En el marco de las negociaciones mantenidas alrededor de las propuestas de reforma planteadas por Emmanuel Macron, Alemania –con el remolque de los llamados países donantes– se muestra reticente a transformar una unión monetaria que funciona, por el momento, en condiciones subóptimas en una unión política de la zona euro.
Con el fin de alcanzar ese objetivo, una zona euro democrática no debería estar solo concebida para resistir a todas las tempestades especulativas –con una unión bancaria controvertida y su procedimiento de liquidación de responsabilidad, con una garantía común de depósitos que protegen los activos de los ahorradores y un fondo de dinero controlado a nivel europeo–. Una zona euro democrática debería sobre todo estar dotada de competencias y de medios presupuestarios necesarios para que dejen de ampliarse las diferencias económicas y sociales entre los Estados miembros.
No se trata solo de estabilización en materia fiscal, también de convergencia. Es decir, que los Estados miembros más poderosos en los planos económico y político tengan que mostrarse decididos a cumplir por fin lo que se comprometieron a hacer: poner en marcha una moneda única que conduzca a la convergencia de las situaciones económicas respectivas de los Estados miembros.
El populismo de derechas puede practicar la sobrepuja apoyándose en prejuicios contra los migrantes y avivando los miedos de las clases medias, desconcertadas como están frente a determinados fenómenos de la modernidad, pero los síntomas no son la enfermedad. La causa de la regresión política, más profunda, reside en una decepción cruel: no es solo que la Unión Europea actual no disponga de la capacidad de acción política que sería necesaria para luchar contra las desigualdades endémicas presentes en el seno de los Estados miembros y también entre ellos; es también y sobre todo que la Unión Europea actual no parece tener intención de volverse capaz de una acción política, y que esta ausencia de voluntad política no se le escapa a nadie –sobre todo no a los que más sufren las desigualdades–. El populismo de derechas no es más que el fruto venenoso de esta ausencia de voluntad política en la UE.
Un sistema de reglas rígidas
Una Unión Europea capaz de actuar políticamente haría del corazón de Europa –ahora en plena disgregación– la única fuerza susceptible de luchar contra la destrucción de un modelo social tan virtuoso–. En la Constitución actual, la UE no puede más que acelerar ese peligroso proceso de desestabilización. Si Europa se desintegra –respondiendo así al deseo de Trump–, es porque los pueblos europeos son perfectamente conscientes, de una manera cada vez más viva y realista, de que falta una firme voluntad política para frenar esa lógica nociva.
Bastante lejos de esa voluntad, las élites políticas zozobran en un tímido oportunismo: veletas que siguen servilmente los sondeos con la esperanza de mantenerse en el poder, prisioneras como son del corto plazo.
Un enfoque político valiente supone agrupar mayorías al precio de una polarización. La ausencia general de valentía es irónicamente abrumadora, ya que las mayorías dispuestas a mostrarse solidarias con un avance así están ahí, en estado latente, desde hace mucho tiempo.
Las élites políticas, y en primer lugar los partidos socialdemócratas, muy tímidos, no exigen lo bastante a sus electores en cuanto a valores. No se trata aquí de una proyección pura de ideales filosóficos decepcionados. El trabajo de Jürgen Gerhards y su grupo de investigación confirma la existencia, en el seno de los Estados miembros, no solo de una conciencia europea solidaria, bastante distinta de la conciencia nacional, sino también una buena disposición general –que se constata en proporciones llamativamente elevadas– a sostener políticas europeas que sean auténticas políticas de redistribución transnacional. La crisis italiana es quizá la última oportunidad para reflexionar sobre esta situación obscena, donde se ha impuesto la unión monetaria, que solo beneficia a sus miembros económicamente más fuertes, un sistema de reglas rígidas que excluye cualquier margen de maniobra y cualquier competencia susceptible de autorizar una acción conjunta cuya flexibilidad vendría a compensar esas reglas. Por eso, el primer y modesto paso en dirección a un presupuesto de la zona euro, que le ha arrancado Macron a Merkel, es de una gran importancia simbólica. Sorprende que un gobierno arrinconado así acepte vender con cuentagotas su feroz resistencia a cualquier progreso hacia una mayor integración.
