que Ford en los ochenta es un preámbulo de la secuelitis que hoy aqueja al cine comercial. En una sola década, su filmografía arroja cinco secuelas, casi la mitad de las cintas que filmó. Sin embargo, a diferencia de otras carreras actuales dedicadas a la secuelitis (ver: Jeremy Renner o Robert Downey Jr.), las segundas y terceras partes que aparecen en el currículum de Ford durante esa época hacen lo que toda gran secuela debería hacer: cambiar las reglas del juego, introducir al personaje dentro de dinámicas incómodas e, incluso, probar otros géneros. Démosle la vuelta al sobadísimo ejemplo de The Empire strikes back, una segunda parte de la que se ha hablado ad nauseam, y vayámonos a la que es, junto con Batman Returns, una de las segundas partes más menospreciadas del cine comercial. Collage de slapstick, acción orate y buenas porciones de gore, Indiana Jones and The Temple of Doom es un experimento único no solo en la carrera de Ford sino en la de Steven Spielberg, quien nunca se ha atrevido a volver a armar un coctel tan sui géneris. El tono de la película, esa mezcla entre lo grotesco, lo burdo y lo absurdo, queda claro desde el inicio, cuando un secuaz de Lao Che muere empalado por una brocheta:

                Pocos establecen tono desde el principio como Steven Spielberg. Ahí está ese frenético desembarque en Normandia. O en Jaws, cuando el tiburón viola/engulle a la pobre Chrissie. O ese primer arresto en Minority Report. Pero no hay una sola cinta de Spielberg que inicie mejor que Temple of Doom: una montaña rusa de veinte minutos exactos en la que, por cielo, río y tierra, el espectador viaja de un número musical dentro de un bar en China a un derruido pueblito en la India, desde donde arranca el grueso de la película. En el ínterin, Lao Che envenena a Indy, lo persigue por las escuetas calles de Shanghai, trama un plan para que su avión se estrelle en el Himalaya y, finalmente, el Dr. Jones, acompañado por Short Round y la cantante Willie Scott, sobrevive al arrojarse desde la aeronave en un bote inflable. A lo largo de la secuencia, Spielberg establece la personalidad de cada uno de los personajes: Willie preocupada por su uña rota, incapaz de sostener una pistola; Short Round gozando más que padeciendo el peligro. Además, la secuencia tiene el mejor chiste de toda la saga. Indiana Jones cree haber escapado de Lao Che. Desciende en el aeropuerto de Shanghai y sube al avión justo mientras Lao llega, flanqueado por sus guaruras. Y:

 

 

                Si bien no merece tanto aplauso, el resto de la cinta está lleno de momentos memorables. La secuencia de los  bichos repite y mejora el encuentro con las serpientes en Raiders. El sacrificio a Kali es aún más OTT que los nazis derretidos por los fantasmas del arca perdida. Mola Ram es un villano que bien podría sentarse en la mesa de los Leatherface sin oprobio. Y el final, en el que una montaña rusa literal culmina en un enfrentamiento sobre un puente de madera, es francamente disfrutable. Lo interesante, de nuevo, es el atrevimiento de Spielberg –y de Ford, por añadidura-, quien mantiene las mismas fichas, pero cambia el tablero, creando una secuela que le apuesta a una tesitura diferente.

                Lo mismo podría decirse de The Empire Strikes Back. No, desgraciadamente, de Return of the Jedi, que prefiguró los excesos infantiles de las precuelas de Lucas y que no tuvo empacho en hacer una copia calca del arco narrativo de la primera de la trilogía. Pero la trilogía original de Indiana Jones no repite tramas ni escatima a la hora de modificar la dinámica entre sus personajes. Aunque The Last Crusade vuelve a presentar a Sallah y a Marcus Brody, y el macguffin bíblico se asemeja al de Raiders of the Lost Ark, ahí acaban las similitudes. Mientras que la primera de la trilogía es una cinta de acción hecha y derecha, parábola del miedo a la bomba atómica durante la guerra fría, The Last Crusade es casi una comedia, cimentada en los polos opuestos, dignos de El Gordo y el Flaco, de Indiana Jones y su padre, interpretado por Sean Connery. Asustado por la reacción del público frente a Temple of Doom, cuyos momentos de gore le valieron el primer rating PG-13 de la historia, Spielberg le vierte leche al contenido incómodo y arma la más ligera de la trilogía: no tanto un acto de cobardía sino un experimento que comprueba que Indiana Jones, como personaje, puede situarse en diversos espectros de género y aun así cumplir con creces.

