Durante siglos, existió en algunas aldeas rurales de la provincia de Hunan, en China, un lenguaje femenino secreto. Su nombre era Nüshu y era compartido por mujeres de generación en generación a través de pañuelos bordados y anotaciones ocultas en los dobleces de abanicos de papel. Esta caligrafía discreta, lineal, elegante, dice Terry Tempest Williams en When Women Were Birds, era la única manera en que las mujeres podían comunicarse entre ellas al margen de la mirada masculina, a menudo violenta e impositiva.
Que el Nüshu haya sobrevivido a su prohibición en China durante la Revolución Cultural no es para nada sorprendente: las mujeres siempre hemos encontrado el modo de abrir espacios de comunicación en los que reinen códigos propios, íntimos, que no estén mediados por las dinámicas de poder que el patriarcado intenta imponer entre ellas.
Siguiendo esta idea de la protección de los espacios privados y la construcción de lenguajes para navegar en ellos aparece el libro Tsunami, editado por Sexto Piso hace algunos meses, que reúne textos de doce mujeres que abordan el feminismo –los feminismos, debo decir– a partir de distintos ángulos y temáticas. Desde su nombre, que remite a un fenómeno natural potente y aparentemente caótico (es decir, radicalmente libre), el libro pone en tela de juicio la noción de que es necesario enunciar las cosas en cierto orden o adaptarnos a la agenda pública establecida para que nuestros asuntos adquieran relevancia. De todas las críticas que Jessa Crispin lanza en su manifiesto feminista “Por qué no soy feminista: un manifiesto feminista”, hay una que va precisamente en ese sentido: un gran sector del feminismo actual parece abogar por la inclusión de las mujeres en el modelo social existente y no por su desmantelamiento, perdiendo de vista que las estructuras de poder que nos oprimen funcionan también gracias a las mujeres que participan en un sistema basado en la explotación. Crispin propone en cambio una postura más encabronada y combativa: ¿y si en vez de ajustarnos a las reglas que el patriarcado ha determinado para nosotras, escribimos otras nuevas? Vivir una vida feminista, dice Sara Ahmed, consiste en hacer que todo sea cuestionable. No sé hacia dónde va el feminismo, pero estoy segura de que tiene que pasar por ahí.
Si bien cada texto de Tsunami tiene un tono y tema distintos –se habla de los talleres literarios como espacios de ¿sutil? dominación patriarcal, de las maneras en que se articulan categorías como mujer e indígena, del #MeToo, de la maternidad, de abuelas, madres y hermanas, del derecho a andar a solas por la calle– en todos los ensayos se alcanzan a ver lecturas y referencias que cuestionan la estructura patriarcal. Hay en ellos, incluso, lecturas y referencias compartidas, como “Calibán y la bruja” (Silvia Federici) o “La voz pública de las mujeres” (Mary Beard), que acaso revelan intereses generacionales o preocupaciones en común. Pero las aproximaciones de las autoras son tan variadas como los lenguajes que las mujeres podemos establecer entre nosotras: se tejen redes de cuidado, se chismea –esa forma de trasmitir información desde la resistencia– y, si eres Io y para silenciarte Juno te convirtió en una vaca, escribes en la arena con tu pezuña.
“Cuando hablamos de otras formas de escritura”, dice Vivian Abenshushan en el primer texto del libro (y uno de los que más resonó con mi experiencia personal), “queremos decir también: otras formas de hacer mundo”. Y para hacer otro mundo primero tenemos que terminar con éste, empezando por las nociones que están más solidificadas en nosotras. Este desmontaje está puesto en marcha, por ejemplo, en el diario que Daniela Rea propone bajo el hermoso título “Mientras las niñas duermen” y que relata los inicios de su vida como madre. El 19 de enero, Daniela cita a un pediatra que asegura que tener hijos es “una maravillosa sensación de amor absoluto” y al margen anota: No le creo. Me cuesta creerle. Tal vez algo así es lo que quiere decir Cristina Rivera Garza en su ensayo “La primera persona del plural” cuando afirma que “una feminista vive con los ojos abiertos”, poniendo todo en duda por el simple hecho de que ese todo fue creado para oprimirnos.
