1.
Mi madre cumple años el 31 de diciembre, por eso hay una ley no escrita, pero aceptada tácitamente y acatada por todos mis hermanos y los de mi madre, que dice que las nocheviejas se celebran en su casa. Antes, cuando mis abuelos eran más jóvenes y su casa era todavía el centro neurálgico familiar, la norma solo nos afectaba a mis hermanos y a mí. Pero desde que mis abuelos dejaron de vivir en su casa para repartirse el año en las casas de sus hijos, primero los dos y desde que murió mi abuelo solo mi abuela, la casa de mis padres pasó a ser el lugar de referencia de las reuniones familiares y la norma de mi madre se impuso sin demasiada resistencia. Como todas las reglas, admite excepciones: mi hermano se ha saltado la norma alguna vez, como cuando ha pasado las navidades en Nueva Zelanda, por ejemplo. Yo pasé una nochevieja fuera de casa: con mi primer novio, en Castellón, y fue un auténtico aburrimiento, solo comparable al de las nocheviejas que pasábamos en Arteixo, en la casa de mis abuelos gallegos, los padres de mi padre. En parte, puede que todo fuera un problema de expectativas: creía que me estaba perdiendo algo fascinante y que, como siempre, la diversión estaba en otra parte. Casi todas las nocheviejas me acaban resultando decepcionantes: me ilusiona el cambio de año y es la noche más emocionante, el principio de algo nuevo, y creo que me tengo que divertir y al final siempre he acabado en bares horribles con música horrible.
Hubo otra excepción a la norma: la de mi última nochevieja, la del cambio de año de 2012 a 2013. Mi novio y yo llevábamos un año y medio viviendo en Madrid. Entonces nos parecía que ya éramos de Madrid: yo había pasado por varios trabajos, corregía las pruebas de mi tercer libro y uno de mis mejores amigos había muerto de un infarto mientras dormía en el sofá cama –el más barato de Ikea– de nuestro diminuto pero aprovechado salón. Ahora me parece que acabábamos de llegar a la ciudad.
Nuestro amigo Mateo iba a rodar su primera película, que empezaba con las campanadas de la Puerta del Sol. Iba a rodar la noche de antes, cuando se hacen las pruebas. Preparé a mi madre durante semanas antes de darle la noticia: no iríamos a casa este año.
–Quiere que salgamos en el primer plano de la peli…
–Vale, vale –respondió. No parecía enfadada–. ¿Y ya sabes dónde vais a cenar? ¿Y qué?
–En casa de Pablo. Creo que haremos pulpo y ensalada y no sé, ¿qué se cena en nochevieja?
–Podéis hacer cardo. Aunque eso es más de nochebuena.
Distraje a mi madre hacia posibles menús para que no se enfadara, al menos de momento. Le pedí consejos y recetas y conseguí mi objetivo.
Pablo era nuestro mejor amigo. En realidad, eso era algo que casi cualquiera podría y querría decir de su relación con Pablo, aunque yo sabía que no era su mejor amiga, y me daba igual. Sobre todo era mi enlace al mundo: todo orbitaba a su alrededor, los planes para ir al cine, las cenas, las salidas de fin de semana y hasta los libros que había que leer. Era un poco enfermizo, es verdad, y bromeábamos con eso. Mi novio y yo lo llamábamos “querido líder”. En general, a Pablo le hacía gracia nuestro apodo, aunque a veces se enfadara, le molestaba esa posición central que ocupaba y que todo dependiera de él. Pero era así, no podía evitarlo, tenía alma de líder. A veces le decía que era como el monitor de los campamentos y que tenía que organizar las veladas nocturnas. Hacía tiempo que Pablo no tenía una novia oficial, y eso que no dejaba de buscar: era un enamorado del amor con mucho éxito. Pablo era nuestra salida al exterior, a