Cosa inexplicable, el gobierno alemán parece seguro de poder convencer a sus socios de hacer causa común en política migratoria, política exterior y comercio exterior mientras bloquea esta cuestión central, literalmente vital, que es el desarrollo político de la zona euro.
Mientras el gobierno alemán practica la política del avestruz, el presidente francés afirma su voluntad de hacer de Europa un actor presente en la escena internacional, un actor decidido a pelear por un orden mundial liberal y más justo.
La prensa alemana ha presentado el compromiso de Meseberg de manera mentirosa. Ha hecho creer que la luz verde de Angela Merkel a un presupuesto de la zona euro representaba para Emmanuel Macron un éxito que necesitaba con urgencia, y que habría obtenido a cambio de un apoyo a la política de la canciller en materia de asilo.
Esta manera de presentar las cosas reduce una diferencia crucial: Macron, al menos, ha conseguido poner las bases de un proyecto ambicioso, que excede de lejos los intereses de un único país, mientras que Merkel solo lucha por su propia supervivencia política.
El presidente Macron es criticado, no sin razón, por las reformas sociales desiguales que pone en marcha en Francia, pero se muestra muy superior al resto de dirigentes europeos por su altura de miras en cada problema actual: es esa altura de miras lo que le permite actuar no solo desde una postura reactiva.
Si Macron se distingue del resto de dirigentes es por su valentía: se atreve con una política creativa cuyos éxitos rechazan el cliché sociológico de que la complejidad de nuestras sociedades modernas solo permite una postura reactiva preocupada por eludir el conflicto.
Sarcasmos
La situación actual es históricamente inédita, y la idea correcta que viene de la Antigüedad según la cual el declive sucedería inevitablemente al apogeo de los imperios no nos es aquí de ninguna ayuda. La sociedad mundial, cada vez más integrada en el plano funcional, está fragmentada en el plano político.
Esta neutralización de la política solo puede incitarnos a franquear el umbral que tanto intimida e incluso asusta a nuestros contemporáneos: pienso por supuesto en la transición a esas formas supranacionales de integración política que exigen de todo ciudadano de un Estado miembro, antes de echar una papeleta en la urna, que se ponga en el lugar de un ciudadano de otro, a través de las fronteras nacionales.
Demasiado monopolizados por sus sarcasmos, los apóstoles del realismo político han hecho olvidar pronto hasta qué punto su visión del mundo responde al esquema de una guerra fría entre actores nacionales. ¿Dónde está la racionalidad de actuar en la arena contemporánea?
Desde un punto de vista histórico, la transición a una UE capaz de acción política se inscribe en la continuidad de un proceso de aprendizaje que se desencadenó con la aparición de la conciencia nacional en el siglo XIX. Esta conciencia nacional, ese sentimiento de pertenecer a una comunidad nacional que trascendiera a las del pueblo, de la ciudad a la región, no es un proceso de generación espontánea. Siempre ha sido el fruto de un trabajo, el de las élites influyentes susceptibles de adaptar las relaciones funcionales que existían ya entre nuestros Estados y sus respectivas modernas economías nacionales.
Hoy las poblaciones nacionales tiemblan por los imperativos funcionales políticamente incontrolables de un capitalismo movido por las marchas financieras que escapan a toda regulación. La buena respuesta no puede consistir en un repliegue alarmado detrás de las fronteras nacionales.
Este texto es parte de un discurso pronunciado por Jürgen Habermas el 4 de julio en la entrega del gran Premio Francoalemán de los Medios 2018 en Berlín. Publicado en Le Monde. Derechos: cortesía de la editorial Suhrkamp.
Traducción de Aloma Rodríguez.