                BLADE RUNNER

                Lo mismo puede decirse de Ford. Como prueba basta Blade Runner. Una de dos incursiones en la ciencia ficción que le valdrían entrada a los anales de la historia, la cinta de Scott es una exploración de las capacidades del género y de su inherente ductilidad. Alien usa la ciencia ficción como pretexto para narrar una historia que es, a todas luces, el cuento de una casa embrujada, más cercano al horror que a la fantasía, mientras que Blade Runner es, al menos temáticamente, más afín al Western y al Noir que al Sci-Fi. Quizás no haya una película del género que sea así de impecable en tantas categorías: su mezcla de sonido, estética y música son un prodigio. Además de que invierte el papel con el que Ford llegó a la fama. La locuacidad confianzuda de Han Solo e Indiana Jones no están presentes en Deckard, un personaje que comprueba la polivalencia de Ford como actor, capaz de ser igualmente elocuente durante la pausa que durante el frenesí de las trilogías de Lucas y Spielberg.

                WEIR, NICHOLS Y POLANSKI

                Esta habilidad para interpretar a tipos carismáticos sin ir en busca de la aprobación de la audiencia, bien parecidos sin que su físico se adueñe del cuadro, queda de manifiesto en Witness, de Peter Weir, película que le valió su única nominación al Óscar.

                Temáticamente, Witness y The Mosquito Coast, la siguiente película que Ford filmó con Weir, tienen similitudes insoslayables. Ambas abordan modos de vida alternativos, alejados de la civilización: la primera en una idílica comunidad Amish en Pennsylvania y la segunda en una jungla centroamericana. En ambas, Weir utiliza a Ford como símbolo del all american guy para aterrizar su crítica a los valores occidentales (a su manera, las dos anticipan inquietudes que el realizador australiano llevaría a puerto en The Truman Show, su obra maestra). En Witness, la comunidad Amish representa la antítesis del ethos de John Book (Ford): la violencia del bajo mundo de Filadelfia, la traición entre agentes de la misma fuerza policiaca, la competencia entre ellos mismos (al principio de la cinta aprendemos que, con unas chelas encima, Book se jacta de ser mejor que todos). En comparación con las dos últimas, casi poéticas, muertes al final de Witness –que ocurren adentro de la comunidad-, la primera, en una estación de tren, es brusca, sangrienta y torpe, como si tanto el ritmo de la vida y la muerte cambiara radicalmente en la campo y la ciudad. Además, es significativo que los Amish no participen en ninguno de los asesinatos. Al final, Book se sacrifica para salvar a la comunidad. Es él quien, como el inverso del Tarzan de Burroughs, regresa a la ciudad para mantener la pureza de la vida campirana. Su salida, en la que se cruza con el hombre con el que Rachel probablemente contraerá matrimonio, le devuelve el orden a ese microuniverso. Ford, la quintaescencia del estadunidense promedio, es el héroe de la historia, pero también el villano. Si Weir estuviera de su lado, Rachel y su hijo acabarían mudándose a Filadelfia.

                The Mosquito Coast gravita en torno a Allie Fox (Ford), un inventor frustrado, quien se muda con toda su familia a una jungla para levantar una suerte de Shangri La que tiene como centro, como tótem, a un milagroso refrigerador. De nueva cuenta, el personaje de Ford es héroe y villano, primero salvando al paupérrimo pueblo de Jerónimo y después, en un intento por acabar con tres hombres armados que han decidido hospedarse en su casa, arruinando todo lo que durante meses construyó. De nuevo: los que irrumpen en la tranquilidad casi idílica de la comunidad son hombres con armas; es difícil encontrar un solo emplazamiento en el que no aparezcan junto a sus metralletas.