la vida social y la gente interesante. Madrid se me hacía muy dura, era muy difícil hacer amigos, aunque no conocer gente, y la oferta de planes me resultaba abrumadora. Mi novio trabajaba en una agencia de publicidad y veía a gente, pero yo me dedicaba a escribir y me pasaba el día sola y sin hablar con nadie. Una vez hasta respondí un cuestionario de mi banco para tener una conversación. Ganaba cantidades ridículas de dinero dando clubes de lectura, llevando la prensa de una editorial o traduciendo novelas del francés que luego vendían menos de cien ejemplares. Necesitaba un vínculo con el exterior. Pablo también hacía películas. Casi todos sus amigos trabajaban en el cine: directores, actores, sonidistas, productores, montadores, guionistas, directoras de casting, actrices, figurinistas, directores de arte, de foto… todos eran cineastas menos mi novio y yo. Alguna vez aparecía alguien que tampoco se dedicaba al cine. Pablo tenía un amigo escritor, una amiga traductora, y lo más exótico: gente que tenía un trabajo con horario de oficina. También conocía a un piloto que lo había invitado a pasar a la cabina en uno de los vuelos en los que habían coincidido. Para mí, los exóticos eran ellos. Me preguntaba todo el rato cómo se hacía uno cineasta, en parte porque me atraía, quizá en otra vida…, y en parte porque envidiaba la libertad de horarios, los viajes, la improvisación y un cierto glamour que desprendían. Envidiaba su despreocupación. A ellos en cambio, mi novio les producía mucha curiosidad, era un bicho raro: con horario, nómina y responsabilidades. Yo tenía las dos cosas: la estabilidad de mi novio y la improvisación.
2.
–Es muy fácil, solo tenéis que besaros. Sin lengua, pero más que un pico –nos decía Mateo–. Las lenguas quedan muy feas en el cine.
–No sé si podré reprimirme –bromeó mi novio.
Me acordé de que Buñuel detestaba los besos en el cine, y luego pensé en la escena famosa del beso entre Cary Grant e Ingrid Bergman en Encadenados, un ejemplo de cómo saltarse la censura. Hitchcock había burlado el código Hays de Hollywood, que limitaba la duración de los besos en pantalla a tres segundos, haciendo que los actores se dieran muchos besos cortos que componían el beso más largo de la historia del cine.
–Después el plano se abre y seguís por ahí brindando y gritando con los demás. Luego cortamos.
El 30 de diciembre de 2012, domingo, hacía mucho frío en Madrid. Llevaba un gorro de lana y me había puesto un collar de espumillón como atrezzo. Claramente, había elegido mal mi vestuario: me estaba quedando helada y nos quedaban unas cuantas tomas ahí, quietos en la plaza. Había cámaras de televisión en todos los balcones de enfrente del reloj y ya estaban preparados los neones para recibir el año nuevo. Era un ensayo general de la nochevieja de verdad: la gente se ponía gafas y bebía mientras sonaban las campanadas de las doce. Era todo casi igual, solo que no se cambiaba de año todavía.
Mi novio y yo nos besábamos: un beso corto, uno un poco más largo y dos más cortos; en la siguiente toma cambiábamos: empezábamos con uno largo, luego dos o tres cortos. A veces nos mirábamos entre los besos y otras no. Luego seguíamos las instrucciones del equipo. La película no se seguiría rodando hasta unos meses después, pero como querían que la nochevieja fuera de verdad, habían adelantado esa parte del rodaje. Cuando por fin nos dijeron que habíamos acabado, estábamos agotados.
–¿Has cerrado los ojos cuando me besabas? –le pregunté a mi novio.
–No sé, sí, ¿no? ¿Tú?
–Claro, si no, no es amor –le tomé el pelo.
