Soy feminista radical

El feminismo radical hará bien en no fiarlo todo al relato, y seguir proponiendo cambios en la estructura económica. El trabajo todavía importa.
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Soy una feminista radical. La radicalidad no exige una estética particular ni el gusto por un estilo discursivo o un cierto lenguaje. La radicalidad comporta un compromiso inquebrantable con la defensa de la igualdad de derechos y de oportunidades entre mujeres y hombres. Es una máxima con la que no solo me aplico en las cuestiones de género, y con la que trato de conducirme políticamente en la discusión de los asuntos humanos. Nada de lo que atañe a las mujeres me es ajeno, porque nada de lo humano me es ajeno.

Creo que un feminismo radical ha de poner énfasis en las leyes y en la estructura económica de nuestras sociedades, estando ambas cosas estrechamente relacionadas. Sin embargo, en las últimas décadas, el movimiento feminista ha dado cuenta de la transición del mundo industrial a la posmodernidad, empapándose de atributos posmaterialistas.

La crítica cultural ha adquirido una posición central en el movimiento feminista. En realidad, se trata de una postura antigua con la que la izquierda de la Escuela de Frankfurt, abrumada por el triunfo del capitalismo, abandonó la voluntad transformadora del marxismo para instalarse en la atalaya de las ideas.

Recientemente, Carolina del Olmo lamentaba, desde las páginas de El País, que se diera tanta importancia al empleo, para cuestionar la idoneidad de las políticas de equiparación de permisos de maternidad y paternidad. En cambio, desde un feminismo radical que pone el foco en las leyes y en la estructura económica, yo encuentro que el empleo es una cuestión central. No solo porque el aspecto laboral sea crucial, sino porque, además, determina la estructura social y tiene un impacto directo en la cultura y las ideas dominantes de un país.

Un sistema cuya legislación trata de forma diferenciada la maternidad y la paternidad es un sistema que está generando una desventaja a un colectivo de trabajadores, en este caso las mujeres, a la hora de competir en el mercado laboral. Es un sistema que nos señala, hasta el punto de generar dudas sobre su constitucionalidad, como empleados potencialmente menos productivos, menos disponibles y con menor continuidad profesional.

Pero no solo eso. Un sistema que genera una brecha en la provisión de permisos de paternidad por razón de género es un sistema que está generando expectativas sobre cuál es el lugar que hombres y mujeres han de ocupar en la sociedad. Es un sistema que está sugiriendo que corresponde a la mujer el papel de la crianza, mientras que el del hombre está fuera del hogar, como sostén económico de la familia. Por eso, para avanzar en la corresponsabilidad es importante insistir en la educación, pero, sobre todo, debemos continuar insistiendo en el empleo.

Porque nada ha hecho tanto por el avance de la igualdad de género como la incorporación masiva de la mujer a la estructura económica. A menudo, los críticos del feminismo aluden a las preferencias para justificar las organizaciones sociales existentes y el lugar que ocupa la mujer en ellas. Olvidan que las preferencias de las mujeres no están escritas en mármol y que no se configuran en el éter, y esa es la razón por la que en el último siglo hemos asistido a una revolución en las preferencias de las mujeres, de la mano de los cambios en la estructura laboral y económica. Por eso es tan importante insistir en el trabajo.

Quienes recurren a las preferencias suelen esgrimir también argumentos biologicistas. Pero es difícil defender que las transformaciones de las sociedades occidentales en el transcurso de un siglo puedan obedecer a mutaciones genéticas. O que las diferentes preferencias expresadas por personas que viven en estados con formas de organización política, económica y social diversas puedan explicarse por su genotipo. Como es difícil defender la biología como elemento normativo sobre el que debieran organizarse las sociedades: el “proceso de la civilización”, tal como lo formuló Norbert Elias, es una lucha por establecer una organización social emancipada de la falacia naturalista.

Lo llamativo es que estos argumentos biologicistas ya no solo los formulan los críticos del feminismo. Ahora también los escuchamos dentro del movimiento feminista. Y no es el único aspecto en el que una parte del feminismo y sus críticos parecen haber convergido. Los discursos emancipadores y por el empoderamiento de la mujer han dado paso, en algunos sectores, a una actitud paternalista y puritana, conservadora al cabo, que nos hace menos libres y que incluso fomenta una relación desquiciada con nuestro propio cuerpo y con nuestra forma de vivir la sexualidad como personas adultas. Hay un feminismo que sitúa a las mujeres en un plano de inferioridad y que se esfuerza por visibilizar la excepcionalidad de la feminidad. Ese énfasis en la diferencia nos aleja del objetivo de la igualdad.

Este feminismo puritano, comprando una parte del discurso conservador, admite que el atributo que nos es propio a las mujeres es “el cuidado”. Si el punto de partida de un feminismo radical debiera ser que mujeres y hombres han de tener un igual papel político, económico y social, el feminismo puritano da por bueno el argumento de los cuidados para, a continuación, reclamar una “feminización” de la sociedad. Es una opinión personal, pero yo no quiero feminizar la sociedad, me conformo con que no me atribuyan un papel social por razón de género.

Este elemento también estaba ya presente en la izquierda de la Escuela de Frankfurt. Será quizá Erich Fromm quien más reivindique una ética basada en el “amor materno” que feminice las relaciones sociales. Los miembros de la Escuela de Frankfurt se caracterizaron por tener unas relaciones familiares tortuosas. A menudo eran los hijos de empresarios judíos de gran éxito, a los que despreciaban por su participación en el capitalismo y por su autoritarismo, al tiempo que se beneficiaban de esa posición económica acomodada para poder vivir de la crítica cultural.

Esa disonancia les generaba un malestar evidente y un rencor hacia la figura del padre que solo logró mitigar el avance de Hitler. Cuando el nazismo se cebó con los suyos, los miembros de la Escuela de Frankfurt redescubrieron la familia como baluarte contra el “apogeo del orden colectivista”, en palabras de Adorno.

La Escuela de Frankfurt, en la que nunca destacó una fuerte participación femenina, tuvo una gran influencia sobre la izquierda revoltosa de Mayo del 68, movimiento del que pueden filiarse la mayoría de las reivindicaciones identitarias actuales. La crítica feminista al heteropatriarcado puede considerarse como una crítica al orden capitalista por vías distintas de la económica. En todo caso, la “teoría crítica” de los miembros de la Escuela de Frankfurt fue la expresión de una impotencia y la renuncia a transformar un orden capitalista que había impregnado cada rincón de nuestras sociedades.

A pesar de su desistimiento, el capitalismo ha seguido transformándose en las últimas décadas, y con él la sociedad y la cultura. No se trata de negar que la crítica cultural pueda jugar un papel hoy, pero el feminismo radical hará bien en no fiarlo todo al relato, y seguir proponiendo cambios en la estructura económica. El trabajo todavía importa.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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