Ilustraciones: LETRAS LIBRES / Jolanta Klyszcz

Los fundamentos prepolíticos del Estado democrático

Hace poco más de un año, el “guardián de la ética de la discusión” y el futuro Papa y “guardián del dogma” debatieron sobre las fuentes del derecho en las sociedades secularizadas y democráticas, y sobre el equilibrio idóneo, en una soberanía política, entre la razón y la fe.
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Pluralismo y moral

{{ E.-W. Böckenförde, “Die Entschuung des States als Vorgang der Säkularisation” [El naci-
miento del Estado como proceso de la secularización] (1967), en id., Echt, Staat, Freiheit [Au-
tenticidad, Estado, libertad], Fráncfort, 1991, p. 92 ss. [aquí, p. 112] }}

{{ En el caso de que debiera uno imponer entonces a este Estado, salvo que ya se lo imponga
él mismo, una “concepción del mundo” o una “religión” determinadas como fuente de nor-
mas [nota del traductor al francés, N.T.F. –Jean-Louis Schlegel] }}

{{ Se trata de las motivaciones, en sentido amplio, de los ciudadanos para la Constitución de-
mocrática del poder [Nota de la Traductora al francés].}}

{{ Alusión a John Rawls. }}

{{ Alusión a las tentaciones, o a los intentos, de preconizar una forma de solución religiosa
frente a la miseria de los tiempos y de lo político. [N.T.F.] }}

La moderna soberanía sin legitimación religiosa

{{ Jürgen Habermas, Die Einbeziehung des Anderen [La inclusión del otro], Fráncfort, 1996. }}

{{ Es decir, fundados en razones discutidas colectivamente, y no en fundamentados indiscutidos [Dios, la naturaleza…]. [N.T.F.] }}

{{ El término “comunicacional” designa en Habermas un ideal filosófico [y social]: el de una
comunicación exitosa entre los hombres, basada en argumentaciones racionales, valores, el
lenguaje común y corriente, que justifica y suscita el entendimiento entre ellos, la confianza, la ayuda recíproca y la solidaridad mutua. Los argumentos “débiles” son los que no están basados en datos sustanciales [presentes antes de toda discusión según algunos argumentos racionales], por ejemplo la naturaleza, la religión, etc., que constituyen argumentos
“fuertes” [indiscutibles para quienes los utilizan]. El “contextualismo” apunta a una filosofía relativista, que pone en duda el universalismo de la razón y privilegia la primacía del
“contexto”; el “decisionismo” apunta a la filosofía de Carl Schmitt, para quien el poder y la
soberanía no son creados ante todo por el derecho existente, sino por la decisión permanente del soberano [“Soberano es el que decide en la situación excepcional”]; más generalmente, es la idea de que la “vida” precede al derecho, o de que hay una exterioridad con
respecto al derecho que es más fuerte que éste [N.T.F.].}}

(( J. Habermas, Faktizität und Geltung [Facticidad y validez], Fráncfort, 1992, cap. III [véase De
l’éthique de la discussion
, París, Le Cerf, 1992]. ))

{{ H. Brunkhorst, “Der lange Schatten des Staatswillenpositivismus” [La larga sombra del
positivismo de la voluntad de Estado], Leviathan, núm. 31, 2003, pp. 362-381.}}

Las democracias modernas son capaces de justificar su legitimidad

(( E.-W. Böckenförde, “Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation”, art. citado, p. 111. ))

{{ Se refiere al Tratado de Niza, concluido en diciembre de 2002 por los Estados miembros
de la Unión Europea, que fija los principios de evolución del sistema institucional a medi-
da que Europa se amplíe. Entró en vigor el 10 de febrero de 2003. [Nota de la Traductora al
español.] }}

Decepciones de la modernidad y la democracia

{{ Alusión [probable] a críticas filosóficas de tipo nietzscheano, radicalmente escépticas sobre
las capacidades de la razón moderna para establecer una sociedad justa [N.T.F.] }}

(( P. Neuner, G. Wenz [ed.], Theologen des 20. Jahrhunderts [Teólogos del siglo xx], Darmstadt,
2002.))