Mi novio y yo llevábamos diez años juntos, aunque casi nadie nos creía cuando lo decíamos. De camino a casa, me acordé de la nochevieja de hacía cuatro años. En realidad, me acordé del 30 de diciembre de 2007, cuando todavía vivíamos en Zaragoza y yo era camarera. También había sido domingo, me acordaba porque los domingos trabajaba. Poco antes del cierre, había venido uno de los dueños, su novia y unos amigos. Para entonces ya éramos amigos y nos quedamos hasta las siete de la mañana en el bar. Volví a casa en autobús, mientras amanecía, después de que mi novio me hubiese llamado asustado para saber si estaba bien. No le había podido avisar porque su móvil estaba roto y había tenido que salir a buscar una cabina de teléfono que aún funcionara para localizarme. Ese era el motivo de su enfado. Me acordé de mi descomunal resaca del día siguiente, y de que mi novio me dijo, cuando le propuse quedarnos en casa y ver una peli después de las uvas, que de eso nada: que yo hubiera salido hasta las siete de la mañana el día de antes no iba a impedir que saliéramos esa noche y nos quedáramos hasta que se hiciera de día y desayunáramos en cualquier bar donde hicieran huevos fritos el primer día del año.
La madre de mi novio tenía miedo de que hubiera un atentado en la Puerta del Sol y nos pillara por ahí. Le dije a mi novio que le dijera a su madre que no pensábamos ir a Sol el día de nochevieja, ya habíamos tenido bastantes empujones y habíamos pasado suficiente frío y habíamos visto suficientes borrachos descerebrados desconocidos. Preferíamos a nuestros propios borrachos descerebrados.
3.
Habíamos quedado con Pablo y Lucas para ir a comprar las cosas para la cena en la parada de metro de Embajadores. Nunca había estado ahí. Fuimos caminando hasta el Mercadona porque había pulpo y mejillones y berberechos frescos que podíamos pagar. Entonces yo tenía verdadera devoción por esa cadena de supermercados. A la cena se unirían la novia de Lucas y un amigo de Pablo, que también trabajaba con él y era de una timidez casi patológica. No se descartaba la posibilidad de que apareciera alguien más a última hora. Éramos un poco como los niños perdidos del país de Nunca Jamás. No me atreví a decirle a Pablo que él era Peter Pan. Mateo no cenaría con nosotros. En la nochevieja de verdad, quería rodar planos de la ciudad y de la gente en la calle. Además, habían alquilado una habitación de hotel enfrente de la Puerta del Sol para ver las campanadas y rodar más planos de recurso. Tal vez nos juntáramos después, en la fiesta que Pablo había organizado en nuestro bar favorito, solo para nosotros, pero sin camareros contratados. Alguien tendría que poner las copas y como yo había sido camarera en un bar de copas en Zaragoza, me vi obligada a ofrecerme.
Lucas era actor y tenía tendencia a las crisis existenciales no demasiado graves. A veces daba la sensación de que Pablo lo había adoptado: Lucas le contaba todo, sus dudas y sus tribulaciones y luego tomaba una decisión. En general, para cuando Lucas se había decidido, ya era demasiado tarde y otros lo habían hecho por él. Le pasó por ejemplo con su novia, para cuando Lucas más o menos decidió que estaba a favor de que se fueran a vivir juntos, ella ya había conseguido el piso al que se mudarían y les había dicho a los compañeros de piso de Lucas que su habitación se quedaba libre. Además de en las películas de Pablo y sus amigos, Lucas trabajaba en obras de teatro. Había aprendido a vivir en la austeridad. Presumía de eso, decía que era capaz de sobrevivir con doscientos euros al mes una vez pagados los gastos del alquiler. Decía que prefería eso, aunque supusiera quedarse encerrado en casa durante un mes, a volver a tener trabajos alimenticios: recordaba con especial horror cuando había sido dependiente de El Corte Inglés. Lucas siempre sonreía y era difícil adivinar qué pensaba en realidad de las cosas. Me pedía libros y yo se los dejaba. Hace meses que no hablamos y a veces me acuerdo de cada uno de los libros que le dejé y aún no me ha devuelto. El enfado me dura poco, pero me prometo no prestar libros nunca más a nadie.
–Yo nunca he cocinado pulpo, vosotros sabéis hacerlo, ¿no? –me preguntó Lucas.
–En realidad, no. No he hecho nunca, la verdad. Pero es mucho más fácil de lo que se dice. Solo hay que ponerlo en la olla con una patata y ya.
–Y agua, ¿no? –me preguntó mi novio.