Otro buen ejemplo de las estructuras que merecen ser destruidas es el amor romántico. En el tercer apartado del ensayo antes mencionado, Rivera Garza habla sobre cómo, durante años, su estrategia de protección consistió en “acercar el cuerpo, pero mantener intacto, en algún lugar bajo llave, todo lo demás: los libros, las ideas, los planes para el futuro”. ¿No es ésta la experiencia de muchísimas mujeres que nos topamos una y otra vez con las feroces contradicciones de lo que aprendimos a esperar de las relaciones sexo-afectivas? En el mejor de los casos el amor, tal y como está construido culturalmente, es una manera de sumisión, y en el peor de los mismos un peligro de muerte (ver el ensayo final de Sara Uribe, “Solas”).
Otra idea que se pone a observación, en el ensayo de Diana J. Torres, es que el lugar de las mujeres es exclusivamente el hogar. Una idea particularmente peligrosa cuando se revisan las estadísticas: según reporta el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF) en su informe Implementación del tipo penal de feminicidio en México 2014-2017, el lugar más común para cometer un feminicidio fue, durante este periodo, la vivienda de la mujer víctima.
“Amo la calle cuando es (o parece) sólo mía y siempre sentí que ese poder es uno de los más evidentes logros del feminismo para mí, porque sí, las calles son nuestras pero esa afirmación tiene demasiados condicionales cuando se es mujer”, dice Diana en su ensayo “Medalla o estigma”. Y somos muchas las que nos sentimos así: en “The Red Parts”, Maggie Nelson escribe que estar sola en público, caminando sin rumbo por la noche, anónima, invisible, flotando, también ha sido una de sus sensaciones favoritas en la vida. ¿Cómo defendemos algo que ha estado prohibido para las mujeres, no sólo físicamente (aunque también físicamente) sino en lo simbólico, a través de una opresión más tenue, que no por ello menos atroz? ¿Cuántas veces nos han dicho que andar solas, vestidas de cierto modo, distraídas, es una receta para la catástrofe? ¿Que si nos violan o nos matan es nuestra culpa por no cuidarnos?
Visto así, la existencia misma puede ser una forma de resistencia.
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Cuando asesinaron a Mara Castilla en Puebla en septiembre de 2017, mis amigas y yo decidimos abrir un grupo de Whatsapp en el que nos avisáramos entre nosotras al hacer trayectos que consideráramos de riesgo. Invitamos a otras mujeres, le pusimos de nombre al chat ya llegué y agregamos como imagen un meme que lanza la única consigna a seguir: avisar cuando has llegado al punto de destino.
Algunas comparten todos sus trayectos y otras solamente se reportan cuando van a hacer un viaje solas o por la noche. De pronto hablamos de actitudes sospechosas que tiene alguien con quien nos topamos por la calle y activamos la opción de seguir el recorrido en tiempo real, para acompañarnos. Si alguien dice que va del punto A al punto B y no avisa que llegó en un tiempo razonable, le preguntamos dónde está. Si no contesta, llamamos por teléfono: primero a ella y luego a su contacto de emergencia.
No dejamos que nada nos distraiga, pues sabemos que estos protocolos de cuidado, aparentemente sencillos, son una manera de hacer política. También son una manera de escribir. ¿De escribir qué? Una historia distinta. Una historia en la que no estamos solas.
(Ciudad de México, 1984). Estudió Ciencia Política en el ITAM y Filosofía en la New School for Social Research, en Nueva York. Es cofundadora de Ediciones Antílope y autora de los libros Las noches son así (Broken English, 2018), Alberca vacía (Argonáutica, 2019) y Una ballena es un país (Almadía, 2019).