Brenda Navarro
Casas vacías
Ciudad de México, Kaja Negra, 2017, 162 pp.
No puede enterrarse el cuerpo del agua, siempre regresa, no sabe desaparecer.
Javier Peñalosa
La maternidad como paradigma de la realización femenina está en crisis, por fortuna. Cada vez más, se habla de las dificultades del embarazo, de la soledad de los primeros meses después del parto, de la culpa y de las vacilaciones que derivan de traer al mundo a otro cuya existencia está tan drásticamente ligada a la nuestra. Los dolores de la maternidad, físicos y emocionales, se extienden en el tiempo (acaso ya nunca se detienen por completo) y toman formas inesperadas. Aunque todavía insuficientes, se han abierto debates francos sobre el tema en las últimas décadas, desafiando la idea de la procreación como mandato primordial de la mujer y manera única en que esta puede tener una vida, por así decirlo, completa.
En su breve ensayo Contra los hijos (Tumbona, 2015) la escritora chilena Lina Meruane cita testimonios de algunas madres que, desde una posición de honestidad brutal, revelan los momentos de profunda infelicidad que han vivido en el proceso. Una de ellas, por ejemplo, dice que las madres no piensan, porque si piensan están traicionando algo y poniendo en duda la dicha, así, sin matices, que supuestamente trae tener un hijo. Cuestionar esa dicha está mal visto, claro, en foros tradicionales sobre el tema, incluyendo el seno familiar más íntimo, y peor aún resulta hablar del arrepentimiento o de las dudas. Es mejor no pensar. Incluso cuestionar la idea misma de convertirse en madre a menudo se considera un rasgo egoísta, casi un error genético, algo de lo que una se va a arrepentir, tarde o temprano, cuando la vejez nos venga a pasar factura.
Conviene tener esta conversación en mente al adentrarse en Casas vacías, la primera novela de Brenda Navarro y el libro con el que Kaja Negra, un medio de comunicación digital desde 2010, se lanzó recientemente como editorial. La historia revela su eje desde las primeras líneas (“Daniel desapareció tres meses, dos días, ocho horas después de su cumpleaños. Tenía tres años. Era mi hijo”) y va desentramando el misterio de la desaparición repentina de un niño autista al que su madre le quitó la vista de encima durante unos segundos mientras veía su celular. Pero hay otra historia que sucede en paralelo, no en el parque donde Daniel se esfuma ni en la casa adonde llega ni en el Ministerio Público, sino al interior de las protagonistas: la madre biológica y la impuesta, la que se arrepiente de tenerlo y la que hace todo por tenerlo, la que deja de ser madre y la que se convierte en una de un momento a otro.
A dos voces cuidadosamente trabajadas, Navarro desarma la idea de la desaparición como una simple ausencia física. Hay muchas maneras de desaparecer. ¿No es la maternidad una de ellas, por ejemplo, no nos obliga a hacernos a un lado? Ser madres, al menos, pone las necesidades y aspiraciones propias en segundo plano. Esto sucede incluso si no lo somos, porque para una mujer el tema de la reproducción está siempre presente (llevamos a los hijos en la cabeza aunque no existan y el mundo se encarga de hacernos el recordatorio si se nos olvidan por un momento). No es mi intención emprender aquí una cruzada contra la maternidad, y sospecho que tampoco es la de la autora: se trata más bien de poner en conflicto lo que pensamos que sabemos para salir de círculos de violencia que no siempre están a simple vista.
Dado que Casas vacías opera desde la ficción, no ofrece, naturalmente, respuestas sobre cómo ser madre ni consejos para superar el dolor de tener un hijo desaparecido. En un país donde a diario hay noticias de secuestros y desapariciones forzadas, el libro no es un bálsamo contra la pérdida como lo son (o buscan serlo) algunas novelas que relatan historias de este tipo. Lejos de la literatura de autoayuda y del panfleto político, Navarro más bien ofrece preguntas lanzadas a toda velocidad, con excelente puntería, al centro de lo que significa ser responsable de otra persona; del sufrimiento, de la renuncia que implica. Ofrece también la posibilidad de decir cosas como “Daniel nació a las nueve de la mañana de un veintiséis de febrero. Daniel no había nacido para hacernos felices” y problematizar así un tema sobre el que urge emprender conversaciones más francas y que no se ha tratado lo suficiente en la narrativa mexicana contemporánea (con excepciones brillantes: en Los ingrávidos, de Valeria Luiselli, la narradora atribuye a la maternidad la forma fragmentaria de su texto, y una de las protagonistas de Umami, de Laia Jufresa, enfrenta el abandono de su madre, por señalar un par de ejemplos).
Es común pensar que nos convertimos en padres para vernos multiplicados en otros cuerpos y que la reproducción responde a una especie de impulso de perpetuar nuestra imagen en el tiempo, de dejar huella. Quizás hay algo de cierto en eso, pero ni de cerca es la verdad completa. Ante la pregunta ¿por qué quieres ser madre?, una de las protagonistas de Casas vacías responde: “Yo quería educar a una niña que fuera distinta a mí.” Poder enunciar eso también es una forma de liberación. ~
(Ciudad de México, 1984). Estudió Ciencia Política en el ITAM y Filosofía en la New School for Social Research, en Nueva York. Es cofundadora de Ediciones Antílope y autora de los libros Las noches son así (Broken English, 2018), Alberca vacía (Argonáutica, 2019) y Una ballena es un país (Almadía, 2019).