–No. Solo el pulpo y la patata.
Luego les expliqué que era una receta de Arguiñano que había visto un amigo –el amigo que había muerto en nuestro sofá– y que mi madre y él habían discutido y mi madre tuvo que acabar por darle la razón: para cocinar un pulpo no hacía falta agua. Pablo se había quedado en la frutería, había elegido un par de bandejas de uvas. Le dije que cogiera también patatas. Llevamos la compra a casa de Pablo, estaba cerca pero todo el camino era cuesta arriba.
4.
Nos comimos las uvas con un pequeño retraso: Pablo no tenía televisión –ninguno de nosotros tenía–, así que vimos las campanadas por internet. En el último momento, alguien sugirió poner la radio, pero tampoco tenía un radiocasete. No nos quedó claro si lo que estábamos viendo era el simulacro en el que nosotros habíamos participado la noche anterior o si lo que se veía era en directo. Nadie lo sabía y a nadie parecía importarle demasiado. Me atraganté con las uvas, como siempre. Esa vez entre la séptima y la octava campanada. Brindamos con Moët Chandon: solo la primera botella. Luego bebimos un cava por el que nos había costado demasiado rato decidirnos. Pablo dijo que tenía una sorpresa para nosotros, los niños perdidos. Siempre hacía esas cosas, le gustaba convertir las pequeñas cosas en ceremonias íntimas. Buscó un archivo en su ordenador y le dio al play. Empezó a sonar una versión casera de una canción que yo no conocía de Pablo Abraira, “O tú o nada (Amada mía)”, que le había mandado una amiga cantante. Unos días antes, ella nos había hablado de esa canción. Nuestra amiga estaba sorprendida de que ninguno de nosotros la conociera. Pablo había dicho que era lo que mi novio me cantaba cuando llegaba a casa borracha después entre semana: “Amor, ¿no sabes qué hora es? / No, por favor, no digas nada / Yo lo sé todo, ya lo ves / Cierra la puerta, y calla”, empieza. La canción sonó un par de veces más, mientras la novia de Lucas y yo nos maquillábamos en el baño y Lucas nos decía que no nos pintáramos de más: no le gustaba la artificiosidad. Recuerdo el estribillo: “Amada mía, adúltera / Mi gran amor / Mi niña mimada / Date la vuelta y óyeme / O tú o nada”. Luego nos abrigamos y fuimos caminando hasta nuestro bar favorito. Bebíamos a morro y nos pasábamos las botellas de uno a otro. Gritábamos y cantábamos canciones de nuestra adolescencia, aunque no la hubiéramos compartido.
Entonces no sabía que me iba a quedar embarazada ese año que acababa de empezar. No estaba en mis planes, por mucho que me gustara bromear sobre eso. Y no había ninguna pista que hiciera pensar que sucedería. Cualquiera habría pensado que mi novio y yo acabaríamos rompiendo en menos de un año, que yo cambiaría la estabilidad por una promesa de vida bohemia para arrepentirme cuando fuera demasiado tarde, que uno de los dos se cansaría del otro: él de mi carácter melancólico, yo de la rutina. En realidad, creo que eso es lo que suele suceder: hay un punto en que o rompes o tienes hijos. Lucas acabó rompiendo con su novia. Ya no hablo con casi ninguno de los que eran mis amigos entonces y a los que consideraba casi como mi familia. Tampoco sé si siguen quedando entre ellos. A veces, Pablo me escribe y me avisa de una proyección de una película curiosa y que será difícil de ver. Y si voy, veo a Lucas y a los otros. Nos saludamos cada vez con más educación y menos alegría. Ya no pasamos de la función fática.
Como todas las nocheviejas, la de 2012 fue decepcionante, aunque por motivos diferentes: no pude divertirme porque estaba poniendo copas y me enfadé con mi novio porque era la única persona con la que podía enfadarme por llevar toda la noche poniendo copas gratis. Se me pasó rápido y acabamos desayunando en un bar de día y pasando frío, la única de las tradiciones de mis nocheviejas que no me ha dado pena perder. ~
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).