Excursus: el “otro” de la razón

El modelo es en este caso el ejercicio de un retorno, de una conversión de la razón por la razón, efectuados, o al menos desencadenados, por sus propias fuerzas, ya sea que la reflexión, como en Schleiermacher, parta de la conciencia de sí mismo por parte del sujeto que conoce y actúa, o que se despliegue, como en Kierkegaard, a partir de la historicidad presente en la garantía existencial de sí mismo que posee cada individuo, o bien que esté ligada, como en Hegel, Feuerbach y Marx, al desgarramiento escandaloso de las condiciones éticas. Sin que haya una intención teológica previa, una razón que interioriza sus límites intenta “salir” hacia un “otro” diferente de ella: ya sea en la fusión mística con una conciencia dilatada hasta el cosmos, o en la esperanza que desespera por el acontecimiento histórico de un mensaje redentor, o en la figura de una solidaridad comprometida con los oprimidos y los humillados: una solidaridad cuyo advenimiento desea ser apresurado por la salvación mesiánica. Estos dioses anónimos de la metafísica posthegeliana —la conciencia dilatada, el acontecimiento imposible de anticipar mediante el pensamiento, la sociedad no alienada— son presa fácil de la teología. Se prestan al desciframiento, bajo otros nombres, de la forma trinitaria del Dios personal que se comunica él mismo.

Estas tentativas de renovación de una teología filosófica son, bien miradas, mucho más simpáticas que el nietzscheísmo, que se contenta con tomar las connotaciones cristianas del escuchar y el percibir, del fervor y la espera de la gracia, de la venida y el acontecimiento… sólo para volverse a lo arcaico indeterminado, anterior a Cristo y a Sócrates, un pensamiento desprovisto de toda consistencia propositiva.

{{ Alusión clara a Heidegger y a su retorno, y a los presocráticos [N.T.F.].}}

Contra este pensamiento hay una filosofía consciente de su naturaleza falible y de su frágil posición, dentro del edificio diferenciado de la sociedad moderna: se atiene a la distinción genérica, aunque sin ningún sentido peyorativo, entre el discurso secular que se pretende universalmente accesible y el discurso religioso, que depende de verdades reveladas. Contrariamente a Kant y a Hegel, esta delimitación gramatical no tiene que ver con la propia pretensión filosófica de determinar —más allá del saber de las sociedades y de las instituciones de todas partes— lo que hay de verdadero o falso en los contenidos de las tradiciones religiosas. El respeto, que va de la mano con ese rechazo a emitir un juicio cognoscitivo, se funda en la atención que se debe a las personas y a las formas de existencia que visiblemente extraen su integridad y su autenticidad de convicciones religiosas. Pero el respeto no lo es todo: en relación con las tradiciones religiosas, la filosofía tiene razones para mantenerse dispuesta a aprender.

Límites de la razón, límites de la religión

En el extremo opuesto de la abstención ética de un pensamiento postmetafísico que ignora todo concepto definitivo de la vida buena y ejemplar en general, las Sagradas Escrituras y las tradiciones religiosas articulan intuiciones acerca de la falta y la redención, la salida salvadora de una vida que se experimenta como desprovista de salvación; durante siglos, esas intuiciones se tradujeron en palabras y permanecieron vivas a través de sus interpretaciones. Por ello —con la única condición de evitar el dogmatismo y la coacción sobre las conciencias— hay algo que puede permanecer intacto en la vida en común de las comunidades religiosas, algo que se perdió en otro lado y que el mero saber profesional de los expertos es incapaz de restituir. Pienso en algunas posibilidades de expresión y sensibilidades lo bastante diferenciadas como para acoger las vidas desfallecientes, el fracaso de proyectos de vida individuales, las miserias debidas a condiciones de vida desvirtuadas. A partir de la asimetría de sus pretensiones al saber, en la filosofía se puede fundar una voluntad de aprender de las religiones, ciertamente no por motivos funcionales, sino por motivos de contenido, recordando sus procesos de aprendizaje exitosos de tipo “hegeliano”.

