El refranero, siempre propenso a lo cafre (incluso cuando acierta, y quizás más cafre cuanto más acierta) nos advierte que “en el funeral todos hablan bien del muerto”. Los motivos de estos funestos hábitos de celebración son múltiples: quienes se inclinan hacia la mala sombra pueden elogiar sin temor a que sus palabras le alegren el día al interesado; los oportunistas pueden frotarse con la lumbrera sin miedo a que les replique; y los despistados (conjeturo que la mayoría) recuperamos como buenamente podemos el tiempo malgastado.
Así que solo cabe celebrar que los reconocimientos y los agasajos le lleguen a Sánchez Ferlosio en vida y con la cabeza clara, cuando parecía que el Cervantes, recibido al borde de los ochenta, equivalía a una especie de fin de fiesta, de broche para un escritor que se daba ya por leído. La inesperada y feliz revifalla de Ferlosio se beneficia de la prolongada dedicación de su último editor, Ignacio Echevarría, que empezó hace ya algo más de un lustro armando un volumen para presentar a Ferlosio a los lectores chilenos (en la exquisita Diego Portales) y que ha terminado (en la no menos exquisita cuando se lo propone Penguin Random House) por ofrecer al lector ediciones cuidadísimas de sus ensayos, sus pecios y sus narraciones.
(Un empeño, por cierto, que pone de manifiesto las similitudes del arte de la edición –no confundir con el de la contratación– con las técnicas de cocina: donde los fogones resucitan el atractivo y el sabor de un cadáver, el oficio de editor intensifica el interés de una obra al estructurarla en una disposición que afina su sentido.)
Me sumo por tanto a esta nueva celebración de Ferlosio pero no sin un pero. Leída, primero por gusto y luego ya intrigadísimo, la marea de artículos que ha propiciado su cumpleaños me asombra que tantos y tantos párrafos se entretengan en el carácter “gruñón” del personaje, a los resplandores y mortificaciones de su estilo, y a su entrega “casi monástica” al trabajo. Concedo que el estilo de Ferlosio es llamativo, pero no deja de ser sorprendente (con los cuatro volúmenes como cuatro soles de ensayos sobre la mesa de novedades) que apenas se haya escrito sobre sus ideas, propuestas e impugnaciones (la mayoría actualísimas, y algunas muy urgentes) sobre la política internacional y la sociedad española.
En mi prospección amateur de esta eflorescencia ferlosiana apenas he leído, por improvisar algunos ejemplos, que se le discuta su firme denuncia contra el escándalo y la ofensa personal como argumento político (“el escándalo es una droga que anestesia el sentimiento de nulidad política”); su oposición a lo “individual” como instancia (“los periódicos tienden cada vez más a centrar la información política en las personas, y la crítica en sus mayores o menores aventuras e irregularidades de conducta pública y privada, incluyendo el registro minucioso del más inane y banal trasiego”); su repugnancia hacia el patrimonio cultural y la memoria histórica (a la que moteja de “Modelo de delirio”); el asco que siente ante la insistencia de apuntalar la nación en el exterminio cruento de las Indias; su repelencia hacia la superación y cualquier otra forma de competición, por no mencionar el desasosiego casi físico que experimenta contra el culto de la eficacia (“poner bozal a la rabiosa bestia de la eficacia a ultranza, aun erigida en sumo y hasta único criterio para el éxito popular de una gestión”); las dudas que le despierta el fetichismo de las instituciones (“no abandonarse a las instituciones como si fuesen servomotores capaces de gobernarse por sí solos, supliendo la intervención de una conciencia vigilante”) y la contrariedad que le despiertan los fetiches ya consolidados (“con la bandera la facción dominadora convierte un hábitat en territorio”); la lucidez sobre la sangría del liberalismo subyugado (“la férrea e inamovible prioridad de la economía capitalista es el furor del lucro”); el desprecio hacia las componendas de la tradición y el papel de comparsa al que voluntariamente se han avenido tantos colegas vía ferias y festivales (“el grotesco papelón del literato”); la justificación histórica de cualquier pérdida personal (su prolongado agon contra la guerra, parecido en determinación al de Canetti contra la muerte) y una matizadísima demolición de la patria y de los fantasmas de la identidad, tan omnipresente en su obra que me da apuro añadir indicaciones.
Ideas y pensamientos que no aparecen como exabruptos del carácter o firuletes del estilo (al contrario, la frase ferlosiana recuerda al esfuerzo del jurista por trazar con nitidez el perímetro de una ley o de un delito: alambicada al principio por el compromiso de recoger la complejidad del caso, se revela con la claridad de lo exacto cuando, terminada su lectura, somos capaces de contemplar la forma entera del argumento que dibuja) sino desarrollados a conciencia, agente provocador y objetivo último de sus textos.
El silencio que envuelve estas ideas resulta más inconveniente al comprobar que unos cuantos de los que se han sumado (legítimamente, faltaría más) a la celebración son defensores firmes de las patrias, el mérito competitivo, las instituciones, la indignación como instancia argumentativa, el patriotismo, el patrimonio cultural o la insoportable “identidad” en cualquiera de sus variedades territoriales. El contraste es tan desalentador que desde hace varios días voy de aquí para allá preguntándome: ¿pero por qué les gusta a estos señores Ferlosio? ¿Porque es gruñón? ¿Por su entrega? ¿Por ese Jarama que el hombre no pierde la oportunidad de repudiar?
Me temo que esta oleada de artículos contribuye a domesticar el carácter subversivo del pensamiento de Ferlosio, y que a cambio de encaramar con grandes fanfarrias al autor sobre el pedestal de la plaza pública nos escamotean (más por hábito que por una malicia consciente) la oportunidad de dialogar con sus ideas. Se me dirá que se trataba de festejar y no de discutir, pero sucede que el momento del festejo no se pasa nunca en este país (si no es para pasar a la enemistad irreconciliable), y sucede también que quizá la mejor manera de festejar a un ensayista sea tomarse en serio lo que dice, sobre todo si lo que dice cartografía el mapa de nuestros descosidos presentes y está pensado para interpelarnos.
Convendría, insisto, decantar los textos sobre Sánchez Ferlosio hacia la discusión pública de asuntos concretos si no queremos que en unos años (dentro de veinte por lo menos) pueda decirse de nuestro escritor aquella maldad acuñada por Francisco Umbral (y que ha terminado por ajustarse como un guante profético a su propio legado): “Muere más celebrado que leído”. ~