                Como la burbuja de Truman, el sueño de Allie es una utopía Weiriana destinada al fracaso, quizás porque ambas son inorgánicas, hechizas y repentinas. Solo la comunidad Amish, noble y trabajadora, resiste el roce con la modernidad. Es curioso, además, que The Mosquito Coast abra con un encuadre que es casi idéntico al final de Witness: sobre un verde plantío. Las dos son visiones personales sobre dos paraísos muy distintos.

                Más allá de sus similitudes, es interesante ver The Mosquito Coast para escuchar a la quintaescencia del estrellato gringo exclamar diálogos dignos de Fight Club de Palahniuk:

                “We eat when we're not hungry, drink when we're not thirsty. We buy what we don't need and throw away everything that's useful. Why sell a man what he wants? Sell him what he doesn't need. Pretend he's got eight legs and two stomachs and money to burn. It's wrong. Wrong, wrong, wrong.”

El ser humano que se asoma detrás del intérprete de Allie Fox parece ser el que más se asemeja al propio Ford: huraño en entrevistas, hosco con la prensa, el actor vive en un rancho de Wyoming, alejado de la civilización y las luces de los paparazzi.    

                La afinidad de Ford con el actor protagónico promedio de antaño y con comedias como His Girl Friday, Philadelphia Story y hasta las cintas de Billy Wilder, queda en evidencia en Working Girl, de Mike Nichols, documento ochentero por antonomasia, en la que una pobre chica de Staten Island (Melanie Griffith), acostumbrada a que menosprecien su inteligencia en aras de su físico, decide aprovechar la ausencia de su despiadada jefa (Sigourney Weaver) para abrirse paso en el mundo de los negocios de Manhattan. La historia es una Cenicienta versión Lehman Brothers, negativo de Wall Street de Oliver Stone, con todo y príncipe azul, interpretado por Ford, en la primera comedia romántica de su carrera.

Working Girl abre donde Frantic se queda: en la estatua de la libertad. Mientras que el thriller de Polanski utiliza diversas copias de la estatua para cargar simbólicamente a una narrativa que aborda la libertad y las costumbre estadunidenses vis a vis las europeas, la cinta de Nichols empieza con un travelling around a la verdadera efigie, que ocupa toda la pantalla, como prueba de la grandeza gringa, de las posibilidades económicas de la era de Reagan y del sueño americano a través del tamiz neoyorquino. Working Girl analiza el reverso de un símbolo antes explorado en The Mosquito Coast, pero también en Frantic, y su desenlace brutalmente pesimista, en el que vemos el precio de la libertad gringa: los estadunidenses sobreviven, sin un rasguño encima, y la extranjera, que ni la teme ni la debe, acaba baleada a la sombra de la estatua.

PRESUMED INNOCENT Y LOS NOVENTA

La crítica a la sociedad estadunidense continuaría en Presumed Innocent, un courtroom drama con un extraordinario giro de tuerca final, que abre y cierra con un monólogo de Rusty Sabich (Ford), en el que examina y critica al sistema jurídico norteamericano. Dirigida por Alan J. Pakula (All the president´s men), Presumed Innocent cuenta con la mejor actuación de Ford en toda su carrera, junto con la que daría tres años después en The Fugitive, de Andrew Davis, quizás la película de acción seminal de los noventa.

Con los años, Ford decidió aferrarse a su estatus como luminaria en vez de ocupar el asiento del copiloto, envejecer como character actor, y probar diversos géneros o, bien, trabajar con directores interesantes. El resultado es una carrera que en veinte años no ha arrojado una sola cinta interesante. Quizás no importa. Después de todo, ¿qué más se le puede pedir a un actor que protagonizó al menos cinco obras maestras en una sola década?

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