(( Alusión a la Bildung, a la cultura hegeliana, adquirida a lo largo de la historia de las resisten-
cias y las complicidades, de los sufrimientos soportados e incluso las faltas cometidas
[N.T.F.] ))

En efecto, la compenetración mutua del cristianismo y la metafísica griega no produjo únicamente la forma intelectual del dogmatismo teológico y la helenización del cristianismo (que no fue benéfica desde todos los puntos de vista). También promovió, por otra parte, la apropiación, a cargo de la filosofía, de contenidos auténticamente cristianos. Ese trabajo de apropiación arraigó en redes de conceptos normativos sumamente cargadas, como “responsabilidad—autonomía—justificación”, “historia y memoria”, “reinicio—innovación—regreso”, “emancipación y logros”, “interiorización y encarnación”, “individualidad y comunidad”. Y ciertamente transformó el sentido religioso original, pero no lo debilitó o agotó. Deducir del parecido del hombre con Dios una dignidad igual, que deberá respetarse en forma incondicional para todos los hombres, constituye una de esas traducciones salvadoras. Amplía el contenido de los conceptos bíblicos, más allá de las fronteras de una comunidad religiosa, a todo el público de los que tienen otras creencias y a los no creyentes. Walter Benjamin fue uno de los que, en su momento, aprovechó bien esas traducciones. Vemos así que la secularización libera potencialidades ocultas en los significados religiosos; y a partir de ahí podemos considerar el teorema de Böckenförde como de débil alcance.

Yo emití el diagnóstico de que el equilibrio instaurado en la modernidad entre los tres grandes medios para la integración social,

{{ Los tres “medios” de la integración social según Habermas [N.T.F.] }}

se volvió inestable debido a que los mercados y el poder de la administración expulsan cada vez más, de los mundos vividos, la solidaridad social y, en consecuencia, expulsan una coordinación de la acción que pasa por valores, normas y un lenguaje orientado hacia el entendimiento mutuo. Por ello, está en el interés mismo del Estado democrático adoptar un comportamiento de preservación frente a todas las fuentes de cultura que alimentan la conciencia de las normas y la solidaridad de los ciudadanos. Esta conciencia, vuelta conservadora, se refleja en el discurso sobre la “sociedad postsecular”.

(( “Europäische Säkularisierung – ein Sonderweg in die postsäkuläre Gessellschaft?” [La se-
cularización europea – ¿una vía particular en la sociedad postsecular?], Berliner Journal für
Soziologie
, núm. 3, p. 331-343. ))

Con ello no sólo queremos dejar asentado que la religión se afirma en un contexto cada vez más secularizado y que, por ahora, la sociedad cuenta con la perpetuación de las comunidades religiosas. La expresión “postsecular” tampoco concede a las comunidades religiosas un reconocimiento público, por el aporte funcional que realizan al reproducir temas y comportamientos deseados. En la conciencia pública de una sociedad postsecular, es más bien una toma de conciencia normativa lo que tiene consecuencias para las relaciones políticas entre ciudadanos no creyentes y ciudadanos creyentes. Las sociedades postseculares obligan a reconocer que la “modernización de la conciencia pública” engloba y transforma de manera reflexiva, en fases sucesivas, las mentalidades tanto religiosas como profanas. Ambas partes pueden —a condición de considerar juntas la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario— tomar en serio mutuamente, por motivos cognoscitivos, los aportes de cada una en temas controvertidos en el espacio público.

Hacia nuevas relaciones entre fe y saber

La conciencia religiosa tuvo que involucrarse en procesos de adaptación. En el origen, toda religión es “imagen del mundo” o comprehensive doctrine, y también en el sentido siguiente: pretende estructurar en su totalidad una forma de vida y tener la autoridad para hacerlo. A esta pretensión de poseer el monopolio de la interpretación y modelar la vida en su conjunto, la religión tuvo que renunciar bajo la presión de la secularización del saber, la neutralización de la violencia de Estado y la libertad religiosa convertida en valor universal. Con la diferenciación funcional de la sociedad en esferas separadas, la vida de las comunidades religiosas se separa también de sus entornos sociales. El papel de los miembros de la comunidad (religiosa) no se confunde ya con el de los ciudadanos en la sociedad. Y como el Estado liberal está obligado a una integración política de los ciudadanos que rebasa el simple modus vivendi, esa diferenciación de la adhesión a ciertos grupos no puede agotarse en una adaptación cognoscitiva, sin más, del ethos religioso a las leyes dictadas por la sociedad secularizada.

Muy por el contrario, el orden jurídico universalista y la moral social igualitaria deben incorporarse, desde el interior, al ethos de las comunidades, de tal suerte que los unos procedan del otro de manera intrínseca. Para esta “inserción”, John Rawls eligió la imagen de un módulo: aunque se haya construido utilizando razones neutras hacia las concepciones del mundo, este módulo de la justicia profana debe poder integrarse en los contextos fundadores que en un momento dado fueron ortodoxos.

(( John Rawls, Libéralisme politique, París, Presses Universitaires de France, col. “Quadrige”,
2001 ))

Esta espera normativa, que el Estado liberal hace que las comunidades religiosas enfrenten, converge con los intereses propios de estas últimas, en la medida en que se abre para ellas la posibilidad de ejercer una influencia específica sobre la sociedad en su conjunto a través del espacio público político. Ciertamente, las consecuencias de la tolerancia que debe mostrarse no están igualmente repartidas entre los no creyentes y los creyentes, como lo demuestran las legislaciones más o menos liberales sobre la interrupción voluntaria del embarazo; sin embargo, la conciencia secularizada tampoco goza de la libertad religiosa negativa sin pagar el precio respectivo. De ella se espera que se entregue a la autorreflexión sobre los límites de la Aufklärung. La comprensión de la tolerancia en sociedades pluralistas con una Constitución liberal no debe incitar solamente a los creyentes, frente a los no creyentes y a los que tienen otras creencias, a tomar conciencia de que deben contar razonablemente con un disenso duradero. Por el otro lado, en el marco de una cultura política liberal, la misma toma de conciencia debe implicar a los no creyentes en sus relaciones con los creyentes.

Para el ciudadano con pocas motivaciones religiosas, esto significa la invitación nada trivial a dar una orientación autocrítica, desde el punto de vista de los saberes profanos, a su definición de las relaciones entre fe y saber. En efecto, prever un desacuerdo persistente entre fe y saber sólo merecerá el calificativo de “razonable” si se da a las convicciones religiosas, incluso a partir del saber secular, un estatuto epistemológico que no sea del simple orden de lo irracional. Por ello, en el espacio público político, las imágenes naturalistas del mundo que provienen de una elaboración especulativa de informaciones científicas, y que son pertinentes para la autocomprensión ética del ciudadano,

{{ A título de ejemplo, véase W. Singer, “Personne ne peut être autre qu’il n’est. Nos erreurs
nous intiment de cesser de parler de liberté”, en Frankfurter Allgemeine Zeitung, [8-I -2004],
p. 33. }}

no tienen de inmediato preeminencia frente a las concepciones surgidas de cosmovisiones concurrentes o bien de las religiones.

La neutralidad del poder del Estado hacia las diferentes concepciones del mundo, que garantiza una libertad ética igual para cada ciudadano, es incompatible con la universalización política de la cosmovisión secularizada. Cuando los ciudadanos secularizados asumen su papel político, no tienen derecho ni a negar a las imágenes religiosas del mundo un potencial de verdad presente en ellas, ni a cuestionar a sus conciudadanos creyentes el derecho que éstos tienen de aportar, en un lenguaje religioso, su contribución a los debates públicos. Una cultura política liberal puede incluso esperar que los ciudadanos secularizados participen en los esfuerzos por traducir las contribuciones pertinentes del lenguaje religioso a un lenguaje que resulte accesible a todos.

(( Jürgen Habermas, Glauben und Wissen [Fe y saber], Fráncfort, 2001, retomado en L’Avenir de
la nature humaine. Vers un eugénisme libéral?
, París, Gallimard, 2002 ))

— Jürgen Habermas

Traducción del alemán al francés por Jean-Louis Schlegel
(Reproducción autorizada por VERLAG HERDER)


Democracia, derecho y religión

El ritmo de la historia se acelera, y vemos emerger sobre todo, según me parece, dos signos de una evolución que antes sólo se afianzaba lentamente. Por un lado, se constituye una sociedad mundial en donde los poderes

{{ “Poder”: Macht, término que puede traducirse también como “fuerza”. Más adelante en el
texto, el cardenal Ratzinger emplea otros dos términos para “fuerza”: Kraft y Stärke, que son
casi sinónimos, pero que no tienen el mismo valor de uso en alemán [N.T.F.]. }}

singulares —políticos, económicos, culturales— remiten cada vez más unos a otros, en donde los diversos espacios vividos se tocan e interpenetran mutuamente. El otro aspecto es el desarrollo de las posibilidades del hombre, un poder para hacer y destruir que plantea, mucho más allá de lo acostumbrado, la cuestión del control jurídico y ético de ese poder. Por ello es urgente saber de qué manera las culturas que coexisten pueden encontrar fundamentos éticos para guiar su “ser junto a” por el buen camino y elaborar una forma de dominio y regulación de dicho poder.

Que el proyecto de “ethos

{{ Ethos, palabra cada vez más usual en alemán e importada al francés, donde se usa también
cada vez más. Podría definirse como un “conjunto de principios éticos” [N.T. F.]. }}

mundial” de Hans Küng encuentre tanta aceptación muestra en todo caso que la cuestión ya se ha planteado. Es un hecho, aun cuando se admita la lúcida crítica de Robert Spaemann a dicho proyecto.

{{ Robert Spaemann, “Weltethos als ‘Projekt’ ” [El ethos mundial como “proyecto”], en Mer-
kur, núms. 570-571, pp. 893-904.}}

En efecto, a los dos factores mencionados se añade un tercero: en el proceso de encuentro e interpenetración de las culturas, las certidumbres éticas que hasta ahora tenían los hombres se ven fuertemente desgastadas. La cuestión fundamental de saber lo que es exactamente el Bien, sobre todo en el contexto mencionado, y por qué hay que cumplirlo, aunque sea en detrimento propio, no tiene prácticamente respuesta. Sin embargo me parece evidente que la ciencia como tal no puede aportar un ethos y que, por lo tanto, una conciencia ética renovada no se constituye como un producto surgido de los debates científicos.

Por otro lado, es innegable que la transformación profunda del mundo y de la imagen del mundo, transformación nacida del incremento de los conocimientos científicos, ha contribuido de manera decisiva al derrumbe de todas las certidumbres morales. Por ello existe pese a todo una responsabilidad de la ciencia hacia el hombre como tal, y más aún una responsabilidad de la filosofía para acompañar de manera crítica el desarrollo de las ciencias particulares, para proponer un esclarecimiento crítico sobre algunas conclusiones prematuras y algunas certidumbres ilusorias sobre lo que es el hombre, sobre su origen y el objetivo de su existencia. O también, en otras palabras, para separar, en los resultados de la ciencia, el elemento no científico que a menudo se confunde con ellos y volver la mirada hacia el conjunto, hacia las otras dimensiones de la realidad humana de las que la ciencia sólo muestra aspectos parciales.

Fuerza y derecho

Concretamente, el deber de la política consiste en poner la fuerza bajo el control del derecho y reglamentar así su uso sensato. No el derecho del más fuerte, sino la fuerza del derecho es lo que debe prevalecer. La fuerza en el orden y al servicio del derecho: ése es el contrapunto a la violencia, a la que entendemos como una fuerza sin el derecho y opuesta a éste. Por ello es importante, para toda sociedad, vencer las sospechas hacia el derecho y sus regulaciones, pues sólo así se acabará con lo arbitrario y se vivirá la libertad como libertad compartida por todos. La libertad sin el derecho es la anarquía y, por tanto, la destrucción de la libertad. La sospecha y la revuelta contra el derecho surgirán siempre que el derecho mismo no se manifieste como la expresión de una justicia al servicio de todos, sino como el producto de lo arbitrario: como la pretensión, de aquellos que poseen la fuerza, a poseer el derecho.

El deber de poner la fuerza bajo el control del derecho remite por ello a la pregunta siguiente: ¿cómo nace el derecho y cuál debe ser su naturaleza, para que sea el vehículo de la justicia y no el privilegio de aquellos que poseen la capacidad de establecerlo? Por un lado, se plantea la cuestión del devenir del derecho, pero también la de sus criterios internos. Que el derecho deba ser, no el instrumento de la fuerza de algunos, sino la expresión del interés común a todos, es un problema que parece, al menos en el primer punto, resuelto gracias a las herramientas de formación de la voluntad democrática, puesto que en ella todos contribuyen al nacimiento del derecho: por eso es el derecho de todos y, con ese título, puede y debe ser observado. En los hechos, la garantía de la contribución común a la elaboración del derecho, y a la justa administración de la fuerza, es la razón esencial que habla en favor de la democracia como la forma de orden político más apropiada.

Pese a todo, subsiste, a mi entender, una cuestión. Al ser difícil que reine la unanimidad entre los hombres, la formación de la voluntad democrática como instrumento indispensable sólo cuenta con la delegac